Devenir rana: el enroque

Devenir rana: el enroque
3 julio, 2020 por Redacción La tinta

Siempre me gustó la ciencia ficción. Me encantan las historias distópicas con sus paradojas temporales, sus espacios duplicados, sus realidades virtuales. Amo esa vehemencia marcial que le aparece al protagoniste (que por lo demás, siempre es un poco loser). Me enamora cómo defiende algo que siempre parece ser “lo que queda de nosotrxs”, lo que verdaderamente importa; eso que de verdad somos.

Nos hemos imaginado un fin del mundo-humano que no se parece en nada a esto. Y aunque sé que ya nos reímos lo suficiente de esa distancia, no deja de sorprenderme.

Pienso en la amiga que me invita a comprar barbijos con dibujos elocuentes. Pienso que preferiría no hacerlo, que en verdad no quiero barbijo, ni guantes, ni máscara de PVC translúcido. Pienso en que es una pedorrada el vestuario que nos inventamos.

Pero me imagino entrando a un bar con mi barbijo de hospital medio mugre, desgastado ya para ese entonces, percudido, y me veo ridícula. Como cuando no usaba Facebook o WhatsApp. Una especie de desplazamiento que a nadie le interesa, que no hace nada, ni nuevo, ni bueno, ni malo, ni mierda.

Estoy harta.

Ya comí demasiada pandemia.

¿Será cierto que un sistema en su saturación deviene otra cosa? El hartazgo no parece estar conduciéndonos a ninguna transformación. Por lo menos no de naturaleza. Más bien la consolidación de algo que ya estaba, como mucho una diferencia de grado.

Pienso que semanas antes de la pandemia tuve la sensación de que estábamos en la escena de esa película en la que la gente camina para atrás, retrocediendo, y una nube gris les invade los tobillos. Hay algo de normal en ver el rewind de una caminata. A nosotres se nos está volviendo normal la nube.

Pienso que el hartazgo no es lo mismo que la tristeza, ni se acerca al aburrimiento. ¿Qué (nos) hace la saturación? ¿Acaso no nos acostumbra?

Una vez encontré una ranita en el patio de mi casa. La cazé en un balde y la dejé ahí con agua para después liberarla en el canalito. Tuve el cuidado de no dejarla al sol, porque ya sabemos lo que les pasa a las ranas y los sapos si les calientan el agua en que viven de a poco.

¿Cuánto de esto que es hoy, no era ya la vida? ¿No estábamos ya en un balde? ¿Qué había antes del balde?

Si a lo bueno nos acostumbramos rápido, vengan a ver qué rápido nos acostumbramos a lo malo.

Pienso en el amigo que cita a Sabina para decirme que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió. Tiene razón (aunque ahora no nos gusta Sabina): si llevamos semanas reclamando que nos devuelvan nuestra vida de mierda.

Pienso en la amiga que me dice que no va a cambiar nada. Que va a seguir todo igual. No se si refiere a la pandemia, al aislamiento, o a la vida.

De pronto, creo que me gusta (tener) (pasar) la vida en cuarentena. Qué miedo. De verdad, qué miedo. Y si somos robots que pueden pensar que son capaces de sentir y de sentir amor; si hemos sido invadidxs por otra especie que se metamorfosea con nuestras cuerpos humanes y nos chupa el cerebro y se enamora de nosotres y … ¿y si en realidad ya éramos zombis? Esta vida de mierda ya era nuestra vida de mierda. Vacía, plana, chata, aplanada, como la curva. Recta, o no tanto, casi. Administrada. Higiénica, o no tanto, casi, quizá más casi que tanto.
Veníamos haciendo proliferar todos los modos posibles de medir el azar. Todo calculado. Todo medido. Nada puede sencillamente ocurrir. Ya habían diagnosticado el encierro del acontecimiento hace años.

Pienso en la amiga que me dice que siempre fue así, que solo cambian sutilezas.

Pero es que si Dios nos odia en los detalles, quizá lo sutil, (la posibilidad de) los detalles, hacía la diferencia.
Porque al final es eso lo que hace a la vida ¿o no? Su constante diferir.

Porque la diferencia es grande: Poder (o no) encontrarse. El encuentro azaroso con lxs desconocides, aún cuando sean y seamos lxs mismxs de siempre…

Porque en el fondo, pienso, lo único que queremos es volver a tomar una birra con amigues, volver a movernos juntes, a encontrarnos de casualidad con lxs desconocides de siempre sin que nos moleste la yuta.

Porque al final, pienso, ya (estaba) estoy harta del (por el) resto de mi vida. Pero era mi vida, ¡qué carajos!

No es bueno escribir mientras se piensa, pero ahora pienso que al final se siguen muriendo lxs mismxs de siempre. Se empobrecen lxs mismxs de siempre. Lxs mismxs excluidxs de siempre, serán doble, triple, múltiple, mente excluidxs. La muerte esa (ya) no valía un centavo en ninguna parte del mundo.

Si al fin y al cabo, la incomodidad ya era (con) (de) el-le-la-lo otrx. El riesgo ya venía de ese interior proyectado, exterior recortado. Extraña manera de trazar relaciones. Pobre. Triste. Solitaria.

Pienso en todo lo sutil que hay en el encuentro con otrx desconocidx, muy otrx y no tanto. Si ya nos quedaba cada día un poco más lejos la alteridad, ahora es prácticamente inalcanzable. Incluso en las buenas conciencias, en las que parece haberse despertado la idea de que hay algo más que lo propio compartido que puede ser totalmente in-propio. El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Qué difícil se nos ha puesto aceptar lo in-a-propia-ble.

Es que para poder encontrarnos, al menos parcialmente (intentando) despojados de esto que somos-nosotres, necesitamos nuestro plano extremo de conciencia: la carne que puede percibir sin mediación. El cuerpo vibratil. Carne que puede deshacerse y fundirse en-con otrxs carnes.

Pero ahora que sabemos dónde está el virus (en las villas que llamamos dulcemente barrios populares), podemos respirar tranquilxs: no somos nosotres, son elles. Aunque el virus sea un enemigo invisible que no diferencia hospedajes y por eso mismo, conserve toda la potencia de la amenaza, el riesgo, el miedo. Aunque cualquiera pueda devenir otre. Y entonces: dos, tres, cuatro, mil veces más de nuevo, repetido: quedateencaasa, noscuidamosentretodes, etcetcetcetc. Lo único que se viraliza es el individuo y unas prácticas de cuidado que sólo conservan la higiene de un alma blanca y pura que olvida su pasado en el barro.

¿Dónde queda el final de la cuarentena?

La pandemia más larga del mundo. El espacio se tira encima del tiempo y se come al futuro. Que no haya futuro (aunque no dejemos de añorar el pasado como si existiera) nos obliga a volver la mirada a lo que acontece. Lo que hay es un continuo presente, demasiado presente me dice Paponi. Tiene razón. Presente continuo, no simple presente. Ya amábamos el gerundio ¿verdad?
Present tense. In you i’m lost.

¿Qué va a quedar de nosotres cuando lleguemos al final de la cuaresma?

Acaso un agujero.

No cambiaremos peón por rey, pero en todo lo que se me ha encogido el deseo, me conformo con un enroque que nos permita salir del jaque. Mal que nos pese, la vida siempre continúa.

Por Ayelén Zaretti para La tinta

Palabras claves: Ayelen Zaretti

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