Rosa Chon y los picarones
«La isla de las patas» es una co-producción de La tinta, el centro de creación La Parisina y la Feria Cultural Peruana de la Isla de los Patos, realizada con el apoyo del Fondo Gestionar Futuro II del Ministerio de Cultura de la Nación. Cada viernes, una historia de vida y un sabor para desentramar. Una cocinera y sus secretos más preciados: sus sabores, sus historias, sus luchas y sus sueños.
Por Ignacio Tamagno para La tinta
Ama de casa, empleada doméstica, madre soltera y cocinera popular: Rosa Chon es todo eso y mucho más. Tiene 37 años, la mirada dura, las manos pequeñas, los brazos fuertes y una sonrisa hermosa que no le regala a casi nadie, menos que menos a un varón.
Sus enemigas la llaman “la cabrona”, pero en realidad todos saben que Rosa Chon es la jefa de la dulzura: título más que merecido después de trece años de vender ininterrumpidamente tortas, mazamorra y picarones (un postre de masa frita de calabaza, con anís y miel) en la feria de la Isla de los Patos.
Oriunda de La Victoria (Lima, Perú), en realidad, Rosa Chon pertenece a una estirpe movediza, a una familia migrante.
El primero en migrar fue su papá. A Japón, en busca de trabajo. Entonces, Rosa Chon era una niña y su hermana Rosario, la menor, acababa de cumplir el año. «Mi papá le hizo la fiesta, el bautismo y a los días se fue». Recién volvería a verla 20 años después. Una voz en el teléfono, un recuerdo confuso y el dinero mensual que les enviaba; durante mucho tiempo, eso fue su papá para Rosa Chon. En Japón, su papá conseguiría trabajo en una fábrica, como operario (“porque allá no es como acá, que hay mucha obra y se trabaja de albañil o empleada, allá para todo hay un robot”).
El segundo en migrar fue su hermano. También a Japón, por decisión de su mamá. “Es que nuestros amigos de la infancia, con los que habíamos crecido, estaban agarrando otros caminos. Algunos robaban, otros se drogaban… Entonces, mi mamá vio eso, lo llamó a mi papá y le dijo: ‘Prefiero a mi hijo lejos, antes que verlo acá drogado o muerto’”. Su hermano entonces tenía 18 años. Hoy, tiene cuarenta y vive en Japón, donde formó familia junto con una chica nisei (hija de japoneses).
Al tiempo, le tocó a las mujeres: Rosa Chon, su madre y sus dos hermanas emigraron a Argentina en el 2008. Todo empezó con un llamado de su tía, que ya vivía en Argentina desde hacía más de veinte años. “Mi tía un día la llama a mi mamá y ahí tuvieron una conversación en la que le dijo que nos viniéramos para acá, que acá había más oportunidades para nosotras”. Vendieron todo y tras cinco días en colectivo (e innumerables trasbordos), llegaron a casa de su tía, en barrio ampliación Marcos Sastre, camino a 60 cuadras, en las periferias de la ciudad de Córdoba capital. Lugar del que nunca más se fueron.
Rosa Chon tenía entonces 22 años, acababa de terminar el secundario y estaba estudiando un curso de cosmetología, carrera que no pudo continuar en Argentina. Su primer trabajo en Córdoba fue en Las Tinajas, un famoso restaurant “diente libre”, muy de moda allá por aquellos años. Allí, Rosa Chon cocinó miles y miles de platos para la gula infinita de la clase media cordobesa. Hasta que un día se cansó y cambió de rubro. Entonces, empezó a limpiar casas. Al poco tiempo, llegó a la Isla de los Patos: “Que conocí por el papá de mi hija, que un día me llevó a conocer, a pasear”.
La primera en instalarse a vender fue su mamá. “Pero después mi mamá dejó de ir, porque no había fletes. Y ahí es que yo le digo a mi suegra de entonces: ‘Señora, vamos a los patos, usted vende sus tamales y yo vendo la chicha’”. El primer domingo fue un fracaso: llevó un balde de chicha y vendió apenas una botella de medio litro. La otra semana llevó mazamorra, luego torta, finalmente picarones: con eso le empezó a ir bien. Al poco tiempo, quedó embarazada, “y seguí yendo, hasta los nueve meses”.
Rosa Chon no falta nunca a la feria, excepto un solo día: «La única fecha en que no voy es el día del padre, porque el día del padre no hay negocio, no se vende, justo ese día se levanta el viento, la tierra, un frío horrible. Tercer domingo de junio. El dieciocho. Día del padre. Ese día no se vende. Ese día yo no voy».
Rosa Chon tiene un Falcon.
