De vuelta al pasado con los talibán
Afganistán se encuentra cruzado por combates entre milicias, el ejército y el movimiento talibán, que sigue conquistando territorio con el objetivo de tomar Kabul y retornar al poder.
De nuevo, vuelven las dolorosas imágenes provenientes de Afganistán: civiles huyendo de los bombardeos, mujeres con el burka tratando de proteger a sus hijos, heridos por los enfrentamientos y los talibán avanzando hacia el control nacional.
Esta escena data, por lo menos, de 1994, cuando radicales islamistas decidieron fundar un grupo conocido como los talibán (la denominación significa “estudiantes” y ya es un plural). Estos radicales ofrecieron, sobre todo, seguridad para la población y se fueron apoderando del control de las regiones hasta llegar a la capital, en 1996.
Desde su nacimiento hasta nuestros días, pasando por cinco años de gobierno y 20 años de lucha contra Estados Unidos, los talibán mostraron unas prácticas absolutamente contrarias a los derechos humanos, con ejecuciones extrajudiciales, desplazamientos, linchamientos, apedreamientos, torturas y persecución; todo en nombre del islam.
Supongo que no habría necesidad de aclararlo, pero vale la pena hacerlo: la lectura que hacen los talibán del islam, al igual que los de Al Qaeda y los del Estado Islámico (ISIS), dista mucho de lo que dice el Corán de manera literal. Por ejemplo, en ese libro, se prohíbe imponer la fe religiosa por medio de la fuerza.
Antecedentes
Como dice un refrán afgano: este país fue creado con los pedazos que le quedaron a Dios después de construir a los demás. Afganistán es eso: un fragmento de tribus, de lenguas, una geografía abrupta, un terreno infértil, castigado, además con una ubicación que lo convirtió en una especie de tapón durante la Guerra Fría y lugar de enfrentamiento de una guerra proxy entre Estados Unidos y la Unión Soviética (URSS).
De 1979 a 1989, las tropas de la antigua Unión Soviética ocuparon Afganistán y generaron una resistencia de diferentes grupos armados en su contra, entre ellos, varias organizaciones de corte islamista.
Precisamente, durante la década de 1980, en el marco de la Guerra Fría, Estados Unidos apoyó de manera militar y económica a esa resistencia, al punto que logró crear, como dicen algunos, un “Vietnam para la Unión Soviética”.
En 1989, la Unión Soviética abandonó aquel territorio y, según algunos analistas, fue uno de los elementos determinantes precisamente de su caída. Pero cuando se acabó la Guerra Fría, Estados Unidos abandonó el país a su suerte, tal como lo hizo con los somalíes, los contras en Nicaragua y en otros grupos en diferentes escenarios. Sin Guerra Fría, sus pequeños aliados en las guerras regionales no tenían ningún sentido.
El país quedó descuadernado, en manos de una horda de señores de la guerra que fueron sembrando el terror y controlando regiones, al mismo tiempo que acumulaban ganancias con el cultivo de opio.
Es entonces cuando, en 1994, un hombre llamado el Mullah Omar entró en escena y dirigió un grupo de talibán que vengó una violación sexual masiva con el asesinato de los violadores. Esa fuerza organizada le permitió finalmente el control total del país, con el respaldo de una población que pedía autoridad y orden.
A este control estatal radical, se sumó Osama Bin Laden quien, en buena parte, financió la aventura talibán y quien llevó a cabo, desde Al Qaeda, el derribo de Las Torres Gemelas en Estados Unidos hace ya dos décadas.
20 años es mucho
Durante dos décadas, Afganistán estuvo sometido a un renacimiento de los talibán en diferentes zonas del país. Fueron copando ciudades y regiones hasta el punto de que, aunque es exagerado, este grupo reivindicó llegar a tener el 85 por ciento del territorio. Algunos datos más moderados hablan de que tendrían el control de, al menos, el 40 por ciento del país.
Durante ese mismo tiempo, Estados Unidos tuvo una presencia permanente en el territorio, sin que esa política marcadamente militar se viera acompañada de beneficios sociales. Así, cometió el mismo error que tuvieron en Somalia. Ese error lo comenten muchos gobiernos del mundo: creen que los problemas sociales se resuelven con soldados.
Esta operación estadounidense en Afganistán se llamó “Winning hearts and minds” (Ganando corazones y mentes) y está basada en la lógica de las acciones cívico-militares con las que muchas fuerzas armadas del mundo han intentado ganar legitimidad, sin que eso signifique una respuesta a los problemas estructurales de un país.
Vale decir que el caso colombiano es un claro ejemplo del fracaso de las operaciones cívico-militares, no solamente porque crean una falsa esperanza de solución, la cual no se logra con un sargento peluquero o un soldado zapatero, sino que además carga a las fuerzas militares de responsabilidades que no son las propias.
Lo cierto es que el modelo de ocupación de Estados Unidos, profundamente rechazado por la población civil, y la falta de políticas sociales terminaron por alimentar la ilegalidad, la delincuencia y hasta a los talibán. A esto, se suman, para completar, una serie de medidas neoliberales para manejar los servicios básicos.
Recuerdo estar en el hospital Ibn Sina (conocido en Colombia y el mundo hispánico como “Avicena”) y preguntarles a las mujeres sobre su experiencia con el fin del régimen de los talibán. Me contaron que ahora se les permitía el regreso a las escuelas y a los centros de salud. Una de ellas matizaba diciendo que eso era cierto, pero que ahora no tenían dinero para los medicamentos debido a la privatización de los servicios de salud.
