Proliferación de muros
Reja, zanja, valla, paredón, el nombre da igual. Son barreras fronterizas. Suele ser un recurso de gobiernos de derechas contra pobres y migrantes.
Por Andrés Gaudín para Tiempo Argentino
La semana pasada, Polonia le pidió a la Unión Europea (UE) que financie la construcción de un muro que selle su frontera de 420 kilómetros con Bielorrusia. El mismo día, Lituania empezó a levantar un cerco de alambres de púa de 400 kilómetros para evitar que, desde el vecino común, los migrantes de Medio Oriente entren a territorio comunitario. En el occidente extremo, Joe Biden va camino de concretar el sueño de Donald Trump, con un paredón de 3.200 kilómetros que aislará a Estados Unidos de México. La cosa aquí es que los hambrientos de Honduras, Guatemala y El Salvador no crucen el río Bravo. Emulando a los jefes del norte, el favorito para las presidenciales chilenas del 21 de noviembre, José Antonio Kast Rist, prometió hacer una zanja de 860 kilómetros de largo para aislar a la ya aislada Bolivia.
La experiencia, por no hablar de historia, porque la construcción de barreras fronterizas es un fenómeno relativamente reciente, es categórica en cuanto a que los muros o cualquier otra forma física de freno a las migraciones son de efecto tan nulo como doloroso. Sin embargo, en los últimos años, los gobiernos de extrema derecha de todas las geografías acuden al recurso, pese a saber que la gente no se va de su tierra en busca de aventuras, sino tras un empleo y un plato de comida. Así, no hay muro que la disuada. “Las vallas no detienen a los migrantes, se desbordan y sufren travesías más riesgosas, dolorosas y trágicas, a lo que hay que agregar el inhumano tráfico de personas en manos de una mafia organizada a nivel mundial”, analiza el geógrafo y sociólogo norteamericano, Reece Jones.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial (1945), había solo tres vallas. Al caer el publicitado “Muro de Berlín” (1989), ya eran 15 y de ellos nunca se habló en los años de la Guerra Fría (de la posguerra a la disolución de la Unión Soviética, en 1991). Ahora hay unos 70, a los que se debe agregar el aporte de Polonia, Lituania y Chile. Es patética la escasa inventiva de los gobiernos de derecha y algo más: que acuden todos al mismo recurso, probadamente fracasado como los bloqueos, que generan sufrimiento y dolor, pero no doblan el lomo de los pueblos.
Un último recuento indica que, desde 2015, los muros se repiten en países tan distintos como Austria, Bulgaria, Estonia, Hungría, Kenia, Arabia Saudita y Túnez. La serie continuó en 2016, cuando Noruega provocó una universal sonrisa al instalar muros en su frontera con Rusia, el gigante euroasiático.
Para justificar la existencia de su muro, cada gobierno tiene un discurso propio, aunque el último verso es siempre el mismo: racista, xenófobo, nazi, podría decirse. En su mayoría, no disimulan el odio al inmigrante -Polonia, Lituania y sus aliados son buenos ejemplos- y otros lo disfrazan con supuestas causales de seguridad nacional. Tal es el caso de Estados Unidos, que necesita de los inmigrantes como del agua, pero les hace difícil el ingreso. O el de Uzbekistán, que en aras de la supuesta protección de su territorio decidió defenderse de cualquier agresión externa con una cadena de modestas vallas, justo allí donde todos están armados hasta los dientes: al norte, una alambrada de púas lo separa de Kirguistán; al sur, campos de minas y un alambrado electrificado cubren la frontera con Afganistán.
Polonia, con su pasado nazi y su presente no muy diferente, está encargada de defender la última frontera de la UE con l’autre monde: el Oriente que alguna vez fue comunista y hoy es un mosaico infernal. Por ambas cosas, por integrar la Unión y por ser su última frontera, se siente con derecho a reclamar que le financien su, hasta ahora, última aventura xenófoba. El pasado 29 de octubre, le pidió a la UE un giro de 407 millones de dólares para construir el muro que la separe de Bielorrusia, aquel punto de partida del grueso de los emigrantes judíos llegados al Río de la Plata tras embarcar en el puerto ucraniano de Odesa. La misma UE dijo que desde Bielorrusia llegan los inmigrantes de Medio Oriente, impulsados y ayudados por el gobierno de Minsk, en venganza por las sanciones económicas y el bloqueo de la Europa comunitaria.
A la espera de los 407 millones, Polonia mandó a su frontera oriental a 10.000 soldados y puso en vigencia una legislación que dispone unas deportaciones exprés, violatorias de la normativa de la UE y los tratados internacionales. Lituania se colgó de la ofensiva polaca, porque sus 400 kilómetros de alambradas de púa electrificadas se “lo merecen”. Ambos países cuentan con el respaldo de diez hermanos menores de la UE -Austria, Bulgaria, Chipre, República Checa, Dinamarca, Estonia, Grecia, Hungría, Letonia y Eslovaquia-, que en un documento conjunto dieron su apoyo y veladamente exigieron que se financien las aventuras xenófobas de sus amigas.
Por este extremo occidental y sureño, el mundo andaba libre de estas aventuras. El único muro existente era el de Río de Janeiro, construido para separar a los ricos de los pobres de las favelas, y a estos de los más ricos que llegarían tentados por los Juegos Olímpicos. Pero apareció José Antonio Kast Rist, un chileno con progenitores alemanes, madre devota del ultramontano movimiento apostólico Schoenstatt y padre alto oficial de las Wehrmacht, las fuerzas armadas unificadas nazis. Hoy, siglo y medio después de que el argentino Adolfo Alsina delineara la línea de zanjas -fosas, terraplenes y fortines- con las que se definió la última etapa de la sanguinaria Conquista del Desierto (1878-1885), de ganar el nazi chileno, promete arremeter contra otro pueblo, rindiendo homenaje a la vergonzante Zanja de Alsina.
*Por Andrés Gaudín para Tiempo Argentino / Foto de portada: Getty Images