El cordobazo y sus efectos en las luchas obreras: una tentativa de interpretación

El cordobazo y sus efectos en las luchas obreras: una tentativa de interpretación
10 mayo, 2024 por Redacción La tinta

Por Carlos Mignon para La tinta

Corría el año 1971, un gerente de FIAT Concord les recordó a los operarios que, en épocas pasadas, la fábrica era un lugar donde se podía trabajar tranquilo; pero, en ese momento, se había convertido en un páramo donde únicamente habitaban indios. La reacción de los trabajadores fue descripta por la Revista Jerónimo: «Tomando como ofensivo cierto lenguaje atinente a ellos, dos mil obreros efectuaron, el miércoles 9 de junio, una extraña manifestación. Adornados con plumas y vinchas, penetraron en fila india en el comedor. Cuando se fueron, había un pizarrón escrito. Representaba la caricatura de un tehuelche y esta inscripción: indio malo no ser instruido/pero conocer billete grande». Finales de 1975, el dirigente radical Ricardo Balbín se pronunció sobre los peligros de la “guerrilla industrial” mientras que, en el número de noviembre de El Auténtico, Álvaro Alsogaray denunció la “sovietización de las fábricas”. El elemento común de estos testimonios fue la insurgencia obrera de estos años. Fue el fenómeno que convulsionó el repertorio de mediaciones entre el capital y el trabajo establecidas desde el primer peronismo y, en consecuencia, llevó al cuestionamiento de los “interlocutores oficiales” que impedían un enfrentamiento abierto de los trabajadores con el Estado.

El Cordobazo fue uno de los episodios más impactantes que abrió el ciclo de luchas obreras del período 1969-1975. Todos los análisis historiográficos reconocen que estos años marcaron un giro decisivo en el pasaje de la fase de desarrollo económico vinculado al régimen de sustitución de importaciones hacia la crisis económica, política y social de los años de 1970. Particularmente, el 29 de mayo de 1969 es una fecha evocada de manera casi ritual, muchas veces soslayándose ―principalmente, en los ámbitos externos a la discusión académica― su especificidad concreta. Por otra parte, en la actualidad, las tomas de fábricas del período 1970-1971 y el “Viborazo” tienen poca incidencia rememorativa. Esto parece aún más sorprendente cuando se analizan los acontecimientos posteriores que estos hechos de masas generaron, ya que evidenciaban las manifestaciones de una crisis política y económica que repercutiría, con efectos de cascada, en los años siguientes. 


En otros términos, el significante histórico del Cordobazo fue el de haber sido el acontecimiento que abrió una intensa crisis política que repercutió en todo intento por salvaguardar la racionalización económica capitalista y la disciplina patronal en Argentina.


La “segunda fase de industrialización por sustitución de importaciones”, noción acuñada por Eduardo Basualdo, además de fomentar las actividades industriales para miles de personas, desarrolló el consumo popular durante la década del sesenta, comenzando a trazar el perfil de una sociedad que, si bien no se podría señalar estrictamente “de consumo”, ya comenzaba a abandonar ciertos rasgos de pauperización y subdesarrollo. Este proceso se produjo sobre la base de una estructura atravesada por profundos desequilibrios, no solamente territoriales (entre una pampa húmeda más desarrollada que el resto de las regiones), sino en la composición misma del capital industrial, compartido entre un estrecho núcleo de empresas extranjeras de punta y una mayoría de pequeños y medianos emprendimientos más tradicionales y con menos recursos.

Ante los primeros signos de agotamiento del sistema a comienzos de la década del setenta, las principales fuerzas patronales, políticas e intelectuales pregonaron la necesidad de dotar de instrumentos más aptos para gobernar y administrar las dinámicas derivadas del proceso, a los fines de dirigirlas hacia un proyecto más consciente de modernización y de reequilibrio. A nuestro juicio, el documento más ambicioso y significativo de esta tendencia reformadora fue el “Programa Justicialista para la Nación”, dado a conocer el 18 de noviembre de 1972. A través de esta plataforma, se podía pasar revista del pensamiento institucional del Partido Justicialista que, tras diecisiete años de proscripción, presentó su condición de mayoría electoral para las elecciones presidenciales. En este programa, se establecieron las líneas necesarias para asegurar el crecimiento industrial, la innovación tecnológica y la autonomía económica para el decenio siguiente. Las referencias en la plataforma al rol de los sindicatos fueron significativas: por un lado, se los caracterizó como los sujetos indispensables para una política de planificación económica correcta; por el otro, se consideró apropiado no comprometerlos en la participación gubernamental, para no arriesgar su representatividad en las bases. Este tipo de posicionamiento no fue otra cosa que la expresión de la búsqueda de una solución “pactada” por parte de las clases dominantes argentinas para el nuevo escenario de las elecciones presidenciales de 1973. 