En 2001, prácticamente ninguna niña acudía a las escuelas y, en el 2017, más de 3,5 millones se habían incorporado a la educación. Es precisamente la educación de las mujeres, jóvenes y niñas el (casi) único punto a favor que muestra la invasión estadounidense. Del resto, el daño producido a la sociedad sigue siendo una deuda pendiente.
Con esa excepción, podemos decir que el panorama fue de violaciones de derechos humanos, bombardeos indiscriminados a centros de salud, a ceremonias religiosas, matrimonios y otros sitios civiles. No desarrollaron políticas sociales o económicas y, además, toda su acción estuvo basada en un modelo fallido. De hecho, el Senado de Estados Unidos pidió una investigación a los 10 años sobre la inversión de millones de dólares en Afganistán y el resultado fue desastroso: la presencia de Estados Unidos no había contribuido en nada al desarrollo económico del país.
Lo que llevó a este fracaso fue, primero, un enfoque no nacional, sino regional y sin soluciones estructurales; segundo, proyectos pensados a corto plazo; y tercero, no tener en cuenta a las poblaciones locales. Vale la pena mencionar que en eso se parece a la propuesta de “paz territorial” de Colombia, impregnada de la experiencia afgana.
Los informes recientes han demostrado que la economía afgana depende en su mayoría de la ocupación estadounidense, es decir que la cooperación internacional y la presencia de fuerzas extranjeras son el factor económico determinante.
Al margen de esa economía dependiente de la ocupación, la única solución posible para muchas personas fue el cultivo ilícito de amapola. Recuerdo también que, en Kabul, me contaban de un experimento en la región de Herat, en el occidente del país, para la producción de azafrán. El grave problema fue que, una vez que se logró la cosecha, no había vías adecuadas para su distribución y comercialización. Por eso, la gente terminó abandonando el proyecto y sumándose a los cultivos ilícitos.
Y los gringos salen finalmente
Para deshacerse de su papel allí, Estados Unidos decidió “afganizar” la guerra: trasladarla a unidades militares locales. Pero al final de los cursos de formación militar, un asistente cualquiera tomaba su fusil y lo descargaba contra los asesores estadounidenses que acaban de formarlos. Se hizo tan común este tipo de ataques, que terminaron deteniendo la realización de nuevos cursos.
Donald Trump, por su parte, desarrolló un modelo que Joe Biden ha querido continuar: tratar de sacar a las tropas estadounidenses de otras guerras y centrarse en los asuntos internos. No hay ningún cambio en esta política militar con el paso de un gobierno republicano a uno demócrata, ya sea con el pausado Biden o el alborotado Trump.
Así las cosas, Estados Unidos decidió retirar las tropas del territorio afgano y cerró su última base militar, “Bagram”, el pasado 2 de julio; este sitio llegó a albergar hasta 10.000 combatientes. También salieron las tropas de sus aliados y entonces Afganistán vuelve a ver recrudecer la violencia.
La escena de 1996 se repite 25 años después, con el avance de los talibán machacando a la población civil, violando derechos humanos (especialmente de las mujeres), controlando las áreas e imponiendo códigos de comportamiento social, así como tratando de llegar a la ciudad de Kabul para hacerse con el control total.
Esto representa, por lo menos, una generación de afganos frustrados y traicionados por una promesa de falsa democracia impuesta con fusiles por parte de Estados Unidos, de supuesta cooperación internacional ofrecida por las agencias europeas y de estabilidad regional. Lo cierto es que el país queda abandonado de nuevo a su suerte, con los pedacitos con los que contó Dios para su creación, ahora destruidos.
Las principales carreteras del país ya no las controla el gobierno, incluso, en algunas ciudades, las mismas fuerzas de seguridad han pedido a la población civil que se retire con el fin de enfrentar la ofensiva talibán y las zonas rurales han sido deliberadamente abandonadas para retroceder hasta los cascos urbanos y organizar trincheras de resistencia.
Así, una de las salidas desesperadas del gobierno afgano ha sido la entrega de armas a la población local voluntaria. Los islamistas aseguran haber tomado el control de Herat y, en Kandahar, se ha reportado el asesinato de soldados, policías y funcionarios públicos, bajo el pretexto de que existe un vínculo con el gobierno afgano.
El hambre y las necesidades humanitarias, el desplazamiento forzado y el ataque a civiles es constante. En tanto, el flujo de refugiados hacia Irán y Pakistán aumenta, como lo vimos en 1980 y 1990; el cierre de las escuelas ya se está viendo, como lo vimos en la década de 1990; y las prácticas en nombre del islam castigan a la sociedad en general.
La paz por manu militari fracasó en Afganistán, la economía basada en la cooperación internacional fracasó también y el diálogo en abstracto, sin tener en cuenta la agenda socioeconómica, sufrió el mismo destino.
Es posible (y ojalá esté equivocado) que Afganistán se vuelva un santuario de grupos terroristas como a finales de 1990 y que, en ese marco, aparezca un nuevo Al Qaeda o un nuevo Estado Islámico para contribuir a una tercera oleada de violencia islamista en el mundo.
Los xenófobos y los partidos de derecha europea dirán que la solución será cerrar las fronteras a la migración afgana, perseguir las mezquitas o justificar la islamofobia. En cambio, se trataba simplemente de haber respetado la autodeterminación de los afganos y, sin ocuparlos, ayudarles a construir un Afganistán diferente.
*Por Víctor de Currea-Lugo / Foto de portada: AP