Últimas postales desde Kabul
Con la retirada militar de Estados Unidos de Afganistán, el movimiento Talibán se fortalece día a día. La caída inminente de Kabul puede desencadenar una nueva matanza.
Por Guadi Calvo para La tinta
Hora tras hora, el cerco se cierra sobre Kabul y nadie ignora que la capital afgana ya no solo se encuentra a tiro de piedra de las avanzadas integristas, sino -y mucho peor- al antojo del mullah Haibatullah Akhundzada, cuya decisión de tomarla se evalúa más desde lo político que de lo militar.
En el interior del país, el Talibán continúa ocupando distritos y cercando capitales provinciales, al mismo ritmo que los efectivos del Ejército Nacional Afgano (ENA) y el resto de las fuerzas de seguridad entregan, sin luchar, sus posiciones, puestos de avanzada en áreas remotas y rurales, donde las tropas apenas pudieron dar protección a oficinas gubernamentales y de seguridad. Pero ahora las están abandonando a cambio de sus vidas, cediendo todo: armamento, equipos de comunicaciones y unidades de transporte, para después huir de a miles a Tayikistán. En muchos casos, se ha conocido que a los soldados y policías que se han rendido frente al Talibán no solo se les permitió regresar a sus aldeas, sino que hasta se les financiaron los viajes. Detalle que ha sacudido el espíritu de combate de los que todavía siguen fieles a Kabul.
Cada día, las noticias de distritos tomados llegan de provincias fundamentales, como Ghazni, Khunduz, Kandahar, Lashkar Gah, Maidan Shahr, Mihtarlam, Taloqan, Sheberghan y Qala-i-Naw. Desde el comienzo de la ofensiva en mayo, los fundamentalistas han capturado 140 distritos, lo que significa el 85 por cierto del territorio nacional.
Muchos de los “señores de la guerra” comprometidos con Estados Unidos -a quienes se les perdonó infinidad de crímenes de guerra y que habían llamado a la población civil a armarse para resistir a los rigoristas intentando revivir los odiados Arbakis (protectores), grupos paramilitares que en su momento sembraron el terror en el país-, se baten en retirada. Nada ha servido para contener la ofensiva lanzada el 1 de mayo, fecha en que -según los acuerdo de Doha de febrero de 2020- Estados Unidos debía completar la retirada de las tropas norteamericanas. Joe Biden, unilateralmente, extendió esta medida hasta el 11 de septiembre y ahora se sabe que se completará a mediados de agosto.
Tanto los observadores locales como extranjeros se sorprenden al ver con qué facilidad las estructuras levantadas por Estados Unidos tras 20 años de ocupación se derrumban como castillos de arena.
Nadie pudo haber sospechado aquel remoto octubre de 2001, cuando Estados Unidos junto a sus aliados de la OTAN iniciaban la “Operación Libertad Duradera” -con más de 400 mil hombres, altamente entrenados y armados con los equipos más avanzados de la tierra-, que Washington iba a conocer el más extraordinario de los fracasos que un imperio pudo vivir.
La Casa Blanca había llegado hasta Afganistán con una propuesta: vengar los atentados del 11 de septiembre y capturar a su ideólogo, el saudita Osama Bin Laden, el “huésped” de honor de los mullah del movimiento Talibán.
A los pocos meses, el Pentágono, la CIA y el ejército norteamericano ya habían comprendido que aquello no iba a ser tan sencillo. Y que esos guerreros con los que tan bien se habían entendido durante la guerra antisoviética no iban a entregar a su hermano por más presiones que los “infieles” ejercieran sobre el mullah Omar y sus santos guerreros. Darían protección al fundador de Al Qaeda a cualquier sacrificio y así fue. Miles de muyahidines murieron para evitar que Bin Laden caiga en manos de los invasores. Recién sería localizado y muerto ocho años más tarde, en cercanías de una base militar pakistaní en la ciudad de Abbottabad, a solo 120 kilómetros de Islamabad, la capital del país.
En la búsqueda incesante de Bin Laden, Estados Unidos comenzó a construir la base de su fracaso militar: la guerra sucia contra el pueblo afgano, al que nunca respetó, por lo cual miles de personas fueron detenidas de manera arbitraria, torturadas y asesinadas, sin que nunca vuelvan a aparecer sus cuerpos. Al mismo tiempo, tanto en Afganistán y Pakistán, un número desconocidos de civiles, desde ancianos a niños, murieron bajo los bombardeos de drones y la aviación norteamericana, que confundían una boda con una reunión de terroristas, una aldea con un campamento, un funeral con una columna de milicianos. El rótulo de “daños colaterales” fue grabado a fuego en los deudos de esas personas.
Estados Unidos nunca entendió ni el concepto de familia ni de tribu entre los musulmanes, donde un tío se siente también como un padre y un primo como un hermano. Por lo que cada muerto significaba un dolor extraordinario para cientos de personas. Desde entonces, el Talibán comenzó a ser acogido en las aldeas, donde a sus muyahidines se los incorporó como a uno más, brindándoles cobertura, seguridad y la posibilidad de que pudieran afiliar más y más jóvenes a su causa. Más del 66 por ciento de los 37 millones de afganos es menor de 25 años, por lo que muchos no conocen lo que es vivir bajo la Ley Islámica (Sharia) aplicada por los musulmanes wahabitas.
