La luz infinita, una crónica sobre los cinco bebés asesinados en el Hospital Materno Neonatal

La luz infinita, una crónica sobre los cinco bebés asesinados en el Hospital Materno Neonatal
25 abril, 2024 por Redacción La tinta

Por Roberto Chuit Roganovich para La tinta

«Cuanto más sagrado es el lugar,
mayor la devastación que ha sufrido».

Nahmánides

I

La sala es del color de la leche. Puede que así se vea el interior del cuarzo o la parte de adentro de una nube.

En la sala, hay una jeringa con una solución salina de potasio. El líquido es blanco y parece inofensivo, como el agua o el aire. La aguja, por lo fino de su hechura, es indistinguible de la piel que ahora atraviesa y del cuerpo mínimo en el que se clava. 

Es muy a lo lejos que se escuchan los ruidos del día: las voces, los autos, miles de pájaros, que casi no llegan, asordinados por las paredes y las cortinas. Hay un mundo ahí fuera con su ruido inútil, iluminado por un sol absoluto, a la espera de un nuevo miembro, para que él también se sume al vértigo. 

Pero alguien aprieta el émbolo, lento, con la amabilidad de una caricia. 

Entonces, hay una descarga. 

Puede sospecharse que se siente como una electricidad fría o como los primeros vientos del otoño; como hormigas trepando por la columna vertebral. 

El potasio viaja sobre el torrente sanguíneo como si se tratase de una autopista. Puede sospecharse que es justo después que el corazón y los pulmones se aceleran: que las extremidades se contraen y se expanden, que falta el aire y que aparece una arritmia y un fallo generalizado y un paro cardíaco y, más tarde, un silencio triste y una calma y el lento apagarse del mundo y, después, nada. 

Se podría sospechar que así sucede. Al menos, así se consigna en la literatura médica.

Pero decir “duele” no es idéntico al dolor, del mismo modo en que no es circular la idea de círculo.  

Tampoco se le podría preguntar a ellos, las víctimas, porque no hablaban entonces y no hablan ahora. 

Cinco recién nacidos fueron asesinados en la ciudad de Córdoba durante el 2022 mediante este mecanismo. Otros ocho sobrevivieron a las inyecciones, aunque todavía se desconoce, por lo prematuro de sus vidas, si tendrán secuelas de envergadura. 

II

Ahora hay otra sala. Se encuentra muy por debajo del nivel del asfalto, bajo tierra, como si lo que sucediera ahí no fuera digno de los ojos de nadie. No está el sol atravesando claraboyas y dibujando líneas rectas en el suelo ni ventanas abiertas por donde se pueda adivinar la estación. 

La habitación es amplia, apenas iluminada con lámparas amarillas que cuelgan del techo y que no tocan más que lo que tienen justo debajo, acaso con la vergüenza de darle entidad también a lo que se encuentra un poco más allá sobre las paredes: las cajas de metal, las muestras en las cápsulas, los estantes, los informes clavados en las esteras, las fotos en blanco y negro.  

Los ruidos de los instrumentales contra la chapa hacen eco. Se toman su tiempo para expandirse y reverberar: nada los detiene ni los interrumpe porque la sala tiene el vacío de las iglesias y los santuarios. 

Sobre una camilla de acero pulido, un hombre se inclina sobre un cadáver. Lleva ambo, lentes y barbijo. Antes de empezar, piensa que tiene quince, veinte veces el tamaño de lo que tiene al frente; que el bulto, ya violeta como las uvas, no es más grande que una hogaza de pan; que no es así como se supone que deberían funcionar las cosas. 

Es de las pocas veces que observa un cuerpo sin bolsas de papel en el perineo (la parte baja de la pelvis) y las manos, conducta recurrente de la policía forense cada vez que se trata de un homicidio, ya que ahí, debajo de las uñas, por ejemplo, es donde suelen alojarse restos biológicos si la hipótesis que se baraja es la de un ataque y su consecuente respuesta defensiva. 

La víctima, ahora en la mesa de trabajo, era demasiado pequeña para entender su propio cuerpo o cualquier idea o noción de defensa; demasiado pequeña para descubrir el pulgar oponible que nos distancia de todo lo que se mueve en el mundo; para mover el índice por un espejo hasta tocar otro índice, el suyo mismo, pero reflejado, y reconocerse. 

El hombre realiza el examen externo, tanatológico, traumatológico e interno del cadáver. Nada llama la atención, excepto dos cosas: el examen de sangre y un punto rojo y minúsculo en la parte baja de la espalda.

El hombre, David Moisés Dib, unas semanas más tarde y en concordancia con otros siete profesionales encargados de las autopsias, dirá ante la fiscalía a cargo de Raúl Ignacio Garzón que «los niveles encontrados de potasio en sangre (hiperpotasemia) eran incompatibles con la vida y muy por encima de los valores esperables en un cadáver con ese tiempo de evolución de la muerte». Con sus colegas, llegará a la conclusión de que «la administración del potasio no fue por vía endovenosa u oral, puesto que, de haber sido, así la muerte se habría producido en el mismo momento de ser administrado. Fue por una vía no habitual, que se explica por la absorción errática en el organismo y su pertinente manifestación clínica, como así también en el retardo entre la aparición de los síntomas y la muerte». 

En los días siguientes a las declaraciones del Dr. Dib, los análisis de las historias clínicas descartarán cualquier hipótesis de que las hiperpotasemias sufridas por los bebés tuvieran que ver con patologías, malformaciones o enfermedad, esto es, razones de carácter endógeno. Por el contrario, permitirán sostener —en base a los “puntos rojos” encontrados en los varios cuerpos de los recién nacidos, nada más que gotas secas de sangre que acusan inyecciones no reglamentarias— que el potasio fue introducido por vía externa en el cuerpo de los bebés y fruto de una acción humana deliberada. 

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Imagen: Ramiro Pereyra / La Voz

III

Atardece en la ciudad de Córdoba. 

En una esquina de barrio Cofico, hay una cafetería desde donde puede verse el campanario del Templo del Corazón de María. Se ve también la punta de los pinos de la plaza, que se mueven lento y acompasados por la acción del viento.

En una de las mesas, se sienta una residente del cuarto año de tocoginecología, formada en el Hospital Rawson y en el Hospital Materno Neonatal de la ciudad de Córdoba.

Habla claro y con prisa, como si ya hubiera hecho suyo el hecho de que, en el campo de las emergencias médicas, las palabras tienen que correr como un río y siempre detrás de las acciones concretas. Tiene las manos delgadas y arma los cigarrillos con la delicadeza de quien entiende de milímetros.

Antes de empezar, avisa —sólo por el hecho de que todavía no pesa sobre nadie una condena— que prefiere mantener su anonimato. Es que la herida todavía está abierta y late. Late porque no hay sentencia firme, porque se trata de niños, porque, hasta ahora, la Justicia ha avanzado únicamente sobre dos de las cinco muertes —las de Angeline Giselle Cornelio Rojas y Melody Luz Molina, nacidas y muertas en el 2022—, porque hay quienes afirman que los asesinatos vienen sucediendo desde hace años y, también y sobre todo, porque, inexplicablemente, a dos años de los sucesos, el caso no ha tenido repercusión de valor en los medios nacionales.

A pesar de la prometida confidencialidad, ninguna de las otras enfermeras ni las médicas y médicos residentes o de planta han accedido a una entrevista.

Sólo ella.

Entonces, habla. Dice haber sido responsable, junto con los equipos médicos del Hospital Materno Neonatal, de varios de los partos y cesáreas que tuvieron desenlaces fatales. Insiste en algo que más tarde confirmará el expediente judicial: que Melody Luz Molina y Angeline Giselle Cornelio Rojas, dos de las víctimas, nacieron sanas.

“Nos dimos cuenta de que algo andaba mal en un pase de guardia a principios de junio. Era martes por la mañana y me tocaba recibir la guardia. En el pase, me avisan que, el día anterior, habían fallecido tres bebés nacidos en perfectas condiciones, de término, con más de 37 semanas, con partos normales, sin signo alguno de sufrimiento fetal, sin malformaciones, con puntuaciones excelentes de APGAR, test que valora la viabilidad de un recién nacido en los primeros minutos de vida. No entendíamos qué pasaba: se nos estaban muriendo bebés que había nacido completamente sanos”.

