«Legal dramas»: el caleidoscopio de la justicia
Las películas de abogados (“legal dramas”, en inglés) son un rara avis dentro del fluctuante mundo de los géneros cinematográficos. ¿Qué persona sensata querría encerrarse en una sala hasta arriba de funcionarios a presenciar un litigio de dos completos extraños cuyos artilugios argumentales, plagados de vocablos en latín y jerga legal, llevan a un aquí y allá zigzagueante y eterno? Desde luego, nadie que viva de este lado del mundo, a no ser, claro, que sea un freak, un fanático de policiales noir o un voyeur consumado de desgracias ajenas. En el cine, es otra cosa. Otro cantar.
Por Luchino Sívori para La tinta
“Entre la cosa y su apariencia se desarrolla el sueño”.
Roland Barthes, 1967.
En el cine, la presencia de abogados trajeados de punta en blanco, resueltos a resolver casos implique lo que implique y caiga quien caiga (y a veces implica demasiadas cosas), nos gana, colocándonos en un trance y una hipnosis poco habitual. Sospechamos como niños incrédulos, hacemos galimatías sobre conjeturas que compartimos con nosotros mismos y con los que nos rodean, investigamos. Pero este laboratorio amateur no se da de cualquier manera: lo hacemos siempre siguiendo una trama, con protocolos y twist plots errantes que no dejan más opción (¿quién la querría?) que llegar hasta el final, donde, para nuestro goce y tranquilidad, se termina resolviendo de una vez por todas el caos en el que nos metimos cuando decidimos embarcarnos en él.
Sin embargo, no todas las hipótesis que se arman como tetris geométricos son iguales. A diferencia de sus primos hermanos, los thrillers y los policiales negros, el rango de posibilidad de los dramas legales tiene para todos los gustos. Su ética, si bien siempre presente en un estado más o menos efervescente, no es igual en la extraña The Rainmaker (irreconocible Francis Ford Coppola) que en A Few Good Men (Rob Reiner/Aaron Sorkin). Tampoco lo es la presunción de inocencia, esa conquista conceptual del Derecho que supo regalarle a la ficción decenas de historias enrevesadas.
Si bien las tramas no se alejan demasiado de lo que vemos todos los días en internet (el asesinato de un importante empresario rico, un caso de corrupción en las altas esferas del poder, la desaparición de una adolescente en un suburbio), hechos que, por otra parte, alguna vez todos caímos en la tentación de seguir (¿quién, acaso, no leyó sobre la niña Madeleine o el litigio televisado más famoso de Hollywood, Johnny Depp contra Amber Heard?), son sus aproximaciones, sus lecturas alrededor de la Justicia dentro y fuera de este mundo (dentro y fuera del cine, adentro nuestro y afuera de nosotros) donde los renglones comienzan a torcerse. Mientras otros géneros literarios y artísticos modifican aquí y allá elementos narrativos para arribar a ese otro lado del espejo que, dicen, somos más allá de las apariencias, el drama judicial y las películas de abogados nos hablan de distintas naturalezas, arrojándonos allí donde menos pie hacemos como civitas: lo verdadero, lo justo, lo bueno, nunca del todo estáticos y menos que menos enlazados.