Pero el escenario previsto rápidamente se volvió utópico, no solamente porque no tenía en cuenta el inicio de la espiral inflacionaria que se desencadenó más tarde (fenómeno que se desarrolló en el conjunto de la economía mundial), sino porque su realización fue rápidamente arruinada por la crisis del marco político e institucional doméstico, y por las dificultades internacionales. En este contexto, desde los medios cercanos a los industriales, el problema de los convenios colectivos de trabajo no era visto en términos demasiado dramáticos. Más que los previsibles aumentos salariales, lo que las empresas realmente temían era la baja de productividad ligada a las huelgas, la cual podía arriesgar su competitividad sobre los mercados exteriores, que comenzaban a suplantar al menguante mercado interno como principal impulsor de la demanda. Y lo desconocido, desde este punto de vista, estaba sobre todo representado por las modalidades seguidas en las luchas contractuales. En efecto, las clásicas huelgas externas programadas por los sindicatos tenían un impacto menor que los paros articulados al interior de las fábricas y toda aquella gama de “huelgas salvajes” especialmente estudiadas para dañar la productividad con una mínima pérdida de salario. Es decir, el problema no consistía en el aumento del costo global de la fuerza de trabajo, sino en las modalidades con que las huelgas se habían desencadenado, la productividad en las plantas fabriles y, fundamentalmente, la ingobernabilidad dentro de los talleres.

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La conflictividad en los complejos fabriles de la ciudad de Córdoba abrió la tapa de una olla que, luego, sería muy difícil cerrar. Las luchas de 1970-1975 fueron para los obreros mucho más que la pugna por una renovación contractual. Las tomas de fábrica habían legitimado de hecho un tipo de conflictividad que, actuando simultáneamente tanto desde la faceta del aumento del costo de trabajo como del costado de la ralentización de la producción, terminó constituyéndose en un elemento de permanente desestabilización y constituía ―para las patronales― una amenaza permanente a la propiedad privada. Este tipo de conflictividad, cuya característica principal era la extensión de la movilización obrera hacia el terreno social ―como ya lo habían sido las movilizaciones de masas del Cordobazo y el “Viborazo”, y como lo sería el “Villazo” en la ciudad de Villa Constitución―, creó una situación en la cual la posibilidad de reabsorber los costos sociales de los conflictos mediante acuerdos entre los sectores políticos (particularmente, la idea de un “Pacto Social”) se revelaría débil en el aspecto económico, pero fundamentalmente impracticable desde un punto de vista social y político. Fue precisamente en este punto que las luchas obreras de los años 1970-1975 tuvieron una significación decisiva. Esto se debió a que, por un lado, se iniciaron una serie de mecanismos económicos (aumentos de salarios seguido por el consiguiente incremento de los precios de los productos de las empresas oligopólicas) frente a los cuales los instrumentos clásicos de intervención de las autoridades monetarias, como la restricción del crédito y las tentativas deflacionarias, se mostraron totalmente ineficaces. Por otra parte, estas luchas crearon una situación de movilización social permanente que, al aumentar constantemente la demanda social de conjunto, introdujo en el sistema elementos continuos de perturbación, haciendo objetivamente difícil cualquier tipo de gestión económica y política. 

Además, fue evidente que las luchas obreras del período expresaron una reivindicación de transformación radical de las relaciones entre las clases. Desde nuestra perspectiva, el clasismo de SITRAC-SITRAM se constituyó en la manifestación inacabada de esta demanda de poder, al intentar encaramarse como una alternativa válida a la representatividad sindical tradicional. A pesar de su experiencia muy breve, luego de su disolución, su herencia fue adoptada no solo por el proletariado cordobés, sino también por los trabajadores de otras provincias. En este sentido, la clase obrera abrió una crisis política e institucional que fue más allá de la posibilidad de una apertura democrática. Esta se manifestó en la falta de legitimidad de las clases dirigentes, en las perspectivas del medio gubernamental, en los partidos políticos e, incluso, en las mismas instituciones representativas. No fue obra del azar que, durante estos años, todas las principales fuerzas políticas del país estuvieran atravesadas por elementos de división que se relacionaban con los problemas planteados por la fuerza y radicalización de los movimientos sociales. 

El retorno a la Argentina de Juan D. Perón, en tanto líder del movimiento peronista, fue una acción de las clases dominantes para evitar que la movilización obrera tomara características de conflicto abierto con las instituciones. La probabilidad cierta de que, a través de elecciones democráticas, el general exiliado accediera a una tercera presidencia provocó que muchos dirigentes sindicales combativos (el caso más importante en Córdoba fue el de Renée Salamanca) realizaran un complejo trabajo de mediación, calificado por muchos grupos de extrema izquierda como “oportunismo” y “traición” de las luchas.