El enfermero de neonatología, Pablo Daniel Chalup, encargado de llevar las incubadoras de transporte al internado, parece haber atravesado el mismo desconcierto. Ante el fiscal y respecto del caso de Melody, declararía: “Iba por el pasillo y pensaba cómo puede estar pasando esto. No es normal que un bebé haga paro cardíaco. Le habían hecho varias reanimaciones porque tuvo cuatro paros cardíacos. Reitero, estaba por el pasillo volviendo a mi puesto cuando la chica rubia residente me grita y me dice: ‘Pablo, Pablo, volvé que hay otro’. Ahí ya dije no puede ser, esto es una broma. No es normal que, en una noche, dos bebés se descompensen así”.

La residente anónima se ve tranquila, pero apagada. Acaba de salir de una guardia de 24 horas y el cansancio le pesa en la cara. Bosteza dos, tres veces.

“En lo que pensé después de enterarme, creo, es en lo que pensaría cualquier persona que comparte profesión conmigo. En que el error es nuestro, humano, y que hay que encontrar una solución, ya sea para aplacar los daños o prevenirlos a futuro. Con algunas compañeras, evaluamos posibles mala praxis, confusión en la aplicación de las inyecciones reglamentarias, problemas en el lote que teníamos de la vitamina K, vitamina que se le pone en la recepción a los recién nacidos, pero todo parecía estar en orden. A eso, se le sumó que nunca tuvimos una reunión formal con la dirigencia del Hospital, de ahí que las hipótesis que pudiésemos llegar a elaborar no se hacían más que en los pases o en los momentos libres de la guardia, y siempre entre nosotros, es decir, entre residentes, y nunca con nuestros superiores. En un momento, puesto que las noticias no habían trascendido, supusimos que estaba en curso una investigación interna por parte de la dirigencia sobre posibles motivos epidemiológicos o infecciones intrahospitalarias, pero poco más”.

Los miembros del staff médico, desconcertados y sin una directiva superior clara, volvieron por su cuenta sobre sus propios pasos: revisaron el estado de las salas de parto y de las diversas alas en donde descansan las madres y los niños recién alumbrados, releyeron las historias clínicas, hicieron el careo de los inventarios farmacológicos y las fichas de entrada y salida del personal. En ese trabajo voluntario e individual de investigación, la jefa de la División Farmacia del Hospital Materno Neonatal, Patricia Esther Ceccone, descubrió que, en el mes de junio —mes en el que se presentaron al menos tres de los casos problemáticos—, existía un error en los balances de inventario: de los botiquines dispuestos para la internación, faltaban 20 ampollas de potasio que no habían sido prescritas médicamente.

La residente termina su cigarrillo. Libera el humo mirando hacia arriba, al cielo despejado del otoño. Parece disfrutar el café. Cierra los ojos cada vez que se lleva la taza a la boca.

“El trato de los residentes con los enfermeros es exclusivamente profesional. Nuestro contacto con los enfermeros y enfermeras suele ser corto y conciso. No tenemos tiempo para interactuar por fuera de la instancia laboral. A eso, se suma que sus horarios suelen ser más cortos que los nuestros y que, por eso, los intercambios se solapan, lo que hace que el movimiento constante de personal no permita desarrollar un vínculo humano duradero o constante. Tal vez por eso, las hipótesis y análisis corrían por cuenta propia y al interior de cada espacio de trabajo. Entre las residentes, revisitamos mucho nuestro accionar durante los alumbramientos y los postquirúrgicos. Hasta donde recordábamos, no habíamos hecho nada mal ni fuera de regla. Entonces, si no se trataba de una infección intrahospitalaria ni tampoco de nuestra actividad durante los partos, tenía que tratarse de un error de Enfermería. Poco tiempo después de la muerte de las bebés, unas semanas, no recuerdo, nos llegó un mensaje de nuestra instructora: había llegado una lista con los nombres de las residentes que habían participado de los 13 casos problemáticos —es decir, no sólo de los que habían tenido desenlace fatal, sino también de los otros bebés que habían nacido sanos, pero después habían tenido muchas complicaciones—. A quienes figuraban en la lista, yo, entre ellas, se las llamaba a declarar a la Justicia. Ahí supimos, por los comentarios de pasillo, que era mucho más grave de lo que sospechábamos y que la fiscalía ya tenía apuntado un nombre. Alguien que tenía lunares en la cara”.

