De la “escasez” como principio terrible de la vida
La pandemia de coronavirus dejó al descubierto el rostro más real y despiadado del capitalismo, no sólo por la actual “guerra por las vacunas”, sino por las mezquindades cotidianas.
Por Mario Casalla para Revista Zoom
Las obvias razones de este presente “pandémico” nos han hecho poner casi todas las esperanzas de vida en uno de los productos más exquisitos y deseados de la ciencia y la tecnología modernas: las vacunas. Y cuando hablamos aquí de Vida, lo hacemos en su sentido más elemental, la que compartimos con los animales y las plantas, a partir de la cual toda otra forma de vida (la vida humana, por caso) es posible. Compartimos con ellos esa unidad elemental de la vida sobre la Tierra. Hay que encontrar la vacuna contra la COVID-19 pronto, rápido y para todos. El viejo dicho popular “primo vivere, dopo filosofare” se ha hecho presente en toda su crudeza, pero la vieja Filosofía todavía tiene algo para decirnos.
Ya los griegos distinguían en el lenguaje esas dos formas tan distintas (pero complementarias) de vida: la zoe (la que compartimos con el resto de los animales) y la bios (la vida en sentido propiamente humano); de allí derivan nuestros respectivos términos zoología y biología. Podemos entonces decir que hoy nuestra vida zoológica está amenazada y, sin esa vida asegurada, la otra, la tan extrañada “normalidad” a la que deseamos lógicamente volver (nuestra vida biológica), será un imposible. ¡Tan atrás hemos regresado y en tanto peligro estamos, aun cuando nos empeñemos a veces en hacernos los tontos!
No es la primera vez, por cierto, que a la vida humana le pasa esto, pero, cuando sucede, todo cambia o va a cambiar. En todo los casos, hubo una tabla de salvación a la cual nos aferramos para pasar al otro lado: al principio, fue la bondad de los dioses, más tarde, la segregación drástica (o la matanza lisa y llana) de los apestados y, desde que descubrimos la noción de “contagio” (que no es anterior al siglo XVI, o sea, hace de esto apenas 500 años), el relevo de la tabla de salvación lo tomó la Ciencia quien -tanteando valientemente al monstruo de “las fiebres”- terminó por descubrir las ya imprescindibles vacunas. Tan imprescindible son para salvar nuestras vidas (al menos la “zoológica”) que nuestro calendario cuenta ya con 19 vacunas obligatorias. La número 20 seguramente será la que nos inmunice contra la COVID-19. Aunque no creo que la suma se detenga allí.
La bolsa o la vida
Pero claro, el siglo XVI es también el de crecimiento (firme y a pasos agigantados) de otro fenómeno típicamente moderno: el capitalismo. Un “virus” eminentemente cultural (por tanto, mucho más amplio que un sistema económico), ese que, hoy por hoy, nos tiene tan a maltraer como la COVID-19, con la diferencia que -al ser precisamente cultural- enferma algo más que nuestra existencia como especie, sino también aquello que apunta el viejo sustantivo “alma”. En tal contexto, nuestra actual tabla de salvación (las vacunas) son un producto, una mercancía, y, en consecuencia, esa salvación no está ya en los rituales mágicos ni en los altares de las iglesias (como en las épocas antigua o medieval), sino en los escaparates industriales de los estados productores. Su valor se llama precio y, como toda mercancía, están sometidas al juego del mercado. Hoy, la vida cotiza en Bolsa y, sin bolsa, no hay vida. Así de sencillo, y para el capitalismo, el sacrosanto juego del mercado es un juego de oferta y demanda, detrás de lo cual reina un principio ordenador fundamental: la escasez.
Elevada por la Modernidad a la categoría de principio ontológico, la escasez tiene también su propio “imperativo categórico”. Mucho más cruel que el kantiano, en caso de hablar, diría más o menos esto: “No hay para todos y, cuanto menos haya, más cuesta”. Pero la escasez no habla, más bien actúa y ahora la encontramos en plena acción: en la guerra de (y por) las vacunas, su discurso es esplendorosamente real. Por eso mismo, es importante que -tomando distancia al menos un minuto de los discursos encubridores y abstractos- pensemos en el uso político de la escasez (la vieja ananke) que hace el capitalismo como terrible principio disciplinador de la actual vida en comunidad (nacional, regional y planetaria).
El Dios terrible del mercado
Marx y Freud fueron pioneros en denunciarlo. Uno en el campo de la economía, el otro en el de la subjetividad. Y si la sociedad capitalista ha podido convertir todo en “mercado” (regido por la supuesta “ley natural” de la oferta y la demanda) es precisamente por promover y alimentar cada día ese principio de la “escasez originaria”. Así, arrinconados a luchar en última instancia por la vida misma, emerge lo peor de nosotros. Si la novela La Peste, de Albert Camus, escrita en 1947, se ha vuelto uno de los libros más leídos en este último (y pandémico) año, que no se nos pase por alto ese párrafo donde podemos leer: “Lo peor de las pestes no es que mata a los cuerpos, sino que desnuda a las almas y ese espectáculo suele ser horroroso”. Y en el discurso capitalista, vaya si lo es. Nada de “primero los más débiles”, a codazos y patadas, o “conversando amigablemente” (según los casos y el tipo de poder que se tenga), ¡primero yo! Nuestro pequeño y terrible “yo”, ese que el neoliberalismo vigente llevó a su máximo esplendor. Y acaso, por eso mismo, a su posible ocaso.
Creo que fue pensando en contra de la absolutización de la escasez (y volviendo a colocarla en los justos términos de “necesidad humana”) que el peronismo (y otros pensamientos políticos del denominado Tercer Mundo), en tanto filosofías que nacen a mediados del siglo XX a la luz del paradigma de la Liberación (ya no del Progreso ni del Desarrollo), planteó el ideal ético de una “comunidad organizada” y la necesidad consecuente de contar con un proyecto político que lo vuelva “realidad efectiva” (aquella que Hegel pregonara como meta necesaria para su dialéctica trinitaria). Si no, todo quedará en bonitas palabras y allí sí que la fuerza (¡bruta si es necesario!) tornará ilusorio el paradigma de “un pueblo feliz en una nación grande”. ¿Podremos todavía reconocernos en esto o ya se ha vuelto un traje que nos queda definitivamente grande? Honestamente, no lo sé, porque sólo el tiempo y las circunstancias pueden contestar (en serio) esta pregunta. Vacunas mediante, claro.
*Por Mario Casalla para Revista Zoom / Foto de portada: A/D