Buster y la obstinación keatoniana
El Cineclub Municipal despide el año con un integral dedicado a Buster Keaton, el gran cómico del cine mudo. «El cara de piedra» erigió una obra atemporal y prolífica, llegando a estrenar hasta dos largometrajes por año. Esa perseverancia y la nobleza de su terquedad conformaron los cimientos tanto de su vida como de su obra. Del 5 al 20 de diciembre, la pantalla grande se colmará de sus proezas físicas, sus desmesuradas caídas y su impávido rostro. El viernes 20, a las 23:00 h, La tinta te invita a la función especial de «El cameraman».
Por Héctor Dastoli para La tinta
Una mañana de 1897, un entrometido niño de dos años metió el dedo índice en una secadora de ropa. Sus padres llamaron a un médico que decidió cortarle la primera falange del dedo y mandarlo a dormir. El pequeño despertó al rato, más hambriento que dolorido, y se dispuso a sacar un durazno de un árbol cercano. Debido a su baja estatura, buscó un ladrillo para lanzarlo y conseguir la fruta. Pero lo único que alcanzó fue su cabeza. El doctor regresó, le hizo tres puntos y lo volvió a acostar. Sin embargo, el sonido de un tornado lo despertó nuevamente. Impulsado por su curiosidad, se acercó a una ventana abierta. Los circulares vientos lo succionaron y arrastraron a lo largo de una cuadra, hasta que fue rescatado. El fatídico día terminó y nada grave le sucedió. Incluso, aprovechó esa resistencia física al debutar en los escenarios del vodevil pocos meses después. Por si todavía no lo descubrieron, ese niño era Joseph “Buster” Keaton y, probablemente, así nació la “obstinación keatoniana”.
¿En qué consiste tal idea? En la capacidad de aquel hombrecito con sombrero de paja de resistir cada una de las dificultades y obstáculos que enfrenta. Siendo golpeado y hasta humillado incluso, Buster se levanta, sigue y sale victorioso. Esto cimenta no solo su humor y el vínculo con el público, sino también la narrativa de sus películas. No por nada, a pesar de siempre rodar sin guion, Keaton nunca comenzaba una película sin tener la historia completa y un final satisfactorio.
Todas sus obras comienzan con situaciones normales, ancladas en contextos singulares, que se ven alteradas por la aparición de adversidades. Por ejemplo, en Siete ocasiones (1925), Buster es el socio minoritario de una firma al borde de la ruina (primera adversidad). Durante mucho tiempo, ha estado enamorado de una joven, pero no tiene el valor para declararle su amor (segunda adversidad). Un día, un abogado le entrega el testamento de su abuelo, que le otorga siete millones de dólares como herencia, que solo podrá cobrar si se casa previo a su cumpleaños número 27 (tercera adversidad), antes de las siete de la tarde (cuarta adversidad), que resulta ser ¡ese mismo día! (el colmo de las adversidades). Esto impulsa a Buster a declararse a su amada quien, al enterarse del legado, lo rechaza por desconfiar de sus intenciones (¡fulminante adversidad!).
Pero como ya se dijo, Buster resiste todo. Con ingenio, esfuerzo y de manera solitaria. Aunque tenga que pelear contra un campeón de boxeo, esquivar una estampida de toros o batallar contra un ejército y una tribu de caníbales. Esto deriva, en parte, en el acrecentamiento de su figura como héroe y en la afinidad del público para con su personaje.
Digo en parte, porque la perseverancia no es suficiente para alcanzar ese afecto con el espectador ni los objetivos que persigue el personaje en cada película. Ese faltante se solventa con dos aspectos. Primero, con la nobleza de su obstinación, tan sincera y pura que recuerda a la terquedad de un niño. Y, segundo, con el motivo de esa perseverancia, que siempre es el amor. De la misma manera que, a los dos años, Joseph anhelaba un durazno, en el cine, Buster elige amar profundamente y lucha por que su amor sea correspondido. Incluso, cuando eso no sucede, hace todo por mantener el bienestar de su amada. El ejemplo más claro lo tenemos en el largometraje más olvidado (injustamente) de toda su carrera. En Marido por despecho (1929), Elmer, humilde empleado de una tintorería, es capaz de trabajar durante toda la noche para apagar un incendio y enfrentar a una banda de criminales solo para salvar a su enamorada (a pesar de que ella lo haya engañado cruelmente).