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IV

A pesar de que nueve personas han sido apartadas de sus cargos, las sospechas apuntan a una única persona, acusada al día de hoy de homicidio calificado reiterado.

En el expediente judicial del Sistema de Administración de Causas n.° 11064872, firmado por el fiscal de instrucción Raúl Ignacio Garzón y el prosecretario Santiago Ariel Aquilante, se cita a Mariana del Carmen Aragón, médica residente de obstetricia que, respecto de la bebé fallecida, Cornelio Rojas, dijo:  

«También recuerdo que, luego de asistir al bebé, se lo entregaron al papá, porque cuando terminé con la atención de la mamá, me acerqué a ella para felicitarla y vi que el papá tenía al bebé en brazos. No sé quién se lo entregó. En ese momento, lo vi al niño y me pareció que estaba todo normal. Incluso, luego de entregarle yo el bebé al neonatólogo, no recuerdo que nadie haya advertido o manifestado sobre alguna complicación respecto al niño. Además, si le entregan el bebé al papá es porque el niño nace bien. Luego de felicitarlos a los papás, yo me retiré de la sala de parto y tanto la mamá como el papá y el niño fueron trasladados a la sala de recuperación. Desconozco qué personal estaba asignado en la sala de recuperación o quién trasladó a esa paciente a la sala. Lo único que recuerdo es que, en esa sala, estaba Brenda Agüero”.

Brenda Agüero, la señalada, es una enfermera de 29 años, oriunda de Río Ceballos, una localidad a 32 kilómetros de la ciudad de Córdoba. Nacida en una familia humilde, habría mostrado interés desde temprano por la Enfermería y las tareas de cuidado. Sus compañeros de trabajo la señalan, en los pasillos del Neonatal y a medias voces, como obediente y sumisa, también como proactiva y competidora. 

Hoy, detenida, se considera inocente. 

Las declaraciones de sus compañeros de trabajo, sin embargo, no se han ordenado a su favor. 

Cecilia Alejandra Calderón, personal de enfermería, dijo ante los letrados: 

“Se comenzó a sospechar de la enfermera Brenda Agüero, porque se comentaba que las descompensaciones habían sido justo por la mañana y en el área de recuperación en la que estaba ella. La cuestión es que estos eran los comentarios en general. Si vos me preguntas si sé de alguien en particular que haya visto algo extraño, sólo te puedo decir lo siguiente. Hace aproximadamente un mes o mes y medio, la enfermera Liliana Ríos, que se desempeña como enfermera volante porque es del interior y trabaja 16 horas, en el marco de una charla que tuvimos una noche en la zona de descanso del centro obstétrico, nos comentó una situación que a mí me resultó extraña: que una mañana en la que fue a cubrir al centro obstétrico, le tocó estar en el ala de recuperación. Entonces, en un momento dado, ella salió de la sala y, al regresar, vio que Brenda Agüero le estaba sacando la ropa a uno de los bebés que estaban en recuperación con la mamá. Según contó Liliana, ella le preguntó a Brenda qué estaba haciendo y Brenda le respondió que estaba revisando al bebé. Entonces, Liliana le dijo que era su servicio y que no tenía por qué estar allí”. Más adelante, la testigo dijo: “Escuché comentarios de otros compañeros que decían que les llamaba la atención que ella, Brenda, siempre anduviese con mangas largas, incluso los días de calor, lo que me lleva a sospechar que, en las mangas, podría haber guardado algo. También se decía que cuando ella estaba sola en el ala de recuperación con los pacientes, no salía en ningún momento a tomar algo. Esta actitud me parece extraña porque son 8 horas de trabajo, es un lugar chiquito, entonces, pienso: ¿qué vas a hacer ahí tantas horas? Para mí, es normal que uno salga un rato a tomar un té, a fumar un cigarrillo o algo así, pero no estar las 8 horas ahí”.

La fiscalía, después de los peritajes y las declaraciones, trabaja con un conjunto de indicios comprometedores. Los de mayor relevancia son tres.

