La sociedad desbordada
Por Amador Fernández-Savater para Lobo Suelto
Para Cristina, Juan Luis y Trini, atención contra viento y marea.
Un amigo tiene que ir a la comisaría para poner una denuncia. Los agentes de guardia le atienden muy correctamente, pero, en la conversación que sigue, le cuentan y muestran hasta qué punto están desbordados en su día a día: realmente “no dan abasto” para responder a la cantidad de demandas, requerimientos, casos, etc.
Gracias a la lucha de los sanitarios y por experiencia propia, hoy sabemos todos que la misma situación se da en los centros de salud: tiempo insuficiente para ver y escuchar a los pacientes, rutinas automatizadas, imposibilidad de hacer de los centros de salud lugares de aprendizaje y transmisión de saberes, de vida comunitaria.
Y nada muy diferente ocurre en la enseñanza media. La escuela está hoy saturada de normas, de asignaturas y de obligaciones burocráticas. Los sentidos y la sensibilidad de los docentes quedan así obturados: no se puede seguir el caso singular de este chico o esta chica, ¡porque hay que cumplir el programa como sea!
Saturación, desbocamiento, colapso. Todas esas palabras que describen situaciones colectivas sirven perfectamente para describir nuestras sensaciones personales a diario. Demasiados mensajes que responder, demandas acumuladas que atender, muchos fuegos que apagar.
Vivimos, en definitiva, en una sociedad desbordada, donde la disminución de la capacidad de atención se ha convertido en un problema de primer orden. Digámoslo así: la falta de atención es un mecanismo de defensa contra la aceleración cotidiana del tiempo, pero nos cobra un alto precio. Porque la vida con piloto automático anestesia nuestras facultades de escucha y de empatía, de pensamiento y creación, de libertad y autonomía.
¿Qué está pasando? El problema es muy complejo. Quiero decir: está en el cruce enrevesado de una multitud de factores y fenómenos. Psíquicos, sociales, económicos, políticos. En cada situación, se manifiesta de cierta manera y, por supuesto, lo hace con desigualdades específicas (sesgos evidentes de clase, de edad, de género, etc.).
De ahí la decisión de publicar un libro colectivo sobre el tema, con una pluralidad de enfoques y saberes, de lugares y experiencias, que he coordinado junto a Oier Etxeberria. Quisiera compartir ahora alguna reflexión que hay en él y me parece útil para pensar la cuestión de la sociedad (y la vida) desbordada.
Ecología de la atención
Es muy importante meditar el siguiente desplazamiento: la atención no es solamente una cuestión individual. Solemos pensar el problema de la atención como un problema de mi atención, debilitada por la aceleración de los tiempos, la multiplicación de las demandas, el aumento de los estímulos. Pero la atención tiene una dimensión colectiva y política.
Yves Citton, autor de un importante ensayo sobre el tema, propone la siguiente idea: la atención es una ecología. Es decir, hay que pensar la atención como un entorno o, incluso mejor, como un ecosistema del que formamos parte. Soy libre de cerrar los ojos ante los anuncios publicitarios que asaltan mi atención por todos lados, pero el entorno mismo es perjudicial para la escucha, la tranquilidad y el silencio. La transformación del entorno no puede ser más que una obra colectiva y, en ese sentido, política.
La atención es un asunto de condiciones. No sólo de capacidades individuales. Hay condiciones favorables y desfavorables para la atención. Por ejemplo, ¿qué se sitúa hoy en el centro de las condiciones de la enseñanza o la sanidad? ¿Son las necesidades singulares de las personas o la lógica de maximización del beneficio, la lógica de control burocrático?
Allí donde las necesidades y capacidades de las personas singulares no están en el corazón de las estructuras colectivas, las estructuras colectivas mismas se vuelven “estresantes” y desgarran a los sujetos. Esa imagen del “desgarramiento” me la brinda una amiga, profesora de filosofía, que me cuenta hasta qué punto se siente tironeada a diario por dos exigencias opuestas: seguir la trayectoria de aprendizaje de los chicos o cumplir con una serie de normas y programas decididos en abstracto y a priori, sin flexibilidad alguna para acompañar los casos singulares.
Así nos sentimos cuando las instituciones no están al servicio de las personas, sino al revés, tironeados constantemente por lógicas contradictorias. Y eso en el mejor de los casos, el de que quienes se empeñan en no dejar de estar nunca del lado de las vidas singulares, con sus ritmos propios, sus problemas y sus necesidades.
¿Quiere esto decir que el problema de la atención es sólo estructural, objetivo, cotidiano? ¿Que podría solucionarse con un aumento cuantitativo (de salarios, de personal, de medios)? Creo que no, porque la atención es un bien común que nos damos (o quitamos) unos a otros. Es decir, la aceleración ambiente se nos pega al cuerpo y nosotros mismos la reproducimos, “estresando” a otros.
Un ejemplo banal, pero que puede servir: la costumbre de enviar un mensaje de WhatsApp diciendo al otro “te acabo de enviar un mail”. Es decir, entre líneas, “contéstame ya”. No saber esperar, no saber escuchar, exigir resultados y respuestas inmediatas se instala como un hábito profundo que empeora la situación e impide todo cambio. Las tendencias generales nos subjetivan y nuestra subjetividad alimenta de vuelta las tendencias generales. Nadie puede salvarse solo.
Disputar la atención
La atención es un problema colectivo que tiene que ver con condiciones (que son políticas y económicas). La lucha de los sanitarios lo pone de manifiesto. No sólo es tan popular y transversal porque la mayoría seamos usuarios de la salud pública, sino porque todos reconocemos ahí un problema común (y la valentía de hacer al respecto). Sin disputar mejores condiciones de atención, los problemas que enfrentamos desbordan ampliamente nuestras capacidades individuales de respuesta. Y corremos así el riesgo de volvernos personas derrotadas, resignadas, quejosas y victimizadas. De la impotencia se sale conspirando: respirando en común.
La atención es, a la vez, un desafío de cada cual. La capacidad no sólo de estar concentrado (en lo mío), sino disponible y abierto a una trama, un entorno, un ecosistema del que formamos parte. Nuestra incapacidad para sostener esa trama, la delegación de todos nuestros problemas en otros, agrava la situación. Cuanto menos lazo social autónomo, más estructuras desbordadas: la Justicia tiene que hacerse cargo de solucionar cada mínimo desacuerdo entre ciudadanos, etc.
La lucha por la libertad de atención, personal y colectiva, no sólo formas de organización, sino formas de organización de nuevo tipo, donde las personas que habitan y conocen las situaciones de vida no sean desposeídas de sus capacidades de decisión por especialistas que gestionan la realidad desde otro lado.
*Por Amador Fernández-Savater para Lobo Suelto / Imagen de portada: Lobo Suelto.