Revueltas instituyentes en Chile y en toda América Latina
Las luchas de los pueblos del continente abren nuevas etapas de participación social y posibles cambios políticos profundos, como en los casos de Chile, Colombia y Perú.
Por Andrés Kogan Valderrama para La tinta
Nos encontramos en un momento actual muy interesante y desafiante en América Latina, marcado en estos últimos años por importantes revueltas populares, las cuales han estado presentes incluso en tres de los países más de derecha de la región en los últimos 30 años, como son los casos de Chile, Perú y Colombia.
Planteo esto por la importancia de esas revueltas en esos tres países para la región, ya que buscan la superación de décadas marcadas por la imposición de manera criminal de políticas neoliberales de parte del pinochetismo, fujimorismo y uribismo, respectivamente, quienes han negado la posibilidad de pensar alternativas distintas a las dictadas por Estados Unidos y organismos internacionales coloniales, como el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Fondo Interamericano de Desarrollo.
No es casualidad, por tanto, que Chile, Perú y Colombia hayan estado bastante al margen de los procesos políticos que ocurrieron en la región, desde la década de 2000, en donde se cuestionó masivamente y fuertemente el llamado Consenso de Washington de la década de 1990 y el supuesto fin de la historia de Francis Fukuyama, lo que abrió un nuevo ciclo de movilizaciones contra las políticas privatizadoras que pusieron al mercado como el centro de la vida.
De ahí la importancia del rol que jugaron los movimientos sociales en países como Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador, Paraguay y Uruguay desde esa década, para abrir nuevos espacios democráticos, la aparición de nuevos gobiernos de izquierda y/o progresistas, nuevos organismos de integración regional (UNASUR, ALBA, CELAC) y procesos constituyentes incluso en algunos casos, lo que derivó en una amplia politización de la sociedad en general.
Las demandas en aquellos países de sectores organizados provenientes del mundo sindical, ambiental, indígena estudiantil y feminista lograron un nivel de articulación y de interseccionalidad alto, lo que se tradujo en generar condiciones para llevar a la discusión pública nuevas gramáticas, horizontes y sentidos políticos, como lo son la plurinacionalidad, los derechos de la naturaleza, la soberanía alimentaria, el matrimonio igualitario, la identidad de género, el aborto legal, libre, seguro y gratuito, el buen vivir, el vivir bien y tantas otras que siguen siendo una bandera de lucha de los movimientos sociales.
Se podrá decir que en Chile, Perú y Colombia hubo también importantes movilizaciones populares durante los últimos 20 años por parte de los mismos sectores críticos y existieron ciertos avances a nivel legal, lo que es cierto. Pero institucionalmente, se profundizaron las políticas monetaristas y se mantuvo una relación con Estados Unidos completamente funcional a sus intereses geopolíticos imperiales.
No es coincidencia, por tanto, que esos tres países sean los más aliados a la Organización de Estados Americanos (OEA) y que sus gobiernos hayan formado, desde 2011, la llamada Alianza del Pacífico junto al México de derecha del PRI, como contraposición a los organismos regionales impulsados por los gobiernos progresistas de la región, los cuales buscaban generar un contrapeso a las políticas desde Washington.
Sin embargo, el escenario político ha cambiado mucho en los últimos años, no solo en aquellos tres países en términos de una mayor politización, sino también en aquellos otros en donde tuvieron lugar nuevas aperturas democráticas desde 2000 en adelante, lo que ha hecho que se vuelva más confuso de interpretar políticamente, ya que han habido tanto avances como retrocesos, dependiendo dónde.
La llegada de un empresario como Mauricio Macri a la presidencia de Argentina, la llegada de la ultraderecha negacionista en Brasil con Jair Bolsonaro, la llegada de un banquero como Guillermo Lazo a Ecuador y el mismo golpe de Estado en Bolivia por parte de los sectores más racistas del país, no solo hay que verlo como un triunfo de grupos fanáticos que no les interesa en lo más mínimo democratizar la región, sino una alerta a los mismos gobiernos progresistas, los cuales dejaron de lado las grandes demandas de los movimientos sociales por intermedio de prácticas extractivistas, partidocráticas, caudillistas, autoritarias y clientelares.
Visto este complejo contexto en la región, me parece que el caso de Chile nos da nuevas esperanzas de poder hacer importantes transformaciones y generar alternativas políticas desde los pueblos, sin caer en las contradicciones, errores y horrores de las izquierdas y/o progresismos en la región de las últimas dos décadas, marcadas por lógicas Estado-céntricas que han terminado por cerrar más que abrir nuevos espacios democráticos.
El llamado estallido social de octubre de 2019 en Chile marcó un antes y un después en aquel país, ya que no fue solo un cuestionamiento a la institucionalidad más neoliberal de América Latina y del mundo, capaz de transformar el agua en un bien económico, sino de impulsar un proceso destituyente de todas las estructuras creadas en dictadura y perfeccionadas con la vuelta de la democracia.
De ahí que haya sido el inicio de un nuevo inédito momento histórico, en donde la articulación entre distintos movimientos sociales (mapuche, socio-ambiental, trabajadores, pobladores, feminista, diversidad sexual, diversidad mental) convergieron en una lucha común, no solo para cambiar la Constitución de Augusto Pinochet, de 1980, sino para acabar con la bancarización de la sociedad y privatización de todos los ámbitos de la vida existentes (educación, salud, pensiones, vivienda, bienes comunes).
Por eso, la importancia de consignas políticas como “No son 30 pesos, son 30 años”, “Hasta que la dignidad se haga costumbre”, “El neoliberalismo nació en Chile y morirá en Chile” o “No es sequía, es saqueo”, lo que llevó a rebautizar popularmente la ex Plaza Italia como Plaza de la Dignidad y a iniciar también un proceso de desmonumentalización, en donde las grandes figuras históricas militares y políticas de las elites fueron, literalmente, derrumbadas.
El amplio triunfo del plebiscito de 2020 por una nueva Constitución, con más del 80 por ciento de los votos, y la elección de constituyentes en Chile el pasado mes de abril, con carácter paritario y con representantes de pueblos indígenas, en donde muchas y muchos independientes provenientes de movimientos sociales y de la misma revuelta de octubre, fueron elegidas y elegidos, no solo significa la decadencia de los partidos políticos tradicionales, sino la continuación de un proceso político sin vuelta atrás.
El desafío, por tanto, es profundizar ese proceso y mantener la articulación entre movimientos sociales, con y más allá de la nueva convención constituyente, la cual comenzará a funcionar próximamente para redactar así la nueva Constitución que regirá, seguramente, en Chile para las próximas décadas.
Ante esto, el nacimiento de la Vocería de los Pueblos, que agrupa a 34 constituyentes en Chile, quienes acaban de lanzar una declaración respaldada por más de 500 organizaciones sociales de base en el país, que pone ciertas condiciones mínimas en derechos humanos para el funcionamiento de la convención constituyente (libertad a los presos políticos, verdad y justicia, reparación, desmilitarización de Wallmapu, fin a las expulsiones de migrantes, soberanía popular), es un buen augurio de que el proceso va por buen camino y puede servir para otras experiencias latinoamericanas que busquen retomar procesos de transformación o comenzar en la búsqueda de construcción de buenos vivires.
*Por Andrés Kogan Valderrama para La tinta / Foto de portada: