Miseria social en Argentina: no es la pobreza, es la riqueza, estúpido

Miseria social en Argentina: no es la pobreza, es la riqueza, estúpido
2 diciembre, 2024 por Redacción La tinta

¿Quién es el sujeto empobrecedor? Para el editorialismo mediático y su correlato en redes sociales, el “pobrismo” es resultado de los «gerentes de la pobreza». Pero ¿y los «gerentes de la riqueza»? Debiera ser obvio que está arriba lo que falta abajo, pero no lo es.

Por Sergio Tagle para La tinta

El argumento sobre las causas de la pobreza que predomina en el debate señala como responsables a los llamados (y hoy, aparentemente, derrotados por vías jurídicas, culturales y represivas) “gerentes de la pobreza”. El descalificativo refiere, sabemos, a organizaciones y movimientos sociales. Un neologismo que quiere ser conceptualmente más abarcador e incluir a gobiernos caracterizados como populistas completa la narrativa: el “pobrismo”.


Las clases y grupos sociales cuya riqueza es la contracara de carencias que agobian la vida de las mayorías siempre estuvieron fuera del radar de la discusión pública sobre la miseria social. Ahora, el ultraderechismo del gobierno de Javier Milei no solo se acordó de ellos, sino que los situó en el altar de la solución del problema.


Adam Smith, reducido a un renglón —«los empresarios, al ofrecer productos y servicios de mayor calidad y menor precio, se transforman en benefactores y héroes sociales»—, nos quiere informar, con la gramática de un posteo en redes, que las cosas son muy simples: se trata de liberar al capital de cualquier tipo de regulación estatal para que actúe según sus instintos y, de esta manera, sea pobre quien decida serlo, haciendo ejercicio de su libertad.

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Javier Milei, entre los empresarios Daniel Funes de Rioja, Marcos Pereda y Javier Bolzico. Imagen: Gonzalo Colini.

Estado de bienestar, lo que fue

Los restos del antiguo estado de bienestar son caricatura de lo que este supo ser después de la Segunda Guerra a escala mundial y, en nuestro país, a través del primer peronismo. Una de sus adulteraciones contemporáneas consiste en confundir «asistencia» con «asistencialismo», una crítica que, por reiterada, no deja de tener sus fundamentos.

El asistencialismo, entendido como ayuda social “sin tiempo”, sistémica, acepta ―implícita o explícitamente― el precepto menemista según el cual siempre hubo y habrá pobres. Por lo tanto, vaya para ellos algún plan. Para que sobrevivan y que no se subleven.

Si de asistencia se trata, ninguna sociedad debiera tolerar que un niño se vaya a dormir sin cenar. Menos aún, más de un millón, como ocurre hoy en nuestro país. Tampoco que más de la mitad de sus habitantes sean pobres. Ni que, en 40 años de postdictadura, sus índices nunca hayan sido menores al 16%, con un promedio del 33%.

La asistencia no asistencialista supone políticas sociales que promuevan un proceso triple y combinado:

➡️ Que los sin nada se alimenten, la más módica meta humanitaria.
➡️ Que, en ese transcurso temporalmente acotado de ayuda estatal, sus beneficiarios adquieran conocimientos; desarrollen destrezas y habilidades para poder vivir con dignidad, sin asistencia gubernamental.
➡️ Que el Estado, en ese interludio, genere las condiciones macroeconómicas necesarias para recibir a los expobres con empleos de calidad, cuya remuneración equipare a la canasta familiar. Mejor, si la supera, para conceder también a los trabajadores/as la verdad del capitalismo que celebra las virtudes del ahorro.

Los mismos derechos pertenecen a quienes ―en los últimos años― quedaron fuera de la economía formal para intentar subsistir a través de las múltiples modalidades de la economía popular.

Esto no ocurrió desde 1983 a esta parte, durante gobiernos peronistas, progresistas ni liberales. Y, de suceder, supondría apenas una sociedad con índices “razonables” de vidas precarizadas.