Cuestión de usos, más que de valores en sí, se trataría de vincular aquello que permite arribar a algún lugar seguro (ganar el juicio, pero también asentar unas bases sobre la realidad). En cada película o novela del género, podemos decir que la dinámica es la misma, pero en lugar de jugar con artificios y experimentar con la estética solo para aumentar el calibre emocional de una historia que, se sabe, esconde el escenario de un crimen por destrabar, lo hace principalmente porque siempre están en crisis los postulados centrales. En la mencionada The Rainmaker (“Legítima defensa”, en español), la verdad es un eslabón perdido hasta el final. Es la justicia (ideológica) de su protagonista, el abogado Rudy Baylor, interpretado por un joven treintañero, Matt Damon, la que mueve toda la locomotora de la defensa y, con ella, la historia misma, hasta arribar al asentamiento de aquello que se busca con lo que es. Antes de ese cimiento, todo flota sobre interpretaciones volubles, portátiles. En A Few Good Men, Demi Moore y Tom Cruise, en su rol de abogados militares, conocen los altercados desde el vamos, solo precisan evidenciarla, hacerla tangible, traerla al mundo de los vivos. En la primera, la justicia está “por decidirse”, depende de un empuje para ordenar las fichas de un determinado modo, se practica la metonimia. Es la justicia antes que la verdad. En la segunda, las piezas ya están colocadas, solo que no son reconocibles por los protagonistas clave, no son idiomáticas todavía. La justicia aquí es posterior, resultado.
¿Qué ocurre en Runaway Jury (“El jurado”, Gary Fleder), la película donde el énfasis está puesto exclusivamente sobre los miembros que forman un tribunal? John Cusack y Rachel Weisz intentan persuadir a un variopinto jurado de que el uso de armas por la ciudadanía es contraproducente para todos, utilizando para ello el caso (nada inverosímil, por cierto) de un tiroteo masivo en las puertas mismas de Wall Street. No es la balacera en sí lo relevante, sino el uso que se le pretende dar para sentar un precedente. El fin que justifica unos medios temporales, la Política en mayúsculas. Muy distinta a la propuesta de The Lincoln Lawyer (Brad Furman, basada en la novela del best seller John Grisham), donde la motivación del exitoso abogado de Los Ángeles es el dinero y la fama en un principio, y la moral en última instancia.
Esto con respecto a la defensa. Con relación a la “inocencia”, el orden de las relaciones también baila a su ritmo. Hay acusados que saben que hicieron mal, pero aún así prefieren seguir en sus trece para evitar la cárcel (el ricachón asesino de mujeres de The Lincoln Lawyer); que no “reconocen” ese mal como propio (el maravilloso general todoterreno de las fuerzas armadas de Jack Nicholson en A Few Good Men); que defienden su inocencia amparándose en la enmienda de una ley que los avala (el CEO de armas de fuego Bruce Davison en Runaway Jury) o que no comprenden la gravedad de su accionar en su papel de pope de los negocios (el Jon Voight director de seguros en The Rainmaker). Ni hablar de las rarezas del género, como The Devil’s Advocate (“El abogado del diablo” -Taylor Hackford-, la incursión bíblica en las arenas movedizas del litigio jurídico), Jagged Edge (“Al filo de la sospecha” -Richard Marquand-, primer y único protagónico femenino llevado a cabo por una -ahora sí- revalorada Glenn Close) o Primal Fear (“La verdad desnuda”-Gregory Hoblit-, de nuevo, religión y derecho penal dándose la mano, aunque esta vez con el ingrediente psicoanalítico agazapado).
Todo legal drama presenta una combinación única de variables, una nueva y original lectura del proceso de inducción de la Justicia. Si alguien quisiera alguna vez terminar de una vez por todas con este género cinematográfico, solo habría que darle un decálogo con instrucciones a seguir. Como las escaleras de Escher, no son lo suyo las leyes de la gravedad.
Las películas de abogados son un rara avis, también, con los tiempos. Cuando todo parece indicar que la nueva inteligencia está en las cookies, ese savoir faire alternante e intercambiable del litigio emerge para volver a marear la perdiz. ¿Cómo -y dónde- introducir la federación en ese proceso si todo (y todos) son informaciones a contrastar, ingeniería no tanto para su destilación, sino para el reordenamiento, la re-presentación, el formateo? Ordo civilis siempre en disputa, las películas de abogados son el último eslabón del cine donde aún la sobreinterpretación juega un rol proactivo: una transgresión del lenguaje sin VAR, una dialéctica sin teleología.
*Por Luchino Sívori para La tinta / Imagen de portada: Película «El abogado del diablo».