Por otra parte, intentando darle una coloratura formal a la ocupación, Washington permitió que volviesen al poder las viejas elites tribales que, una vez más, hicieron de la corrupción su ideario político. En esta oportunidad, al saquear los recursos que llegaban desde Estados Unidos, no solo desviando esos recursos, sino también pactando con los carteles del opio. Esas elites demostraron la total falta de interés ante las necesidades ciudadanas, lo que finalmente legitimó la lucha del Talibán e incrementó la resistencia a los invasores.
Desde hace semanas, el impulso del Talibán, acompañado por milicianos de Al Qaeda, se vio beneficiado por el abandono de las operaciones aéreas de Estados Unidos, las que habían permitido a las fuerzas de Kabul concentrase en defender rutas y cruces fronterizos. Esto deja en evidencia lo corto de la manta con que se cubre el poder del presidente Ashraf Ghani y mucho más ahora, que se ha conocido el humillante abandono de los norteamericanos de la base de Bagram, la más importante con la que contaban en el país.
Con la inminente caída del norte de Afganistán, el Talibán concentra su actividad en el este y el sur, con el apoyo de khatibas regionales de Al Qaeda, como el Movimiento de los talibanes en Pakistán, Lashkar-e-Taiba, Jaish-e-Mohammed y Harakat-ul-Mujahideen.
Mientras la situación se convierte en terminal, se conoció que, el lunes pasado, el general estadounidense Austin “Scott” Miller, el oficial superior con más años de servicio de guerra en el Pentágono y comandante de las fuerzas de ocupación durante estos últimos tres años, presentó su renuncia. El excomandante de la élite Delta Force fue el organizador de la retirada de tropas, equipos y “contratistas” (mercenarios), la que prácticamente está terminada. Miller fue remplazado para la última etapa por el general de infantería de marina, Kenneth Frank McKenzie, jefe del Comando Central de Estados Unidos, quien, ese mismo lunes, había llegado a Kabul junto al contralmirante Peter Vasely, un Navy SEAL de la Armada que arribó al frente de los 650 hombres encargados de la protección de la embajada estadounidense en Kabul.
En una conversación informal con periodistas, el general Miller confesó que cree que los muyahidines encontrarán una importante resistencia en Kabul, lo que puede significar una verdadera matanza, dado que la ciudad cuenta en la actualidad con seis millones de habitantes.
Para evitar que finalmente el Talibán recupere el control del país y restaure el Emirato Islámico de Afganistán, el presidente Biden, a pesar de que Estados Unidos ya no cuenta con bases en Afganistán, anunció que seguirá con ataques aéreos contra posiciones del Daesh Khorasan y Al Qaeda en Afganistán, “según sea necesario”. Por lo cual, sigue negociando con naciones vecinas como Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán para instalar nuevas bases, ya que la más cercana que dispone se encuentra en el Golfo Pérsico, a varias horas de distancia.
A pesar de los monumentales esfuerzos económicos y en hombres que ha realizado en 20 años, Estados Unidos se encuentra a horas de un nuevo Saigón. Los costos humanos se contabilizan en las vidas de unos 2.400 soldados estadounidenses muertos y otros 20 mil heridos. Mientras unos 800 mil hombres han pasado por Afganistán al menos en una campaña, 30 mil de ellos se han desplegado al menos cinco veces. Por su parte, siempre según cifras oficiales del Pentágono, cerca de 50 mil civiles, 66 mil soldados y policías afganos, y 51 mil insurgentes han muerto.
La derrota norteamericana y la inminente caída de Kabul acarrearán en toda la región un alerta en la seguridad de sus fronteras y áreas de influencia. Ni para Moscú ni Pekín son buenas noticias que el Talibán tome el control de Afganistán. Para China, el Talibán podría ser un pésimo ejemplo para los separatistas de la provincia de Xinjiang, de mayoría musulmana. Para Moscú, tras muchos años de ostracismo, vuelve a ser un foco de influencia en las antiguas repúblicas musulmanas de la Unión Soviética URSS). En tanto Irán, con una frontera de casi 1.000 kilómetros con Afganistán, no puede obviar que el extremismo sunita del Talibán generó innumerables matanzas contra las minorías chiítas tanto afganas como pakistaníes. Y Pakistán deberá estar atento a la siempre conflictiva “Línea Durand”, de más de 2.600 kilómetros, por donde militantes como los del Tehrik-e-Taliban Pakistan (TTP) y organizaciones de contrabandistas pueden operar, de uno y otro lado de la frontera, sin ningún control.
La expansión de los integristas musulmanes a partir de la toma de Kabul podría, incluso, comprometer la seguridad en India, ya que las políticas del primer ministro Narendra Modi siempre fueron persecutorias contra la minoría islámica de su país, compuesta por más de 200 millones de almas, que podrían responder con la misma violencia hacia Modi. Algo que finalmente iremos conociendo cuando recibamos las últimas postales desde Kabul.
*Por Guadi Calvo para La tinta / Foto de portada: Reuters