De trincheras y trinchetas
Por Lucca Aromando para La tinta
(AVISO: contenido gatillante)
Hace unos días, se hizo pública una noticia acerca de un pibe trans que se suicidó después de 2 años y 6 meses, estando procesado sin condena en una cárcel de mujeres cis. Sí, toda esa información estaba en el titular, información a la que accedías sin siquiera hacer clic en el link de la nota.
La nota se compartió en un grupo de Whatsapp, en donde, cabe la aclaración, somos (casi) todes trans. Sin abrirla, leo los mensajes que siguieron. Se avisaba más abajo que era “contenido sensible y gatillante”. Muches agradecen el aviso. Yo, sin decirlo, me sumo al agradecimiento, por el aviso y por enseñarme, una vez más. Seguido, comienzan a surgir preguntas, sugerencias y reflexiones: ¿cómo hablamos de esto? ¿Cómo nos cuidamos? ¿Cómo lo debatimos? Estamos de acuerdo en que es algo que debemos hablar, pero siempre cuestionándonos el cómo, dejando en claro que esa manera (la de ese medio) no era la correcta.
No leo la noticia. Pero la situación revive preguntas, sentires y, sobre todo, algo que impulsaba por escribir hace tiempo dentro de mí, pero no sabía aún cómo abordar.
“Suicidio en la población trans” sería un título un poco irrisorio, un poco apabullador, un poco amarillista y, en fin, bastante realista. Es que es el pensamiento que recurrentemente aparece en nuestras mentes, en nuestros cuerpos, en nuestras vidas. Es que siempre, en algún punto de nuestras transiciones, pensamos que morir sería un camino mucho más corto y más simple, que elegir el camino que deseamos, ese que va a estar allanado por una sociedad heterocispatriarcal, ese en donde tendremos que pelear todos los días por el reconocimiento mínimo de nuestros derechos, en el que ser feliz será algo extraño, algo excepcional, algo que no nos pertenece.
En ese camino, nuestras pieles se van a curtir, a cortajear, a fuerza de prohibires, trinchetas y odios. Entonces, decidimos adelantarnos, a hacernos nuestras propias heridas, para que después el mundo no nos duela tanto. Y eso si es que elegimos caminar ese camino. Porque también está para quienes caminar ese camino no es una posibilidad. Porque no hay familia, no hay amor, no hay amigues, no hay posibilidades, no hay trabajo. Sólo vislumbran desasosiego, desolación, desilusión. Y, entonces, deciden entregarse a sí mismes, como primer acto de amor propio, como revancha, como refugio.
Pero cuando se elige caminar ese camino, es preferible tomar un atajo. Y es entonces cuando las autolesiones se convierten en aliadas: no sólo son una manera de conseguir algún tipo de alivio, de descarga, de somnífero, sino que también se convierten en una manera de sentir que tenemos el control sobre nuestro cuerpo, de elegir, de tener poder al menos sobre eso que se hace visible, que se nos impone, ese cuerpo que se convierte en campo de batalla.
Y en el camino nos reconocemos, nos miramos a los ojos sabiendo que algo se endureció. Nos miramos los brazos, en diferentes momentos, para no encontrarnos dejándonos al descubierto, vulnerables en la mirada de le otre. Sabemos de ese dolor, sabemos de las miradas que no entienden, de esas que miran con prejuicios y desprecios, de les que nos tienen lástima. Por eso, no lo decimos, pero lo sabemos. Sabemos del dolor coagulado, pero también sabemos que es un lugar peligroso, un lugar conocido, que tiene como recompensa el alivio instantáneo, pero también lleva consecuencias no deseadas, como haberlo conocido y querer volver cuando ya no sabemos hacia dónde ir.
Es que, a veces, ni siquiera entre nosotres nos animamos a preguntar-nos. Porque si son heridas frescas, puede que todavía sangren. Y que sólo una palabra desate el caos, la inestabilidad, que nos lleve a revivir esa crisis que nos tajeó el cuerpo.
Por eso, nuestra pregunta es retórica. Nuestra pregunta es por todas esas travas, trans, no binaries que fueron matades, que fueron asesinades, que fueron mutilades, en nombre del binarismo, del opuesto dicotómico, de la dictadura sexo-genérica, heteropatriarcal y taxativa. Es una pregunta que no espera respuesta, al menos, no una respuesta desde la racionalidad o desde la oralidad, sino desde los hechos. Es que nos cansamos de hablar de dolores. Nos cansamos de la excusa, de la patologización, de la normalización normalizadora, del discurso que nos expulsa o que nos incluye. Como si fuéramos cosas, como si fuéramos accesorios que pueden estar o no estar: de la moralidad coyuntural que determinará si es moralmente correcto o incorrecto. Nos cansamos de los márgenes, de las fugas, de las invisibilidades, de que garpe nuestro sufrimiento.
Mientras me aplicaba mi dosis diaria de testo, recordaba un vértice, un punto de unión entre diferentes escritos y textos de personas trans, travas y no binaries que leí en aquellos días. Ese punto no se trata ya de retóricas, ese punto es el de nuestras felicidades. Ya mucho garpó nuestro sufrimiento y es que los réditos no llegaron hasta nosotres precisamente, a nosotres nos costó muertes, todas esas que viven en el cementerio de la cabeza de la Wayar y más todavía.
Ahora, les toca pagarnos a nosotres, pero no pedimos más que lo que los derechos, esos que dicen llamarse universales, nos deben. No queremos más que lo que siempre debimos tener. No queremos más que todo eso que nos quitaron, que nos birlaron, que presumen cisheterosexualmente frente a nuestras narices.
La pregunta que nos atraviesa hoy, que gritan las muertes en nombre de tu moralidad heterocispatriarcal, es la pregunta por nuestras alegrías. Las alegrías, que si bien las hay, todavía nos faltan muchas.
*Por Lucca Aromando para La tinta / Imagen de portada: Branko Barrionuevo.