El año del pensamiento mágico, trascender el dolor
Por Manuel Allasino
El año del pensamiento mágico es una novela de la escritora Joan Didion, publicada en el año 2005. En su primera obra de no ficción, la autora narra con una fascinante distancia emocional la muerte repentina de su marido, el también escritor John Gregory Dunne. A través de un desborde de honestidad, Didion relata su reacción a la tragedia y al duelo en un libro deslumbrante.
En el año 2003 en su departamento de Manhattan, luego de volver del hospital donde su hija Quintana se encontraba con una grave infección, Didion presenció la muerte de su compañero: John Gregory Dunne cayó desplomado mientras cenaban. Pasado un tiempo, Didion empezó a escribir sobre el brutal episodio y terminó publicando El año del pensamiento mágico, un acto de valentía literaria que retrata la pérdida y el luto.
“En mitad de la vida estamos en la muerte, dicen los episcopalianos junto a la tumba. Más tarde me di cuenta de que durante aquellas primeras semanas le debí de repetir los detalles de lo sucedido a todo el mundo que vino a casa, a todos los amigos y parientes que trajeron comida, prepararon bebidas y pusieron platos en la mesa del comedor para toda la gente que se presentaba a comer o a cenar, a todos aquellos que levantaron los platos y congelaron las sobras y pusieron en marcha el lavaplatos y llenaron nuestra casa (todavía no conseguía pensar en ella como mi casa) por lo demás vacía, aun después de que yo me fuera al dormitorio (nuestro dormitorio, sobre cuyo sofá seguía habiendo una bata de toalla talle XL comprada en la década de 1970 en el Richard Carroll de Beverly Hills) y cerrara la puerta. Aquellos momentos en que me vencía abruptamente el agotamiento son lo que recuerdo mejor de los primeros días y semanas. No recuerdo haberle contado a nadie los detalles, pero debí de hacerlo, porque todo el mundo parecía conocerlos. En un momento dado me planteé la posibilidad de que se hubieran contado los detalles de la historia entre ellos, pero la rechacé de inmediato: la historia que conocían era en todos casos demasiado precisa para haber pasado de boca en boca. Venía de mí. Otra razón de que yo supiera que la historia venía de mí era que ninguna de las versiones que yo había oído incluía los detalles que yo todavía no podía afrontar, como, por ejemplo, la sangre en el suelo del living, que se quedó allí hasta que José llegó por la mañana y la limpió. José, que formaba parte de nuestro hogar, que se suponía que tenía que volar a Las Vegas aquel mismo día, el 31 de diciembre, pero al final se quedó sin ir. Aquella mañana José estuvo llorando mientras limpiaba la sangre. Cuando le conté lo que había pasado, al principio no me entendió. Estaba claro que yo no era la narradora ideal de aquella historia, mi versión tenía algo que resultaba al mismo tiempo demasiado brusco y demasiado elíptico, mi tono tenía algo que no conseguía comunicar el dato central de la situación (una incapacidad que me volví a encontrar más tarde, cuando se lo tuve que contar a Quintana), pero cuando José vio la sangre, sí que entendió. Yo había juntado las jeringas abandonadas y los electrodos del electrocardiógrafo antes de que él llegara por la mañana, pero con la sangre no había podido”.
El año del pensamiento mágico es un hito en la literatura de la pérdida. Con el correr de las páginas, nos introducimos en las memorias conmovedoras sobre la enfermedad y la muerte a través de la experiencia personal de la periodista y escritora Joan Didion.
El libro tan breve como intenso es una reflexión sobre el duelo y la crónica de una supervivencia.