Quienes son estigmatizados como “gerentes de la pobreza” no son responsables de los actuales índices de privación a los más elementales recursos para garantizar la continuidad biológica de la vida de los condenados de la tierra argentina. Ninguna contabilidad ni “periodismo de investigación” podría comprobar que la riqueza ausente en los últimos peldaños de la escala social está en cuentas de Grabois o de Belliboni.

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Imagen: Pablo Becerra.

Piquetes, el problema de tránsito que humaniza el presente

Los dirigentes sociales tildados de “gerentes de la pobreza” por el periodismo mainstream desempeñan tareas y funciones no menores para garantizar la gobernabilidad del modelo social que los somete. Imprimen eficacia y eficiencia logística a la distribución de los escasos recursos que descienden desde el Estado; aportan trabajo no remunerado de cocineras y promotores sociales. Además, muchos apuestan a la autoorganización social y voluntad de lucha en contra de cualquier gobierno que vulnere la idea de igualdad social.

Esta es una tradición que recorre los tramos más democrático-populares de nuestra historia, que tuvo su último in crescendo a mediados de la década del noventa del siglo pasado, el que alcanzó su momento más insurrecto en diciembre de 2001. No está escrita en piedra la imposibilidad de la re-emergencia de una conciencia que impugne social y culturalmente a la teoría que dice “hay que agrandar la torta porque no alcanza para todos”. La torta, en la Argentina, es en sí muy grande. Como aprendimos en la primaria, somos un país con todas las estaciones, con todas las tierras y recursos; somos un país rico. La torta, sencillamente, es repartida con la inherente mezquindad de sus dueños.

La asistencia como momento de transición hacia un país justo requiere de bases populares organizadas que presionen a las superestructuras políticas para que liberen fondos destinados a calmar el hambre. Sin movimientos sociales, no hay ni siquiera asistencialismo. Lo demuestran estos meses de tanta tranquilidad en las calles céntricas como de sufrimiento en los suburbios.

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Imagen: Eloísa Molina.

Justicia tributaria

La solución técnica viene después de la decisión política. Se pueden pensar e instrumentar reformas tributarias progresivas, por ejemplo, para que la asistencia sea financiada por quienes más tienen, posibilidad que fue contemplada por los países que participaron este año en el G20, en Brasil. Hablamos de los países capitalistas que dominan la economía del planeta y que no se destacan por su misericordia para con los pobres del mundo.

El presidente brasilero, Lula da Silva, reclamó a todos los Estados a sumarse a una alianza global que declama como objetivo movilizar recursos y conocimientos para erradicar el hambre y la pobreza a nivel mundial a través de un impuesto global sobre el patrimonio de las grandes fortunas. Milei hizo explícito su rechazo a este tributo a los superricos. “Si se trata de transgredir el derecho a la propiedad de los individuos a través de impuestos y regulaciones, no cuenten con nosotros”, informó.

En 2020, la excanciller alemana, Angela Merkel, formuló al entonces presidente Alberto Fernández dos preguntas: “¿Cómo es posible que un país como Argentina, capaz de producir alimentos para 400 millones de personas, tenga al 40 por ciento de su población viviendo por debajo del umbral de la pobreza?”, y “¿por qué los ricos argentinos no pagan más impuestos?». La respuesta de Fernández, traducida al lenguaje de las encuestas, bien pudo ser «No sabe-No contesta«.

Un país sin pobres demanda transformaciones estructurales que ni el oficialismo ni la oposición mayoritaria tienen en sus planes. Mitigar las situaciones de pobreza requiere recuperar apenas una pequeña porción del capital producido colectivamente y acopiado por particulares, cuyas fortunas están al cuidado de los gerentes de la riqueza.

*Por Sergio Tagle para La tinta / Imagen de tapa: A/D.

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Palabras claves: Javier Milei, Pobreza, Riqueza

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