Mis primeros pasos en un mundo sin Vicente
Ricardo Ragendorfer recuerda en esta nota a Vicente Zito Lema, con quien estableció un vínculo inquebrantable de amistad que comenzó en la ya mítica revista Fin de Siglo.
Por Ricardo Ragendorfer para La Tecl@ Eñe
A comienzos de 1977, cayó en mis manos el libro Conversaciones con Enrique Pichon-Rivière sobre el arte y la locura. A mis 19 años, en medio del apagón cultural de la última dictadura, esa extensa entrevista al padre de la psicología social fue una bocanada de aire fresco. Porque me puso en presencia de tipos como Lautréamont, Rimbaud, Baudelaire y Breton, entre muchos otros que, sin objetar el mandato revolucionario de “transformar el mundo”, añadieron la conveniencia de “encontrar la vida”, aun con el riesgo de estrellarla contra el paredón de las tinieblas terrenales. Una utopía que, aún en estos días, refucila en mi conciencia. Pues bien, el interlocutor de Pichon-Rivière en aquel texto no era otro que Vicente Zito Lema.
Por entonces, yo sabía de él que, hasta pasado el primer lustro de los 70, había sido abogado de presos políticos y un artífice de la revista Crisis. Y que supo atravesar aquella época con muchachos como Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Paco Urondo y Eduardo Luis Duhalde. Pero, desde luego, no imaginaba que, años después, estableceríamos un vínculo inquebrantable.
En este punto, es necesario recalar en 1987, cuando Vicente se lanzaba a una nueva aventura periodística: editar un mensuario que retomara el legado de Crisis. Días pasados, mi amiga Vera Land evocó un episodio al respecto:
“En una de las reuniones previas, se discutía el nombre de la revista y Daniel Molina sugirió que aquel nombre debía durar hasta el fin de siglo. Entonces, Vicente lo interrumpió para exclamar: ‘¡Ese es el nombre!’. Y así fue”.
El primer número de Fin de Siglo salió a la calle en julio de aquel año, con la dirección de Vicente y Duhalde. En su staff, resaltaban Carlos Aznárez, María Moreno, Roberto Jacoby y Molina. A modo de bonus track, la Cerdos & Peces, esa sublime criatura inventada por Enrique Symns, aparecía como suplemento. Yo era uno de sus redactores. Así lo conocí a Vicente.
Las oficinas de la revista estaban en la esquina de Lezica y Rawson, del barrio de Caballito, frente a un bellísimo bodegón, donde estirábamos las sobremesas más de lo debido. Vicente salía de la redacción a buscarnos, pero, al final, se enganchaba con la tertulia, quedándose en la mesa con nosotros. Lo cierto es que oírlo era un lujo. En tales circunstancias, nos hicimos amigos.
La siguiente escala fue el diario Nuevo Sur, dirigido por Duhalde, que empezó a editarse a principios de 1989. De Vicente fue la idea de colocarme en la sección de Policiales, pese a mi magra experiencia en la materia.
Allí, con su padrinazgo y el tutelaje de Juan Carlos Novoa –el jefe de la sección–, aprendí que, detrás de la fría prosa de un expediente, siempre subyace la respiración de un crimen. Y que, por sobre su esclarecimiento, anidan otros enigmas que merecen ser contados: pequeños disparadores, algunos diálogos, escenas imperceptibles y la tenue estructura de chiste que revolotea sobre las tragedias humanas.
Años después, una coincidencia topográfica nos enlazó nuevamente: la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo, de la cual él fue rector, estaba a pocas cuadras de mi casa. De modo que nuestros encuentros volvieron a ser cotidianos. Tampoco olvidaré mis visitas estivales a su hermoso hogar de Mar de las Pampas, en donde se había establecido a fines de la primera década del nuevo siglo. Después, hubo un sinfín de encuentros posteriores, ya en Buenos Aires, cuyos detalles siempre quedarán grabados en mi memoria.
Vicente tenía la deferencia de invitarme a dar charlas en los sitios donde impartía clases. Invariablemente, un golpe de ojo me bastaba para constatar la admiración y el amor que le tenían sus estudiantes. La más reciente fue en la cátedra de “Periodismo y literatura”, que compartía con Conrado Yasenza en la Universidad Nacional de Avellaneda. El tema fue “Escritura periodística y escritura narrativa”. Por casi dos horas, Vicente me ametralló con preguntas, no sin un entusiasmo casi infantil.
En agosto de este año, me lo encontré durante la presentación de un libro del historiador Roberto Baschetti sobre la Masacre de Trelew, en la que él era uno de los oradores. Ya estaba enfermo y, para caminar, se valía de un bastón. Pero, al tomar la palabra, su mirada adquirió el brillo de antaño y la voz le salía con la potencia del rugido de un león.
Sus ojos seguían brillando mientras nos estrechábamos en un abrazo. Un abrazo intenso e interminable. Esa fue nuestra despedida.
El 29 de noviembre, atendí una llamada telefónica. Desde el otro lado de la línea, Conrado me informó que el estado de Vicente era desesperante.
Quise visitarlo. Pero Regine Bergmeijer, su gran compañera de vida, me dijo que él estaba muy debilitado.
Cinco días después, mientras cruzaba la avenida San Juan, recibí otra llamada de Conrado. Esta vez, para decirme que Vicente había fallecido.
Tras cortar la comunicación, caí en la cuenta de que estaba dando mis primeros pasos en un mundo sin él.
*Por Ricardo Ragendorfer para La Tecl@ Eñe / Imagen de portada: Paloma García.