Acuerdos de Paz en Colombia: antídoto para la violencia social y política
Las masacres y la represión policial en Colombia se acrecientan todos los días. El gobierno solo busca profundizar una política de saqueo y avalar el paramilitarismo.
Por Laura Pinzón Capote para La tinta
El lugar que ocupa Colombia en la agenda continental es cada vez menor y más espaciado en el tiempo. El 9 y 10 de septiembre se convirtieron en las últimas fechas en que algunos de los medios regionales sumaron el tema Colombia a su grilla de programación, tal vez porque se asemejaba a la dramática realidad continental frente al enorme problema del control de las fuerzas de seguridad: en plena capital del país, la policía metropolitana, en medio de un “procedimiento policial”, torturó y posteriormente asesinó en una estación de policía al joven abogado Javier Ordóñez. Estos hechos desataron grandes manifestaciones contra la violencia policial en las principales ciudades del país, que dejaron otras 12 personas asesinadas por miembros de la fuerza.
Sin embargo, en Colombia, lastimosamente, hay una crisis política y humanitaria que trasciende los casos de violencia policial, y llega a la totalidad del Estado, ya que es el principal responsable, por acción u omisión, de la profundización de la violencia en las zonas rurales y urbanas. El asesinato de más de 1.000 líderes y lideresas sociales, más de 200 ex combatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en proceso de reincorporación, 60 masacres que hasta ahora han dejado 180 víctimas, principalmente jóvenes, no prende las alarmas de los paladines de la democracia de la región y el mundo. Parecen no indignar a nadie y no crispan los pelos de los grandes grupos mediáticos. Increíble, pero cierto.
Tal vez, una de las razones sea la compleja realidad que ha caracterizado a Colombia históricamente y, en particular, durante los últimos cuatro años. No es coincidencia que la vez anterior que los medios incluyeron al país en su agenda fue justamente la firma de los Acuerdos de Paz, en 2016, entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC-EP. Pero la realidad de violencia estatal continuó y se fortaleció con la llegada de Iván Duque a la presidencia, en 2018.
En estos últimos cuatro años, la agenda política nacional ha estado marcada precisamente por este acontecimiento. La firma de los Acuerdos de Paz se convirtió, para los movimientos sociales, en la agenda de ruta para exigirle al Estado la implementación de los mismos, que incluyen reformas estructurales de aquellos aspectos que dieron inicio y continuidad al conflicto político, social y armado. A su vez, el documento se convirtió en el objetivo a destrozar por parte del gobierno nacional, como ya anunciaba en su campaña a la presidencia el propio Duque.
Las víctimas de los casos de violencia institucional, ejercidos por una policía con entrenamiento y equipamiento militar proveído por el Ministerio de Defensa, se suman a los asesinatos sistemáticos y selectivos de líderes, lideresas sociales y ex combatientes de las FARC, que se encuentran en los territorios, precisamente, defendiendo la implementación de los puntos 1 y 4 de los acuerdos, referidos a la reforma rural integral y la sustitución de cultivos de uso ilícito, respectivamente, cuyo objetivo principal es lograr una distribución equitativa de las tierras usurpadas violentamente por el modelo paramilitar, garantizar una actividad económica segura para las comunidades campesinas y combatir las estructuras del narcotráfico vinculadas a los grupos paramilitares.
El permanente interés del gobierno de Duque por cumplir su promesa de campaña de destruir los Acuerdos, incluye el fortalecimiento y reactivación de grupos paramilitares para evitar que se consoliden los puntos más avanzados y transformadores contenidos en el documento. De las más de 1.200 personas que han sido asesinadas por grupos armados ilegales, en connivencia con el Estado, más de la mitad se encontraban en procesos de restitución de tierras y eran miembros del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), es decir, afectaban el poder económico y territorial de estas estructuras criminales en diferentes regiones.
A este contexto, se le suma el incremento de las masacres que, solamente en 2020, ya ascienden a 60, cometidas también por grupos paramilitares y justamente donde se intentan desarrollar los puntos mencionados anteriormente: la región del suroccidente colombiano (Cauca, Nariño, Putumayo), el sur del departamento de Córdoba y el noroccidente del país, en el departamento de Norte de Santander (frontera con Venezuela). El pasado mes de agosto fue uno de los más dramáticos, en el cual se cometieron más de 13 masacres, después de ser anunciada la detención en prisión domiciliaria del ex presidente Álvaro Uribe Vélez.
El gobierno de Duque, además de ser un fiel continuador del uribismo en su vocación antidemocrática y dictatorial -evidenciada al lograr concentrar los poderes de Procuraduría, la Fiscalía y la Defensoría en manos de sus aliados políticos-, también busca continuar y fortalecer la histórica relación de servilismo con Estados Unidos, hecho sin el cual es imposible entender los violentos acontecimientos del país.
El 19 de septiembre, el Secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, realizó una visita en Colombia para consolidar el ya anunciado plan Colombia Crece, un Plan Colombia actualizado, y con los mismos objetivos del firmado en 2000, lo que enmarcaría la anunciada llegada de tropas al país que precisamente no buscarían “acabar con el narcotráfico”, sino avanzar militarmente contra la República Bolivariana de Venezuela, aprovechando las tensiones diplomáticas entre los dos países suramericanos.
En este contexto, en la reciente Asamblea de las Naciones Unidas, Duque no solo afirmó con total descaro que, en Colombia, el gobierno protege y respeta los derechos humanos, sino que se atrevió a denunciar enfáticamente las supuestas “rutas de narcotráfico y violaciones de derechos humanos en Venezuela”, lo que causó una profunda indignación en la sociedad colombiana, que sufre a diario la crisis humanitaria en campos y ciudades, producto del accionar irresponsable del gobierno nacional.
Ante esta crítica situación, más los recientes casos de violencia policial mencionados anteriormente, y a solo dos años del gobierno de Duque, se convocó a una movilización nacional el pasado 21 de septiembre, como una reactivación de las jornadas de protesta ya sucedidas en 2019. Las manifestaciones y acciones congregaron a un crisol de manifestantes pertenecientes a organizaciones sociales y políticas, activistas en defensa del medio ambiente, organizaciones feministas y de diversidades, que se manifestaron en defensa de la vida y la paz, dos consignas elementales en el marco de cualquier democracia mínima, y que ni siquiera se garantizan en el país.
Quedan dos años de gobierno de Iván Duque, donde veremos, con seguridad, el fortalecimiento de la violencia estatal y paraestatal, con una de las caras más crudas del neoliberalismo, armado con el cóctel mortal de violencia, desempleo, flexibilización, privatización, etc.
Sabemos que los asesinatos sistemáticos contra muchos de los líderes y lideresas son precisamente por su defensa irrestricta de los Acuerdos de Paz como hoja de ruta para transformar el país, lo que obliga a que la acción política organizada del pueblo colombiano en las calles y campos rodee la vida de los liderazgos, exigiendo la implementación de los acuerdos y garantizando la participación política de las comunidades. Esta acción, y la visibilización en el exterior de la crisis, serán decisivas para sepultar al uribismo como proyecto político y así abrir, por fin, un horizonte democrático en el país.
*Por Laura Pinzón Capote para La tinta / Foto de portada: Johan González – Colombia Informa