Militar, resistir, amar
Por Pablo Alabarces para Revista Cordón
Porque la vida es poca, la muerte mucha
Porque no hay guerra, pero sigue la lucha
Siempre nos separaron los que dominan
Pero sabemos que hoy eso se termina
Dame la mano y vamos ya
María Elena Walsh
1. La «Canción de caminantes», de María Elena Walsh, siempre fue confundida con su estribillo –más que un estribillo, es una especie de ostinato: el mismo verso, repetido dos veces, que al final se vuelven seis, «dame la mano y vamos ya». María Elena la grabó en 1973, en su maravilloso disco Como la cigarra: como todos sabemos, había abandonado las composiciones para niñes en 1968, cuando grabó su delicioso Juguemos en el mundo, un discazo para adultos. Siguió en esa línea –presentando sus canciones en los café-concert de la época, como lo hacían Nacha Guevara o Jorge Schussheim–, hasta que abandonó la composición y las presentaciones en 1976, con su último disco, De puño y letra –que tiene esa joyita llamada «Sábana y mantel»–.
Para entonces, Mercedes Sosa había retomado algunas perlas de ese repertorio: «Como la cigarra», claro, pero también una antológica versión de la «Serenata para la tierra de uno», que grabó en 1979 en su último disco (que se llamó así) antes de exiliarse, corrida por la persecución de la dictadura. En ese mismo año, la canta en Lugano, una ciudad suizo-italiana (justo en la frontera) para la televisión suiza; dice Sergio Pujol, sobre esta versión, que su afinación es tan perfecta que duele. Y duele toda la canción, a 12.000 km de la patria.
2. En 1981, el Cuarteto Vocal Zupay decidió hacerse cargo del repertorio de María Elena, con un disco inolvidable que se llamó, justamente, Dame la mano y vamos ya: asumieron el desplazamiento y titularon todo el disco con, apenas, un verso de un estribillo.
La rompieron.
La selección de las canciones era muy inteligente, porque combinaba una canción infantil –nada menos que «Manuelita la tortuga», una que sepamos todos– con una playlist perfecta de sus canciones para adultos: quizás, si es por pedir, faltaba «Los ejecutivos».
Las versiones, claro, son bien Zupay: quien ha escuchado una canción ha escuchado todas. Delicadeza, inteligencia, muy buenos arreglos, las armonías a cuatro voces que venían desde comienzos de los años sesenta con los Huanca Hua –que armonizaban a cinco voces; pero los Zupay eran cuatro, como los Opus 4 o tanto cuarteto vocal menor que se ha perdido en la noche de los tiempos y en los vericuetos de Spotify–. Siempre había que terminar con el encendedor prendido, cantando un cierre hímnico, con las cuatro voces desplegadas en polifonía. La canción que, más o menos, tituló el disco es un buen ejemplo:
Fue en 1981, en el comienzo del deshielo de Viola, antes del desastre de Malvinas. El disco fue un hitazo, porque nos habilitaba todo un repertorio nativo y protestón, pero de una elegancia fantástica y bien cantable –si uno no pretendía imitar la voz atenorada de Gabriel Bobrow o Rubén Verna, sino acompañar a Pedro Pablo García Caffi, barítono, o Eduardo Vittar Smith, bajo, santiagueño y peronista, en el orden que quieran–. Era uno de los secretos del éxito entre la militancia universitaria: Vittar y García Caffi eran peronistas, pero los rumores afirmaban que Verna y Bobrow simpatizaban con el Partido Comunista. Esa dualidad era en realidad perfecta, salvo para el troskismo, claro, que venía a ser el tercero excluido; los recitales de Zupay, desde 1983, se inundaban con militantes de la JUP y de la Fede.
En uno de esos recitales, en 1985, me enganché con la que fue la madre de mis hijos mayores. Estábamos del lado peronista del Parque Lezama, en Buenos Aires. Del otro lado, estaba la Fede, inevitablemente.
3. A fines de 1982, la dictadura venía cayéndose en picada. Como conté en la nota anterior, en 1983, seguían asesinando militantes –Cambiaso, Pereyra Rossi, Yaguer–, pero los jóvenes ya nos hacíamos los cancheros y mirábamos fijo a la policía en las Marchas con las Madres, amparados en la multitud, para gritarles «milicos, muy mal paridos, qué es lo que han hecho con los desaparecidos».
El 4 de noviembre de ese año, organizamos una asamblea estudiantil en Filosofía y Letras de la UBA. Ya se habían votado un par de Centros de Estudiantes; esa noche, por primera vez en un edificio de la misma Facultad –hasta entonces, nuestras reuniones eran clandestinas–, una asamblea votó elegir un cuerpo de delegados, una Junta provisoria y elegir el Centro en 1983 –hoy me arrepiento: yo jugué con peronistas, radicales y comunistas en contra del troskismo, que quería votar al día siguiente, ya. Era mi 21° cumpleaños y hablaba por primera vez en público en una asamblea. A la semana, un grupo de compañeros y compañeras insatisfechos/as –tómenlo como quieran– decidimos fundar una agrupación estudiantil independiente de izquierda. El 16 de diciembre, decidimos debutar –tómenlo como quieran– concurriendo a la Marcha de la Multipartidaria convocada para ese día en la Plaza de Mayo. Soberbios, inconscientes, pero aún temerosos, organizamos citas de control. Ya nadie sabe qué es eso: consiste en poner un lugar por donde todos los participantes deben pasar luego del acto para que un compañero controle, uno a uno, que nadie quedó preso.
