Amiguismos y moralinas
Por Gabriel Montali para La tinta
Lo increíble no es el hecho, sino su forma: gente con trayectorias que rayan el medio siglo de exposición pública, hábiles surfeadores del fango mediático, con varias polémicas encima y la pilcha zurcida y no tan blanca, cayendo como pichones en campo abierto, en tiempo adicionado antes del retiro, por un acto de tanta frivolidad como de consecuencias predecibles para viejos vizcachas de la picadora de carne.
Y tan vergonzoso como el episodio es su cantada interpretación, que suma frivolidad a la frivolidad. Porque, en el presente del país, hay algo que se repite: como si una mano maleva hubiera encendido un motor que, a esta altura, parece imposible apagar, todo lo que sucede queda capturado por la dinámica de la grieta. Y se sabe: hay mecanismos que, una vez puestos en marcha, cobran vida propia, vida automática, vida independiente de quienes creen estar al mando del volante, cuando quizás ya sea al revés.
Entonces, ¿cómo interpretar semejante offside por fuera de la lógica del escarnio? O bien: ¿cómo hacemos para pensar, sin que nos arrastre la indignación, un hecho que inevitablemente es indignante?, un hecho que mixtura lo peor de la política argentina, aquellas prácticas que dinamitan su sentido desde muy adentro, con el caos institucional típico de un contexto complejo como el presente, de inédita pandemia en medio de una profunda crisis económica.
La evaluación ética es necesaria, porque la ética es uno de los pilares necesarios de la democracia. Pero resumirnos a ese costado del problema deja renga la explicación. Primero, porque, si abordamos la ética desde la idea de la grieta, no se puede pensar nada más o menos en serio; está a la vista que hay continuidades muy similares del lado de acá y del lado de allá. Y segundo, porque limitarnos al honestismo nos deja anclados en lo moral, que nunca debe tomarse como la vía exclusiva de interpretación de un hecho. Porque la moral supone comportamientos universales y juicios taxativos, unánimes, dogmáticos. La moral no conoce atenuantes ni sabe de las múltiples variables y circunstancias que llevan a la conducta humana a reñir con sus dictados. Y colmo de los colmados: en estos tiempos de polarización, los inquisidores de la moral no suelen detenerse a someter a debate el propio relativismo de sus ideas: de ahí su facilidad para apelotonar juicios autoritarios. Y de ahí, también, que sea una moral autoritaria el patrón de medida en sociedades cada vez más desgajadas, insensibilizadas, individualistas y tribuneras; sociedades en las que la moral –convengamos: la moral moldeada por los Reagans– está desplazando a la política e, incluso, a la ciencia como eje de interpretación de los hechos sociales.
Por fuera de esos reduccionismos, uno de los análisis más interesantes de lo ocurrido lo elaboró Marcos Mayer, periodista, ex Página/12, en el sitio web socompa.info. Para Mayer, la polarización política tiene su correlato en una manera privatista de entender lo público, es decir, el Estado: “Pareciera haber una tendencia a verlo como un lugar en el que se debe beneficiar a la tropa propia”. Así, ingenuidades al margen, la maquinaria que debería funcionar más o menos en representación de todos, en un intento de equilibrio de intereses, opera en beneficio de quienes cortan el bacalao dentro de los círculos del poder.
Se trata de una idea interesante porque, por un lado, apunta a pensar las prácticas de los actores por fuera de la metáfora, berreta, de la grieta y en diálogo con el progresivo desgajamiento de las instituciones representativas que ha sufrido el país desde el menemismo en adelante. Por otro, porque hace énfasis en la manera en que la polarización alimenta ese proceso de deterioro institucional, ya que licúa la dinámica de la política como herramienta de construcción de consensos: si ya no es necesaria la persuasión, esencia misma de la política, porque las trincheras están definidas de antemano, entonces, el Estado se vuelve una estructura a la que resulta legítimo capturar en beneficio de nuestra tropa. Y por último, porque en su exploración de la creciente desconfianza con un sistema democrático que produce cada vez menos democracia real, también propone que nos preguntemos si acaso no estaremos todos chapoteando, quien más quien menos, en la cultura del primero yo de la que hicieron gala los vacunados por amiguismo. Desde ya, el acto de pensarse por fuera de esa cultura no es más que una continuidad del individualismo por otros medios.
A esa lectura, podemos añadir otra: la pérdida de perspectiva por parte de funcionarios –y empresarios– que viven cada vez más al margen de las necesidades del resto de la población y de periodistas que se han convencido de que la calidad de su trabajo depende, ante todo, de la camiseta que tienen puesta y no de la solidez de las fuentes, los métodos, las preguntas y las interpretaciones con las que ejercen su oficio.
Más allá de las cuestiones puntuales que plantean este tipo de escándalos, el desafío de fondo sigue siendo desmontar esa maquinaria que parece haber cobrado vida propia. Quién puede imaginar las consecuencias que nos esperan si no logramos recuperar la confianza en la política como herramienta constructora de comunidad.
*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: TSS.