Mientras las tramas se desarrollan, el público ríe a carcajadas. ¿Por qué? La obstinación keatoniana da el carácter humorístico a sus films, pero no es la responsable de esa fusión de comedia y quehacer cinematográfico que vuelve ilustre a su obra. El causante está en cómo Keaton articula esa obstinación con el tratamiento del espacio. Su posición en él siempre es peligrosa, incómoda cuanto menos, y la hostilidad que sufre de parte del mundo se expresa de esta manera. Por ello, muchas veces, los escenarios se vuelven personajes claves en la narrativa de sus films, lo que puede visualizarse desde sus primeros cortometrajes como director. En Una semana (1920) y La casa eléctrica (1922), las viviendas son alteradas por los enemigos de Buster. La inestabilidad de paredes, techos y suelos, junto a la “rebeldía” de elementos comunes como escaleras, puertas y ventanas, juegan un papel activo en la inadecuación de su cuerpo dentro de esos lugares. Otro escenario que habita de manera frecuente son los barcos (El navegante [1924], El héroe del río [1928], Marido por despecho), que, al estar expuestos a las inclemencias de las aguas, se vuelven lugares propensos a la desestabilización y propicios para que Buster se pegue buenos golpazos. Keaton termina por darle vida a estos lugares, creando una especie de danza cómica entre sus movimientos y la estaticidad parcial de los espacios.
También la naturaleza se vuelve aquí un factor de turbación, como sucede en El héroe del río (1928) con un ciclón colosal. En un alucinante despliegue de decorados, grúas y ventiladores gigantes, los incontenibles vientos levantan el techo y las paredes del hospital donde Buster se encuentra. Los edificios se derrumban a su alrededor, su cama es arrastrada por las calles del pueblo, el árbol del que se sostiene vuela por los aires y la fachada de una casa cae sobre él. Como es de imaginar, Buster sobrevive a eso y más, gracias a su increíble aptitud corpórea. Mientras la impavidez de su rostro contrasta con la capacidad acrobática de su cuerpo, la nobleza y la solidez de su espíritu sí se trasladan a su fortaleza física, haciendo que el público oscile entre la admiración y la risa por las deslumbrantes acciones de fuerza y destreza llevadas a cabo por el cómico.
A más de 95 años de su último largometraje dirigido y a casi 60 de su muerte, Buster Keaton se enfrenta hoy a otro gran desafío: el paso del tiempo. No por el devenir en sí, sino por lo que este conlleva. En alguna época, significó la revalorización de su obra. Ahora, manifiesta su olvido. La antigüedad de su cine puede alejar al gran público actual, pero no hay que engañarse. Lo primitivo responde a una cuestión puramente cronológica. Buster Keaton, definitivamente, es historia del cine, pero su obra es completamente atemporal. Sus películas son más que fósiles. Son filmes vivos, rebosantes de movimiento y ritmo interno, que conjugan una aleación perfecta entre la inmensidad de la producción, el manejo preciso de los tiempos y el impecable humor físico. Los convoco a descubrirlo y a reencontrarse con él.
A mirar sus melancólicos ojos, a reír con sus exorbitantes caídas y alegrarse por el triunfo de su honradez. Los invito a volver menos solitaria esta nueva lucha y a insistir para que sus películas sigan siendo vistas, permitiendo así que aquel “cara de piedra” nos siga haciendo felices a través de ellas.
«El cameraman», función especial por La tinta: viernes 20 de diciembre, a las 23:00 h, en el Cineclub Municipal Hugo del Carril (Bvd. San Juan 49, Córdoba capital).
*Por Héctor Dastoli para La tinta / Imagen de portada: fotogramas de la película «El cameraman».