“De presencia”, puesto que puede comprobarse no sólo que Agüero estuvo en el parto de Angeline Rojas, sino que, además, fue quien, sin pretexto alguno y en soledad, trasladó a la recién nacida a la sala de recuperación. Algo similar habría ocurrido con Melody Molina, el otro caso en el que se ha centrado la fiscalía para ordenar su detención. 

“De oportunidad”, que insiste en que Agüero no sólo tenía acceso libre a las ampollas de potasio, sino que, además, habría tenido el tiempo y el espacio necesarios para realizar las inyecciones, todas efectuadas, aparentemente, en la sala de recuperación, donde se encontraba sola, y no en las salas de partos, atiborradas de profesionales de la salud por lo general. 

“De conocimiento”, derivadas de las pericias técnicas sobre el celular de la imputada, que arrojaron búsquedas en Google sobre el comportamiento del potasio en niños recién nacidos. 

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Imagen: Télam

V

De terminar por esclarecerse los hechos y de ser declarada culpable, Brenda Agüero se convertiría en la asesina en serie más importante de la historia argentina, sucedida por Margarita Herlein, «la probadora de hombres», que asesinó a sus cuatro maridos bajo el pretexto del “aburrimiento” y, luego, por María de las Mercedes Bernardina Bolla Aponte de Murano, conocida por los medios como Yiya, con un total de tres víctimas mujeres en 1979.

La literatura médica sostiene que los asesinos en serie son manipuladores y persuasivos, encantadores en su forma de hablar y comunicarse, altamente participativos en su comunidad y con rasgos narcisistas; sostiene también que presentan impulsos sádicos capaces de, como si se tratase de una niebla, desactivar cualquier forma de empatía por el dolor o el sufrimiento del otro; que no muestran forma alguna de arrepentimiento, que no suelen desarrollar vínculos con sus víctimas y que son deseosos de protagonismo.

Según especialistas, los asesinos en serie pueden mostrarse emocionalmente fríos y sumisos en su vida pública cotidiana, pero sin dejar de estar atraídos por el poder y la dominación. Por el contrario, en su momento de actividad criminal, se convierten en cazadores. Ed Gein, Andrei Chikatilo, Jeffrey Dahmer, por nombrar sólo algunos de los más famosos, rondaban sus propias ciudades y sus alrededores, por lo general, de noche, en busca de las víctimas perfectas. 

Nuestras asesinas seriales, a contrapelo de la historia, han actuado al interior de sus propias casas o de sus propios espacios de trabajo.

Una de ellas, Brenda, lo habría hecho exclusivamente de día, con el sol trepado al cielo.  

En los tres casos argentinos, hay dos constantes. 

La primera es el veneno. 

Margarita usó veneno para ratas. Yiya usó cianuro, compuesto que, desde la historia de Mitríades IV —rey de Ponto que, en un delirio persecutorio, se administraba dosis diarias para volverse resistente—, sabemos que huele a almendras húmedas. Brenda, por su parte, la única con una carrera profesional de todas nuestras asesinas en serie y, tal vez por eso, con otro nivel de sofisticación, habría optado por jeringas y potasio.  

El gesto se repite: todo ocurre como si entrar a la muerte se tratara de un proceso lento, sin sobresaltos ni premuras.

No hay en estos casos argentinos la espectacularidad a la que nos tienen acostumbrados los varones: ni mutilaciones ni trofeos, ni químicos abrasivos que intenten borrar las manchas de sangre sobre la alfombra, ni tajos ni disparos ni sogas al cuello. Las víctimas de Margarita, “la probadora”, por ejemplo, murieron por acumulación de ingesta de dosis diarias de químicos adversos a la vida humana. No sucede algo muy diferente con las víctimas de “Yiya”: una de ellas murió en un hospital después de una descompensación; las otras dos fueron encontradas en estado de descomposición en sus propios hogares, desplomadas sobre el suelo o sentadas en un sillón frente a una radio vieja.

La segunda constante es el silencio. 

Es parecida, en forma y en contenido, a un secreto.

Nuevamente, y lejos del ruido varonil, en nuestras asesinas en serie, no hay rifles en terrazas, tampoco manifiestos o altares, no hay cartas enigmáticas enviadas a grandes dependencias gubernamentales, no hay acertijos ni juegos propuestos ni el deseo de ser perseguido. 