En realidad, la operación realizada por los dirigentes sindicales fue más profunda: por un lado, secundaron e hicieron suyas las instancias de base; y por el otro, le ofrecieron a la movilización obrera oportunidades más creíbles y concretas, reinstaurando la autoridad sindical tradicional en los espacios de trabajo.

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Los sindicatos, más allá de su combatividad, se concentraron en reforzar su presencia organizacional en los talleres y en consolidar su legitimidad representativa no solo hacia los trabajadores en particular, sino también ante el conjunto de la sociedad. De esta manera, reivindicaron la posibilidad de un control de las condiciones de trabajo y del conflicto en las plantas, a través de la acción de los delegados y otros cuerpos orgánicos de los gremios. Esto se debió a la fuerte oposición dirigencial a la acción espontánea de los obreros como una expresión simple y pura de “contrapoder”, y que tenían una visión más tradicional del “intercambio político” en una sociedad democrática dirigida por instituciones de carácter representativo. Sin embargo, el éxito de lograr garantizar el control eficaz ante cualquier iniciativa espontánea tuvo su costo: para no perder sus bases, los sindicatos se vieron obligados a adoptar gran parte de sus reivindicaciones y comportamientos, radicalizándose ellos mismos. Esto agregó nuevos elementos de inestabilidad al sistema político debido al déficit de presencia de los partidos políticos en la sociedad (producto del largo período de dictaduras militares y democracias tuteladas), lo que hacía inevitable que los sindicatos se convirtieran en el principal recolector de una demanda social cada vez más creciente y radical. 

El hecho que los sindicatos se presentaron nuevamente como los interlocutores directos y privilegiados durante el nuevo gobierno peronista trazó un clima de confrontación entre los partenaires sociales de la negociación colectiva (sindicatos, asociaciones patronales y Poder Ejecutivo), en el cual los espacios de maniobra política comenzaron a reducirse. Este rasgo llegó a su paroxismo el 27 de junio de 1975, el día que la CGT se enfrentó a María Estela Martínez de Perón y realizó el primer paro general contra un gobierno peronista. A su vez, la monopolización de la CGT sobre la representación de la demanda social que el propio Perón había restaurado antes de su fallecimiento permitió a los sectores gremiales más reaccionarios posibilidades de maniobra antes impensadas. 

Como sostuvo Horacio Verbitsky, la masacre perpetrada en Ezeiza el 20 de junio de 1973 marcó el cierre de un ciclo de la historia argentina y prefiguró los años por venir. Inmediatamente, la prensa atribuyó la responsabilidad de estos hechos a las organizaciones de la izquierda peronista, poniendo el evento en estrecha relación con las tensiones creadas por las luchas sociales. Cuando, rápidamente, se hizo evidente que los autores de la masacre debían buscarse entre los sectores neofascistas del peronismo (en conjunción, además, con ciertos elementos del aparato estatal), en amplios sectores de la sociedad argentina se mantuvo la fuerte impresión de que, en el fondo, la responsabilidad del “clima de plomo” reinante se le debía atribuir a las fuerzas que habían provocado la ola de protestas y la movilización colectiva de los años precedentes. 

Si bien era evidente que las tendencias abiertamente retrógradas y con tentaciones golpistas comenzaban a tener un margen de maniobra cada vez más amplio, era igualmente cierto que una parte de la clase política era más o menos consciente de este escenario destructivo, y estaba presta a hacer un uso político informal de esta violencia. No con el objetivo de “desestabilizar” la situación, sino, al contrario, de estabilizarla, de inspirar el miedo a toda transformación radical de la sociedad, de bloquear todo desarrollo hacia la izquierda del marco político, con una suerte de chantaje que se sustentaba en la amenaza de los ataques reaccionarios. 

El año 1969 abrió, entonces, una situación de “rompecabezas historiográfico”: entre crisis económica y movilización colectiva, entre desarrollo de nuevas formas de protesta y representatividad y defensa tenaz de los equilibrios tradicionales, estos fueron algunos de los numerosos elementos que caracterizaron el escenario político argentino y la cruenta respuesta que la clase dominante argentina dio a la demanda social durante la dictadura cívico-militar de 1976.

*Por Carlos Mignon para La tinta / Imagen de portada: Nilo Silvestrone.

**Este artículo se realizó en el marco de la alianza rumbo a los 55 años del Córdoba junto al Centro de Investigaciones de Filosofía y Humanidades María Saleme de Burnichon y su Área de Historia, la Facultad de Filosofía y Humanidades y el Instituto de Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba.

Palabras claves: Cordobazo, Fábrica, Movimiento obrero

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