“El dolor por la muerte de un ser querido, cuando llega, no es en absoluto como esperamos que sea. No fue lo que sentí al morir mis padres: mi padre murió cuando le quedaban pocos días para cumplir ochenta y cinco años, y mi madre, a falta de un mes para los noventa y uno, los dos después de varios años de ir perdiendo la salud. Lo que yo sentí en ambos casos fue tristeza, soledad (esa soledad del hijo abandonado a la edad que sea), pesar por el tiempo pasado, por las cosas nunca dichas, por mi incapacidad para compartir o incluso para admitir de ninguna forma real, al final, el dolor, la impotencia y la humillación física que los dos experimentaron. Yo entendí que las muertes de ambos eran inevitables. Llevaba mi vida entera esperando aquellas muertes (temiéndolas, teniéndoles terror, imaginándomelas). Cuando por fin ocurrieron, se quedaron a cierta distancia, separadas de la cotidianidad de mi vida. Tras la muerte de mi madre recibí una carta de un amigo de Chicago, un antiguo sacerdote de la sociedad Maryknoll, que intuía con exactitud lo que yo estaba sintiendo. La muerte de un progenitor, me escribió <<a pesar de lo preparados que estemos y ciertamente a pesar de la edad que tengamos, descoloca las cosas que tenemos muy adentro, desencadena unas reacciones que nos sorprenden y que pueden liberar recuerdos y sensaciones que creíamos olvidados largo tiempo atrás. Durante ese período indeterminado que denominamos duelo, es como si estuviéramos en un submarino, en silencio sobre el lecho oceánico, sintiendo las cargas de profundidad, a veces cercanas y a veces lejanas, que nos azotan con recuerdos>>. Mi padre había muerto y mi madre también, y durante una temporada yo iba a tener que ser cuidadosa con las minas, pero aún así me levantaría por las mañanas y mandaría la ropa sucia a lavar. Seguiría planeando el menú del almuerzo de Pascua. Seguiría acordándome de renovar el pasaporte. El dolor por la muerte de un ser querido es otra cosa. Carece de distancia. Viene en forma de oleadas, de paroxismos, de premoniciones repentinas que debilitan las rodillas, ciegan los ojos y cancelan la normalidad de la vida. Prácticamente todo el mundo que ha experimentado el dolor por la muerte de un ser querido menciona este fenómeno de las <<oleadas>>. Eric Lindemann, que fue jefe de psiquiatría en el Massachusetts General Hospital en la década de 1940 y entrevistó a muchos familiares de victimas mortales del incendio de Cocoanut Grove en 1942, definió el fenómeno con una concreción absoluta en un famoso estudio de 1944: <<sensaciones de angustia somática que se presentan en forma de oleadas de entre veinte minutos y una hora cada una, la sensación de tener un nudo en la garganta, dificultad para respirar, necesidad de suspirar y una sensación de vacío en el abdomen, falta de potencia muscular y una intensa angustia subjetiva que se describe como tensión o dolor mental>>. Un nudo en la garganta. Ahogo y necesidad de respirar. En mi caso, aquellas oleadas llegaron por la mañana del 31 de diciembre de 2003, siete u ocho horas después del hecho, cuando me desperté sola en el departamento. No recuerdo haber llorado la noche antes; en pleno episodio yo había entrado en una especie d shock, durante el cual lo único que me permitía pensar a mi misma era que tenía que hacer una serie de cosas. Había tenidos que hacer cosas mientras el personal de la ambulancia estaba en mi casa. Por ejemplo, había tenido que encontrar la copia del resumen de la historia clínica de John para poder llevármela al hospital. Por ejemplo, había tenido que agregar carbón al fuego de la chimenea para bajar la llama, porque tenía que irme. También en el hospital había tenido que hacer cosas. Por ejemplo, me había tenido que poner en la cola. Por ejemplo, me había tenido que concentrar en la cama con la telemetría que le iba a hacer falta a John para su traslado al Columbia-Presbyterian. A mi regreso del hospital nuevamente había tenido cosas que hacer. No era capaz de identificar todas aquellas cosas, pero había una que sí sabía: antes que nada, tenía que comunicarle lo sucedido al hermano de John, Nick. Me dio la impresión de que ya se había hecho tarde para llamar a su hermano mayor, Dick, a Cape Cod (se acostaba temprano, llevaba un tiempo mal de salir y no quería despertarlo con la mala noticia), pero a Nick sí se lo tenía que decir. No planeé cómo hacerlo. Me limité a sentarme en la cama, descolgué el teléfono y marqué el número de su casa de Connecticut. El contestó. Yo se lo dije. Después de colgar el teléfono, rigiéndome por lo que únicamente puedo describir como un nuevo patrón neurológico de marcar números y pronunciar palabras, volví a descolgar”.
El año del pensamiento mágico de Joan Didion es una novela en la que la autora nos permite ingresar en su mente mientras esta se nubla por el luto. Es un manifiesto con el intento de trascender el estupor y el sinsentido que nos deja la muerte de alguien muy cercano.
Sobre la autora
Joan Didion (1934 – 2021) fue una novelista y periodista estadounidense. Se graduó en la Universidad de Berkeley en California. Comenzó trabajando en la revista Vogue, donde fue editora y crítica de cine. Ha sido, además, colaboradora habitual de The New York Review of Books. Junto a su marido, John Gregory Dunne, escribió también guiones cinematográficos. Fue autora de las novelas Run River, Play It as It Lays, Book of Common Prayer, Democracy y The Last Thing He Wanted, de un libro de memorias, Where I Was From, y de diversos ensayos sobre la cultura y la política norteamericana, una selección de los cuales se incluyen en Los que sueñan el sueño dorado. El año del pensamiento mágico fue ganadora del National Book Award y finalista del Premio Pulitzer y del National Book Critics Circle Award, con gran éxito de crítica y ventas. Didion publicó luego Noches azules, donde profundiza sobra la vida y la muerte de su hija.
*Por Manuel Allasino para La tinta / Imagen de portada: A/D.