Todo ocurre después de la superficie, por debajo de la piel y del ruido de los motores, las aulas y las piedras, en una corriente subterránea donde no hay movimientos bruscos y todo parecería tender al reposo, lejos de la luz, en un recinto privado, íntimo y húmedo.

El silencio, lo que comparten, también es una forma de la espera. 

Puede imaginarse a Margarita y a cada uno de sus maridos en circunstancias diferentes, sentados a la mesa por la noche y con las luces del televisor volviéndoles las caras azules frente a un plato de comida que es la promesa de la muerte; puede imaginarse a Yiya y la forma que toman sus cejas cuando les explica a las amigas que acaba de sentenciar a muerte minutos antes, en la cocina, volcando sobre sus tazas de té un polvo blanco, que sí, que la plata está, que el negocio salió bien. 

La crueldad del acto, si cabe esa palabra, se encuentra en la duración: el tiempo, a veces largo, desde que se administra la dosis letal hasta el momento en el que los diferentes sistemas del organismo humano comienzan a fallar; el tiempo orgánico del propio cuerpo haciéndose consciente del invitado químico que lo ataca y su respuesta apresurada, pero vana.  

El placer aquí, de haberlo, es el de la espera. Un placer apenas más duradero que explosivo, al contrario de los orgasmos.   

Hay algo ahí de divino. Una calma asceta: la de sostener frente a la mirada del otro, y sin quebrarse, el destino fatal que se escribe y que tarda en llegar. ¿De qué está hecha esa espera y ese tiempo estirado?¿Cómo sostenerla con la quietud y la calma de una estatua?

El motivo de Margarita era el aburrimiento que sufría con sus parejas; el de Yiya, el dinero. Brenda parece estar lavada de motivo y, por tanto, y de algún modo, limpia: como si al no haber provecho material directo ni ventaja alguna, todo fuera más puro.  

Lo mismo sucede con el tipo de dominación que habría ejercido, puesto que no se trató de hombres y mujeres adultos, capaces de haber hecho el mal en algún momento, de haberse vuelto adversos a una vida de justicia, sino de recién nacidos, incompetentes para decir que no, que basta, es suficiente, para pedir clemencia o prometer algo a cambio en caso de que se les perdonara la vida.  

En la única entrevista televisa que dio a un reconocido canal de la ciudad de Córdoba, conducido por el periodista Jorge Cuadrado, Brenda se encuentra vestida de negro.

Negro también tiene el pelo y los ojos, y los lunares que le pueblan la cara.

Lo único que resalta es el rosario blanco que le cuelga del cuello.

La literatura médica insiste en un tipo específico de asesino serial que no se encuentra movilizado por deseos sexuales. Los han llamado “misioneros” o “apostólicos”, y tienden a justificar sus conductas en nombre de un principio moral; se preocupan por borrar de la vida a personas que consideran poco deseables, por lo general, prostitutas, minorías étnicas o disidencias sexuales.  

¿Qué reino, entonces, qué imperio pudo haber querido preparar Brenda y en nombre de qué dios? 

De qué está hecho su silencio, de qué su motivo y su deseo, en algún punto idéntico al del Dios que oculta el plan —“Hacia ti clamo, Yahveh, roca mía, no estés mudo ante mí; no sea yo, ante tu silencio, igual que los que bajan a la fosa” (Sal 28, 1)—. 

De no haber palabra de su parte, confesión o explicación del tipo de reino que quiso, aparentemente, construir, es difícil imaginar a Brenda como otra cosa que no sea el acto mismo del matar.

Ella, el acto, frente a un dios único, tal vez el dios cristiano, pero entendido de otra forma. Ella, sin iglesia ni padre que traduzca la palabra, creída merecedora de un vínculo único, tan cerca de lo que ella cree que creó el mundo y el sol y la carne y la sangre viva, comunicándose en un lenguaje viejo, pero oculto que ya pocos hablan, el del asesinato, acatando una orden que desconocemos y sólo ella percibe, la de devolver a recién nacidos al éter, para que se retiren de la carne a la que se acaban de prender, para que se alejen del mundo, vuelvan a la luz infinita.

*Por Roberto Chuit Roganovich para La tinta / Imagen de portada: Mario Sar.

Palabras claves: Hospital Materno Neonatal Ramon Carrillo

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