Hay vida después de equivocarse
Por Emilia Pioletti para Dislexia
«Día 16
Quisiera haberme hecho / un tatuaje de adolescente / del que ahora me arrepienta.
Tener dibujado un revólver / un símbolo incorrecto / a la vista de todos.
Llevar el error / marcado en el cuerpo / ser un recordatorio en movimiento /
de que hay vida después de equivocarse».
Tamara Grosso
Hace algunas semanas, me equivoqué. Mal. Les que trabajan como Community Manager sabrán a qué parálisis y mini ataque de pánico me estoy refiriendo. La historia es siempre la misma: estamos trabajando y haciendo nuestra vida personal, simultáneamente y desde los mismos dispositivos, –la mayoría de las veces– los propios. Un descuido, una distracción que es un segundo que es un parpadeo que es un click: postear algo en la red social que gestionás, creyendo que era tu perfil personal. La catarata de consecuencias que vinieron después del enter incluyó llamadas, mails con quejas, Whatsapp que viene, Whatsapp que va, puteadas, el fantasma auto-creado de un potencial despido en medio de una pandemia y, desde ahí, mis ya clásicos pensamientos catastróficos que encontraron un ecosistema perfecto para desarrollarse. Es realmente notable cómo, en una milésima de segundo, un día que venía tranqui puede pasar a convertirse en el día más largo y tortuoso del año. Aceptar y convivir con un error 24 horas. Con el error y con sus consecuencias. Con el error y conmigo misma, mi enemiga número 1. Que empiecen los juegos del hambre.
“Errar es humano, perdonar es divino”, reza el dicho que, aunque cierto, no causa gracia en los oídos de nuestros superiores. Son las 11 a.m., me quedan más de 10 horas por delante de estar despierta y errando. Despierta y errando, un buen título para un libro que escribiré algún día si es que salgo con vida de todo esto.
Lo que sucede con el error es que nos expone. Reflectores, flashes y dedos acusadores. Una pesadilla peor que esa recurrente en donde, de repente, aún no dimos todas las materias del colegio o estamos por rendir un examen y no sabemos nada o estamos sin ropa en frente de toda la clase. Bah, yo sueño eso seguido, ¿ustedes no?
(…) la enorme trampa del ego es convencerte de que el error debe ser evitado a toda costa y terminar evitando así algo muy valioso: el aprendizaje.
La vergüenza acecha agazapada y nos va inundando de a poco junto con el deseo infantil de que todo pase a la velocidad de la luz o de que alguien venga a cuidarnos mientras apaga nuestro celular y nos cierra todas las ventanas. Un perfecto refugio para evadir el error. De nuevo, como si fuese la peste.
Y acá hay una clave que, de tan solapada, casi ni se ve. Hace poco, descubrí a una psicóloga estadounidense, Kristin Neff, que tiene un enfoque bastante revelador sobre el error o la falla. “Si les pregunto a cualquiera de ustedes, ¿sos un ser humano?, ‘Sí, obviamente’, responderían. Si les pregunto, ¿todo el mundo experimenta sufrimiento en algunos momentos de su vida? ‘Sí, claro’, me dirían. Dirías eso a un nivel lógico, pero en el momento, cuando cometiste un error en el trabajo o alguien te rechazó o algo muy malo pasa en tu vida, lo que sucede a un nivel no racional es que nos volvemos muy egocéntricos. Pensamos, ¡¿por qué yo?!, ¡¿por qué a mí?! De repente, yo soy la única persona que cometió un error en el mundo. Soy la única persona que está atravesando una dificultad. Y nos sentimos muy alejades de les otres, soles, aislades. Y el principal problema es que, cuando nos sentimos aislades de otres, psicológicamente es algo muy atemorizante. Si lo pensamos en términos evolutivos, una de las peores cosas que nos puede pasar es estar aislades del grupo porque, en ese caso, no estamos a salvo”.
Wow, ¿no? Kristin agrega, además, que por alguna razón pensamos, irracionalmente, que cuando algo sale mal eso es «anormal», que eso no debería haber pasado. Y afirma: “Eso es simplemente lo que es la vida, la vida sale mal, nadie acá firmó un contrato antes de nacer que garantizara que este mundo iba a ser perfecto, que mi vida iba a ser perfecta y, aun así, ante el error, actuamos como si alguien hubiese incumplido una promesa”.
Así es como, si vamos sacando una a una las capas detrás del miedo o la vergüenza al error, bien escondido está el ego que nos dice que nosotres no podemos fallar, que equivocarse es algo vergonzoso que debe ser evitado a toda costa. Y la enorme trampa del ego es convencerte de que el error debe ser evitado a toda costa y terminar evitando así algo muy valioso: el aprendizaje. Cuando une erra, “descubre” aquello que no funciona, aquello que genera consecuencias que impiden el crecimiento y puede así generar una batería de recursos para mejorar y rectificar prácticas.
¿Nuestra única certeza? Vamos a cometer otros errores: ojalá que nuevos.
Hace unos años, descubrí el kitsugi, no es que lo compre o lo practique, sino que descubrí su existencia. El kitsugi es una disciplina japonesa que significa “carpintería de oro”. Consiste en arreglar fracturas en piezas de cerámica con resina espolvoreada o mezclada con polvo de oro. El kitsugi piensa a las roturas y reparaciones como parte de la historia del objeto, no como algo a evitar, disimular u ocultar. Las pinta en oro, las muestra, exponiendo su transformación: las cicatrices embellecen al objeto, no lo avergüenzan.
Ya casi cae la noche en mi día de tortura ególatra. Ya lloré, hiperventilé, me paralicé, me autocastigué, imaginé escenarios catastróficos. Fui consciente de mi falla, le di espacio y valor a mi sufrir, lo resolví laboralmente, hablé con amigues, me sentí parte de una especie de Club Errático y me di cuenta de que no estaba sola. Ajusté tuercas y procuré poner retenes en los flancos vulnerables para evitar caer en el mismo error otra vez. Lamentable y afortunadamente, sin ninguna garantía de que no vuelva a ocurrir. “El humane es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”, dice el dicho. “Respetar el error como una intención oculta”, dice un poema. ¿Nuestra única certeza? Vamos a cometer otros errores: ojalá que nuevos.
*Por Emilia Pioletti para Dislexia / Imagen de portada: Ce Reynoso.