La revuelta del dolor 

La revuelta del dolor 
23 agosto, 2024 por Redacción La tinta

¿Por qué escribir sobre el dolor hoy? ¿No está siendo la indolencia la estrategia afectiva de las derechas actuales acá y en el mundo? ¿O quizás un modo de reactivo de hacer con él? ¿Puede funcionar como contraseña para una micropolítica actual? La autora se pregunta sobre el dolor y ensaya algunas ideas a partir del encuentro y diálogo con el libro Poetas del dolor, de Omnívora Editora, que recoge las voces de Dickinson, Plath, Woolf y Pastan.

Por Sofía Guggiari para La tinta

Hace tiempo que insiste en mí la necesidad de escribir sobre el dolor. Hacerlo no es fácil y menos en estos tiempos. Muchas veces, traerlo a la escena produce vergüenza y humillación. El dolor se patologiza demasiado rápido y más si es una feminidad quien lo enuncia. Hoy, se siente un dolor compartido o del alma, como me dijo un paciente hace poco. Mi cuerpo se conecta ambiguamente con él, pero no es por la mala fama que lo vuelve indeseable. Hay un deseo, un susurro, en el contacto con el dolor. Algo germina entre la escritura y lo que pulsa. Salir de la indignación. Un modo de componer. Con el deseo claro y con el dolor también.

Me encuentro con el libro Poetas del dolor de Omnívora Editora, publicado este año, compilado y traducido por Renata Prati. El texto reúne cuatro autoras de diferentes épocas, conocidas por ser para nada indolentes, entre ellas, «dos de las suicidas más célebres del siglo XX». Las autoras son Dickinson, Plath, Woolf y Pastan. “El dolor, la tristeza, la desesperanza, el duelo, como también las migrañas, el dolor de panza, la depresión y la locura, así como otras declinaciones del malestar son parte de lo que sea que es vivir”, dice Prati. El libro funciona como un artefacto de conexión con el dolor. Pero no como fuente de sufrimiento miserable. Algo se cocina en los modos de experienciarlo. Sentir, dejarse tocar por él es también una vía para tramar otros usos, otros modos, escuchar su información y quizás algún decir rebelde.

¿De qué está hecho el dolor? Hay dolores, tristezas, abismos, vacíos. Inaguantables. Insoportables. Dolores llenos de dolor. Viscerales. Del cuerpo como memoria, como historia. Dolor de la carne, los músculos. Dolores que erotizan, que dan placer. Que se parecen a un orgasmo. A una muerte chiquita. Propios de lo vivo y de los procesos necesarios. Pero también dolores de panza por hambre. Precariedad de la vida. Dolor represión. Dolor por el miedo, el terror. Exclusión. Genocidio. Crueles, injustos, efectos de precariedad y abuso. Ansias de destrucción.

¿El dolor no es también una vía distinta para conocer, denunciar, alertar, entender nuestros modos de hacer mundo? 


Pienso en las místicas del siglo XVI, que hicieron del dolor una vía de conexión, una forma de conocimiento, política y erótica. Las Abuelas de Plaza de Mayo, ¿no hicieron acaso del dolor una insumisión? Dice Virginia Woolf en «La enfermedad como experiencia», el último y maravilloso texto del libro Poetas del dolor: «El arrojo es una de las propiedades del malestar y es arrojo lo que necesitamos». ¡Cuánto de nuestro presente tiene esa frase!


Sentir dolor nos avisa que algo no anda bien. O nos recuerda que somos parte de procesos de la vida. Como un imán, el dolor siempre ejerce sobre nosotrxs una fuerza de atracción. Pero no es sólo unidireccional. El dolor es efecto de estar en contacto con un mundo y nos hace conocer ese mundo de un modo distinto. Tiene un saber. En él, se conjura una conversación vibrátil. Muchas veces, no queremos la cura porque hay una relación ambigua con el éxtasis que produce. Nos hace sufrir, nos hace gozar. Una relación que puede ser creativa, a veces mortal. Pero eso no nos vuelve solamente víctimas. No se trata de pensar que el dolor sólo nos hace doler. Como si no tuviéramos ningún tipo de capacidad de agencia. Como dice Renata Prati, también “le hacemos cosas al dolor (…) hacemos cosas con y desde él”.  Unx puede hacer con él, para él, en opuesto a él queriéndolo, odiándolo.

El dolor se soporta, se sufre, se causa, se goza, se inflige, se evita, se rechaza. Con el dolor nos humillamos, nos castigamos, nos excitamos, nos hacemos pequeñxs, nos hacemos gigantes, nos hacemos daño, nos volvemos opacos, nos peleamos, nos amigamos, nos amamos y nos odiamos también con dolor. Con él convivimos, lo usamos, a veces lo buscamos, lo reprimimos, lo recordamos, le tememos, lo escribimos, lo actuamos, lo bailamos, lo pensamos, a veces para no sentirlo más. Nos doblamos de dolor, lo queremos calmar. Con el dolor sabemos, estamos alertados, percibimos, podemos accionar o reaccionar. 

El dolor nos sorprende, no lo elegimos, nos hace monstruos, nos hace humanos. Hay política contra, en rechazo, a partir del dolor. El dolor arma un común. En el congreso y en todas las Plazas de Mayo de nuestra historia. Nos indica, es dirección, brújula, atención. “Y me di contra un Mundo, en cada abismo. Y entonces ―terminé sabiendo― dice Emily Dickinson. Si pudiera hacerme amiga / de este dolor, comprender el estrago / del espíritu / como una especie de ejercicio”, escribe Linda Pastan.

Así como las poetas del dolor, las místicas, las Abuelas de Plaza de Mayo y las nuevas comunidades, la erótica, la escritura y la traducción son territorios sensibles para que se despliegue esa fuerza magnética de atracción y rechazo: el dolor. Porque en él no hay sólo tormento, sino también una insistencia, un mensaje. Y no me interesa romantizar el sufrimiento; al contrario, existe un saber en esa sensación, un saber del cual es imposible escapar. Y por qué no, desde ahí, producir una ética del dolor como contraofensiva a la indolencia. Tejer una forma de politización del dolor que no sea el fascismo o el resentimiento individual de época. Una revuelta.

*Por Sofía Guggiari para La tinta / Imagen de portada: Omnívora Editora.

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Palabras claves: literatura, poesía

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