La justificación de la muerte y el populismo punitivo
Por Verónica Cabido para La tinta
Los hechos del episodio de Quilmes señalan que difícilmente se trata de legítima defensa. Para que opere la causal de justificación es necesaria una agresión ilegítima por parte del atacante, que la defensa sea necesaria y proporcional, y que no haya habido provocación por parte de quien se defiende. Si bien no hace desaparecer el delito, exime de responsabilidad y vuelve justificada la conducta penalmente típica en virtud de que la lesión del bien jurídico se provocó en salvaguarda de otro que estaba siendo amenazado.
Que la defensa sea necesaria, implica que sin ella no se hubiera podido salvar el bien amenazado, que sea proporcional, una relación comparativa con el ataque para repelerlo. Nunca será proporcional cuando se podría haber contrarrestado por un medio menos lesivo. Los esfuerzos por justificar la reacción de Ríos podrían haber transitado por los carriles de la emoción violenta. Es considerablemente probable que alguien que sufrió numerosas violaciones de su domicilio y asaltos en su hogar durante una misma noche, en los cuales padeció violentos ataques, se vea alterado emocionalmente.
Más aún se aleja el hecho de una legítima defensa, si se tiene en cuenta que persiguió y ejecutó a Franco Moreyra, uno de sus cinco agresores, cuando este ya no representaba un peligro para él. Correr en persecución de una persona notablemente herida, cuya agresión ya había sido repelida, para rematarlo con un arma de fuego, alejándose del lugar donde fue puesta en riesgo su vida y su propiedad difícilmente puede considerarse legítima defensa.
Sin embargo, estos elementos fácticos y jurídicos quedan en segundo plano. Cabe preguntarse qué se intenta justificar ante un delito en el que no procede causal de justificación. La construcción discursiva del homicidio de Moreyra lo ubicó en el lugar de delincuente y a quien cometió el asesinato en el de jubilado víctima. El binarismo monolítico sobre los roles de víctima y victimario con los que se construyó el relato no complejizan la mirada sobre el episodio, ni habilitan un serio debate sobre la inseguridad.
Moreyra tenía antecedentes, uno de sus compañeros había sido liberado recientemente. Esto lo ubica en el lugar de victimario con prescindencia de haber sido víctima de un homicidio. Los medios refirieron a él como “el delincuente”. Por su parte, a Jorge Ríos, quien sufrió varios asaltos y violaciones a su propiedad la noche que asesinó a Moreyra, se lo denominó “el jubilado”.
El lenguaje no es inocente. La decisión política de utilizar ciertas palabras, elegir qué se nombra y qué se omite, forma parte de la construcción mediática de un relato que hace abstracción de los elementos fácticos y jurídicos. La carga simbólica de las palabras usadas para referirse a los involucrados alimenta un populismo punitivo, donde diversos actores sociales confluyen en el reclamo por medidas represivas ante la inseguridad.
Cabe preguntarse quienes son considerados delincuentes para el discurso mediático. Si es quien comete un delito, ¿por qué no se ha denominado así también a quién asesinó a Moreyra?
Quienes respaldaron a Ríos entienden que su accionar fue correcto, pero aun operando causal justificatoria, existe delito. La empatía que genera una persona blanca, trabajadora, jubilada y de clase media no se condice con la imagen construida del delincuente joven, morocho y pobre, elemento peligroso de la sociedad. Eludirá la categoría de delincuente por no reunir esas características, aun cuando hubiere cometido un homicidio.
Construido éste con tales características, ingresará a dicha categoría quien las reúna, con abstracción de la existencia de conducta típica. No importa la comisión de delito, ni de Moreyra, ni de Ríos. Lo que se justifica no es la reacción del hombre que, víctima de episodios de inseguridad esa noche, terminó con la vida de quien veía como amenaza. Ésta respuesta bien podría haberse comprendido desde la emoción violenta. Sin embargo esto implicaría reconocer que quien actuó no actuó en afán justiciero, sino que fue víctima de algún impulso emocional no deliberado que no pudo resistir.
Los esfuerzos por encuadrar el hecho en una legítima defensa habilitan la construcción de un enemigo interno, y un castigo centrado en la peligrosidad. Permiten instalar en la agenda pública debates como la tenencia de armas para la autoprotección, demanda que sería aún más difícil aceptar como razonable si el caso se construyera como un homicidio bajo emoción violenta. El desprestigio de la justicia, la percepción generalizada de falta de políticas que combatan la inseguridad, justifican el accionar autodefensivo como un acto de justicia por mano propia por parte de la ciudadanía.
El reduccionismo extremo de un relato construido en base a tres pilares: la víctima justiciera, el delincuente peligroso y un acto de legítima defensa, habilita una mirada simplista e infantil, donde el mundo se divide en malos que amparan delincuentes, y buenos, defensores de las víctimas. La opinión pública se debate así en posiciones ideologizadas que prescinden de los aspectos fácticos y jurídicos del caso, para girar en torno a la legitimidad de la justicia por mano propia y las tenencia de armas para defender la propia vida y la propiedad privada.
El populismo punitivo construye como sujetos descalificados, a quienes faltos de recursos, son estigmatizados como portadores de peligrosidad. No merecedores de políticas sociales, para algunos sectores no lo son siquiera de la vida. Un episodio forzosamente reconstruido mediáticamente para encajar en la legitima defensa deja al descubierto que lo que busca justificar el discurso punitivista no es la reacción de Ríos, que bien podría intentar comprenderse apelando a otras figuras jurídicas. Lo que se intenta justificar realmente es la muerte de Moreyra.
*Por Verónica Cabido para La tinta. Imagen de portada: La Mirada de Quilmes Oeste.