Nos reprimieron con palos y gases lacrimógenos: fue una cacería feroz. Policías de civil mataron a sangre fría a un manifestante, Dalmiro Flores, un joven salteño metalúrgico, de 28 años, en la vereda del Cabildo, delante de 100.000 personas que corríamos mientras nos gaseaban desde las terrazas de los edificios públicos; luego, nos tiraban los carros de asalto encima mientras huíamos por donde podíamos. Yo estaba convencido de que era una ocasión fenomenal para quedar como un héroe con una compañera, un bombón, que me tenía loco; me tuvieron que sacar entre cuatro (ella, una de los cuatro), bañado por una granada de gas que me explotó al lado. Horas más tarde, todos habíamos pasado por la cita de control; otra de las compañeras contó cómo, mientras lloraba sentada en el cordón de una vereda, un manifestante anónimo le había ofrecido irse juntos a un telo.
En medio del caos, un grupo de compañeros mucho menos temerosos que nuestro tembleque, clasemediero y porteño grupo de estudiantes de Filo tomaron una de las vallas que separaba la Plaza de la Casa Rosada e intentaron entrar usándola como ariete. Yo no vi la escena –como dije, no podía ver nada, bañado por los gases– sino en las fotos del día siguiente. Durante 18 años, guardé esa imagen en mi memoria: el 19 de diciembre de 2001, estaba en la Plaza agarrado de otra valla, dispuesto a que, si se repetía la escena, esta vez iba a salir en la foto.
Otra vez nos molieron a palos y gases. El estrellato es un largo camino en contra de la represión policial.
4. La agrupación se llamó MTU: Movimiento de Transformación Universitaria. Nos unía la crítica al alineamiento partidario de las otras agrupaciones y profundas convicciones progresistas, hasta ahí: a la hora de los papeles, en octubre de 1983, la mayoría votó al alfonsinismo, otros al Partido Intransigente de Oscar Alende y uno al peronismo de Luder-Bittel: yo mismo. En 1984, ya me había incorporado a la JUP, buscando mi destino de peronista de izquierda, del que huiría con el menemato.
No nos fue mal en las elecciones de mayo de 1983: salimos terceros, mientras la Franja Morada le ganaba por escasos 38 votos al peronismo del FUNAP (Frente Universitario Nacional y Popular). El nuevo presidente del Centro, el estudiante de historia Lucas Luchilo, es hoy funcionario radico-macrista. En la FUBA, luego de todas las elecciones de Centro, también ganaron los radicales, presididos por Andrés Delich, hijo de Francisco Delich, que sería el primer rector de la UBA con el alfonsinismo. Un caso claro de nepotismo: Andrés no tenía la envergadura intelectual del padre, reconocido sociólogo que había protegido colegas en FLACSO durante la dictadura. Andrés, en cambio, era más limitado y más afecto a la rosca política, gracias a la que llegó a ministro de Educación de De la Rúa, desde donde apoyó el recorte presupuestario de López Murphy en 2001 y hasta defendía limitar el ingreso y arancelar las universidades.
Quién te ha visto, quién te ve.
5. El mejor de todos nosotros, y por eso fue nuestro candidato a presidente del Centro, era Federico Schuster. Estudiaba filosofía; nos conocimos en abril de 1979, cursando Introducción a la Literatura, la única materia común entre Filo y Letras. Fuimos socios fundadores del MTU y amigos desde entonces. Su padre ya era un reconocido epistemólogo, ex preso político de la dictadura; había sido secuestrado por su actividad como profe en la Universidad Nacional del Sur, pero lo blanquearon en la Unidad Penal de La Plata. Félix Schuster era un sobreviviente, que jugaba al ajedrez de memoria con Emilio de Ípola, compañero de prisión. Federico no presumía de esa condición de «hijo de», jamás. Era el mejor estudiante y después hizo una gran carrera como filósofo y profesor –estudió en Essex con Laclau–, para luego apostar por la gestión académica: fue director del Instituto Gino Germani y luego decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, entre 2002 y 2010, siempre por el voto de sus colegas. Lo acompañé como funcionario toda su gestión: todo el tiempo nos reíamos diciendo que el MTU había sido nuestro semillero. Seguíamos siendo «independientes de izquierda», con capacidad para hacer alianzas desde el peronismo hasta el troskismo. Seguíamos comprometidos con los movimientos de derechos humanos: uno de sus grandes gustos y orgullos fue conseguir el doctorado honoris causa para Adolfo Pérez Esquivel.
Fue un intelectual irrepetible, al lado de tantos de nuestros compañeros de la resistencia contra la dictadura que se fueron vendiendo al mejor postor. Murió hace un año, la muerte más injusta que puedo hilvanar en esta historia.