Lo compró para ir a la feria, pero no sabe manejar. “Antes lo manejaba el papá de mi hija. Luego, cuando este se fue, mi hermana. Luego, mi hermana ya no pudo ir más. Por eso, desde entonces, tengo un flete”.
Su flete es un señor que conoció a través de su papá.
Su papá un día vino de visita.
Pero se aburría de estar en la casa: así que se puso a caminar.
Llegó a la avenida Sabattini, vio una maderera y, para no aburrirse, compró madera suficiente como “para hacer unos banquitos”. Ahí conoció a este hombre, que era el flete de la maderera. Desde entonces, este hombre es el flete de Rosa Chon.
Su chofer privado.
También casi que su guardaespaldas.
“¡Es que me ve sola y pensará que soy minusválida! Pero yo puedo sola perfectamente”.
Rosa Chon no tiene pausa. Trabaja de lunes a lunes, sin descanso. Durante la semana, limpia casas. Los fines de semana, trabaja para la feria. Entre todo esto, cuida de su hija y mantiene una casa.
Un día en la vida de Rosa Chon. Seis de la mañana: Rosa Chon se levanta, prepara el desayuno y el almuerzo para su hija, luego se alista y se dirige a la parada. El tema con el colectivo es que a veces se rompe, a veces pasa de largo, “y tienes que esperar otro colectivo, que nunca pasa”. Hora y media después, llega a barrio Manantiales. Allí limpia dos casas (cinco horas por casa). Cuando termina su jornada, ya casi que es de noche y enfila para su casa. Otra hora y media de viaje. Rosa Chon llega a su hogar pasadas las doce horas después de haberse ido en la mañana, con el sueño ya pisándole los talones. Entonces, queda cenar con su hija, hacer los deberes, organizar la casa.
Los sábados y los domingos no son más tranquilos: los dedica a la feria. Sábados y domingos por la mañana, se cocina. Rosa Chon llega a la isla el domingo, pasado el mediodía: allí se queda hasta la noche. Llega a su casa de medianoche. Limpia todo, incluido su cuerpo, se recuesta. Y no duerme mucho: a las seis de la mañana del otro día, todo vuelve a arrancar.
Rosa vende picarones, mazamorra, arroz con leche, chicha morada y tortas de todo tipo. Algunas de las recetas se las pasó su mamá (como la de los picarones y la chicha morada). “Otras las aprendí yo, viendo; muchas cosas las aprendí en mi colegio, allá en Perú, que era un colegio técnico, entonces nos enseñaban repostería”.
“Para mí, la feria es importante -dice Rosa-. Porque además de mi lugar de trabajo, yo me distraigo mucho en la feria. Con la rutina de todos los días (que del trabajo a la casa, que limpiar, que planchar, que cocinar, que lavar la ropa…), yo siento el cuerpo cansado. Pero, entonces, llego a la feria y empiezo a conversar con las chicas de al lado, y me río, y ya vienen mis clientes y mis amigos a comprarme, y entonces ahí me distraigo. Y eso es importante para mí. Porque ese es mi único momento de distracción: el domingo en la feria. Hasta que el lunes, a las seis de la mañana, otra vez a empezar”.
“Yo extraño volver a la feria como clienta -añora Rosa-. Ir, pasear, comer lo que me gusta. Encontrarme con mis amigas, sin trabajar. Eso me gustaría: dejar de trabajar tanto, tener esa posibilidad, para dedicarme más a mi hija, pasear y disfrutar del día, de la feria con ella”.
Rosa Chon imagina el final. Será después de sus cuarenta, cuando logre comprarse su casa. Entonces, abrirá un restaurante de comida peruana, en su propio comedor. Dejará de limpiar casas. Dejará de vender picarones.
“El día que yo lo deje, que deje mi puesto y pueda dedicarme a mi hija, le dejaré el puesto a alguna de mis hermanas o a alguien que verdaderamente lo necesite. Pero no a mi hija: porque a mí me gustaría que ella estudie y tenga una profesión, cualquiera, la que ella quiera elegir”.
“Mi casa está acá -dice Rosa-. En Córdoba. Es bueno que la gente conozca de nosotras: poder contar nuestra historia. Porque no es fácil. Porque es muy duro. Pero la necesidad siempre es así: y una tiene que estar, siempre tiene que estar, una tiene que estar para sus hijos. Porque todo, todo lo que hacemos es por nuestros hijos. Todas las que vamos a la feria, vamos a la feria por nuestras hijas. Porque queremos lo mejor para ellos. Y es por eso, para mejorarles la vida a nuestros hijos, que nosotras venimos acá los domingos”.
*Por Ignacio Tamagno para La tinta / Imagen de portada: Marcos Rostagno.