6. Pocos recuerdan que la dictadura aranceló la Universidad en 1981. Yo no hubiera podido pagar; mi papá estaba sin trabajo y mi mamá era jubilada; vivía de empleos precarios y tenía que aportar en casa. Tuve que pedir una «exención por pobreza»: me la concedieron. Es un gesto muy humillante: nadie está orgulloso de ser pobre –la conciencia de clase, el orgullo subalterno o la jactancia popular son otra cosa muy distinta–. En 1982, pedí una beca de ayuda económica por esa misma razón: me la dieron –una cifra vergonzosa–. A finales de ese año, el secretario de Asuntos Estudiantiles de la Facultad, al que todos sindicábamos como servicio de inteligencia de la dictadura, descubrió que el becario económico Alabarces era el mismo que hablaba en las asambleas estudiantiles. Me quedé sin beca.
Pero ya en 1983, el movimiento estudiantil en alza apuntó sobre dos direcciones: la primera fue la supresión o ampliación de los cupos de ingreso en los exámenes de admisión a las Facultades –otro hallazgo de la dictadura, por el cual uno aprobaba con creces el examen de ingreso, pero se quedaba afuera por el numerus clausus (el cupo)–. El examen demostraba tu capacidad para estudiar: el cupo te condenaba a no hacerlo. Ese año, conseguimos, movilizados sucesivamente al Ministerio de Educación, la ampliación de los cupos, que desaparecerían en 1984, con el alfonsinismo. La segunda fue, obviamente, el arancel. En Filo, propusimos que los estudiantes nos entregaran las «chequeras de pago», unos talones para abonar mensualmente; el Centro se hacía cargo de su custodia y, de ese modo, garantizaba el no pago. Como conseguimos muchas, nos agrandamos: en julio, hicimos un acto en la calle para quemar las chequeras. En realidad, quemamos una enorme chequera de telgopor y papel, pero salimos fenómeno en las fotos. Unos días después, el decano quiso hacer exigir las chequeras para dar exámenes: lo fuimos a ver para decirle, con elegancia, que la próxima vez quemábamos las chequeras dentro del decanato. Estábamos muy agrandados. El decano dio marcha atrás, proclamando ante los medios que llevaba «la Multipartidaria en el corazón». No era un mal tipo.
7. Éramos tan jóvenes, tan inconscientes. Teníamos mucha bronca: toda la adolescencia reprimidos, prohibidos, censurados, detenidos arbitrariamente en los recitales o en las calles, sometidos a interrogatorios por tipos de civil en cualquier lugar y momento. Y para colmo, Malvinas:
Qué pasó con las Malvinas
Que esos chicos ya no están
No debemos olvidarlos
Y por eso hay que luchar.
Con todo, nos quedaba miedo. Ya sabíamos todo –las Madres estaban ahí para decírnoslo–, ya decíamos treinta mil. Nos faltaban detalles, no supimos sino hasta 1984 la capilaridad y el horror de la represión. Pero nos alcanzaba: en septiembre, editamos una revista del Centro de Estudiantes. Todo el staff firmó con seudónimos: fue una decisión colectiva para cuidarnos, un poco. Éramos muy jóvenes e irresponsables, pero el terror había sido muy brutal.
Un año después, seguíamos siendo jóvenes, pero ya hacíamos cualquiera: por ejemplo, presentar libros de Juan Gelman en la Facultad, aunque Juan seguía exiliado, reclamado por la Justicia. La que está a mi lado es Cristina Banegas, joven y bella; la pelada que asoma detrás es la de Eduardo Romano, que fue profe de la UBA y de la UNLZ.
8. En abril de 1983, antes de las elecciones del Centro de Estudiantes, el MTU organizó una peña para hacer publicidad, recaudar unos pesos para la campaña y, de paso, hacer una juntada grande, mayor que las que podíamos hacer en las casas. Alquilamos el salón de un club de barrio en Villa Crespo, bebimos hectolitros de mal vino, comimos choripanes y empanadas, tocamos la guitarra cantando canciones de Silvio Rodríguez, bailamos un poco nomás –no era cosa de intelectuales–. Hacia el final, alguien puso en el equipo de audio la «Canción de caminantes»:
Porque el camino es árido y desalienta
Porque tenemos miedo de andar a tientas
Porque esperando a solas poco se alcanza
Valen más dos temores que una esperanza
La sabíamos de memoria. Los militantes del MTU, sin los invitados ni los amigos ni los familiares, nos juntamos en una ronda en el centro del salón para cantar a voz en cuello:
Porque la vida es poca, la muerte mucha
Porque no hay guerra, pero sigue la lucha
Siempre nos separaron los que dominan
Pero sabemos que hoy eso se termina
Dame la mano y vamos ya
Dame la mano y vamos ya
Estábamos, claro, tomados de las manos, seguros de que hoy, ese día entonces, hace cuarenta años, eso se terminaba.
*Por Pablo Alabarces para Revista Cordón / Imagen de portada: A/D.