Una solución austríaca a los problemas argentinos: ciencias y humanidades contra el «adoctrinamiento» oficial

Una solución austríaca a los problemas argentinos: ciencias y humanidades contra el «adoctrinamiento» oficial
16 abril, 2024 por Redacción La tinta

Por Luis Ignacio García para La tinta

A pesar del show del “comité de crisis” por la escalada bélica en Medio Oriente, la agenda twittera del presidente inició esta semana con renovados ataques a la universidad pública y a lo que ellos denominan “adoctrinamiento”. Es que estamos a días de la Marcha Federal Universitaria, convocada por universidades, sistema científico y sindicatos para el próximo martes 23 de abril, y promete ser un conflicto menos hollywoodense, pero más delicado para el oficialismo: es que el gobierno le teme a la movilización, pero más aún al pensamiento. ¡Imagínense si pensamiento y movilización se juntan! 

La estrategia más usual para discutir el discurso oficial contra la ciencia suele ser hacerlo con números en mano, es decir, señalando que la ciencia produce valor y que no hay desarrollo económico sin desarrollo científico-técnico. Nada que objetar a esa estrategia: asumir los propios términos del oficialismo (lo más importante es producir valor económico) para señalar su contradicción: no habrá desarrollo económico sin desarrollo científico-técnico. Para mostrar esta obviedad, se suelen citar cantidad de proyectos rentables, estratégicos y de soberanía tecnológica que están siendo desmantelados o desfinanciados, o que pretenden ser privatizados: los reactores nucleares de la CNEA, los satélites de ARSAT, los proyectos del INVAP, entre tantos otros ejemplos.

En estas líneas, sin embargo, propongo reflexionar sobre el mismo problema, pero sin asumir los términos del gobierno: la ciencia no solo produce valor económico, sino que también promueve la discusión y el desarrollo de herramientas para evaluar los marcos de valoración, es decir, para deliberar colectivamente sobre qué consideramos valioso como sociedad. En otros términos, la ciencia no solo promueve el desarrollo, sino también la discusión sobre el sentido de ese desarrollo. Sin ciencia, no hay orientación democrática de la vida. Si se me permite, para simplificar, volver sobre una distinción caduca, podríamos decir: sin ciencias “duras”, no hay desarrollo económico, pero sin ciencias “sociales” o “humanas”, no hay desarrollo democrático. La propia reivindicación de la necesidad de un plan “soberano” de ciencia y técnica implica debates para los cuales lo que está en juego no es la obviedad de que el capital extrae más valor cuanto más conocimiento se invierte en el proceso, sino, además, la pregunta ―central en las “humanidades”― acerca de qué tipo de valor creemos relevante producir, para qué fines y para beneficiar a quiénes. 

De allí que la avanzada del gobierno contra la ciencia en general necesite apuntalarse en la descalificación específica de la cultura y, sobre todo, en su discurso sobre el “adoctrinamiento”. Si el desfinanciamiento de las ciencias “duras” expresa su voluntad de colonia, su política económica reprimarizadora y su completa falta de sentido “soberano” para el desarrollo capitalista argentino, la afrenta contra la cultura y las ciencias sociales expresa su impronta antidemocrática, su voluntad de censura y su denigración general del pensamiento crítico. Si para el gobierno las ciencias humanas son un “lujo” que no nos podemos dar en un país con el 60% de pobreza es porque asume que la democracia es un “lujo” superfluo y que la pobreza es un problema matemático que nada tiene que ver con los procesos sociales y culturales que la hacen posible y sostenible.

Las ciencias sociales y humanas estudian las condiciones que nos permitan vivir como comunidad democrática integrada que decida colectivamente las alternativas de su propio destino histórico. Incluidas, por supuesto, las condiciones referidas al desarrollo científico y técnico, el cual resulta valioso en la medida en que se integre a procesos sociales y culturales de valoración colectiva: no es lo mismo una ciencia orientada a la maximización del beneficio del agronegocio que una ciencia orientada al cuidado del medio ambiente; ni una ciencia que transfiera valor del Estado a las empresas a través de las patentes que una ciencia soberana comprometida con el desarrollo nacional. La actualidad de estas discusiones emerge hasta en Hollywood, con la favorita de los Óscar, “Oppenheimer”: la bomba atómica siempre fue el caso más radical y ejemplar para mostrar que el desarrollo de las ciencias “duras” requiere indisolublemente un desarrollo complementario de las ciencias “humanas”; la producción de “valor” supone discusiones colectivas acerca de lo que las sociedades consideran valioso, es decir, el desarrollo económico es ciego sin desarrollo democrático. El desfinanciamiento de las ciencias duras deriva de la vocación colonial del gobierno, del mismo modo que la avanzada contra las ciencias sociales y humanas deriva de su desprecio por la democracia.

Ambas, ciencias humanas y democracia, sucumben en el mismo agujero negro del supuesto “adoctrinamiento”. Cultivado por el macrismo, militado hace tiempo por los enemigos globales de la “ideología de género” y los pañuelos celestes locales, y vomitado por los antivacunas, el discurso sobre el “adoctrinamiento” traza un hilo conductor de políticas de descomposición del sentido común desde Macri hasta Milei. «Adoctrinamiento» nombra la negación de nuestra capacidad de comprender colectivamente el mundo: los asuntos referidos a los fines de nuestra sociedad, a su orientación ética y política, quedan excluidos a priori de la discusión racional, pues esos fines ya están establecidos (y no precisamente en discusiones racionales o colectivas). Su sola mención alcanza para que zonas enteras de la vida social (por ejemplo, la educación sexual de nuestrxs hijxs) queden inmunizadas a cualquier forma de debate público: decir “adoctrinamiento” es como poner un revólver en la mesa de la discusión, es el negacionismo del pensar, padre de todos los negacionismos. Las ciencias “duras” pueden mantener alguna respetabilidad (aunque no financiamiento: esa combinación milita el actual presidente de CONICET, el veterinario-clonador Daniel Salamone) porque es más difícil condenarlas por “adoctrinamiento”. Pero el debate de doctrinas políticas y sociales que sostenemos en las humanidades jamás podría tener el visto bueno del más doctrinario de los gobiernos: no podría tolerar a las ciencias sociales un líder que pretende para sí el monopolio de la verdad.

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Un gobierno asentado sobre una monstruosa contradicción como fundamento desquiciante (el jefe del Estado asegurando que el Estado es una organización criminal) es lógico que disemine innumerables contradicciones subordinadas a cada paso. Para nuestro tema, resulta palmaria la contradicción oficial entre sus posturas en torno al “adoctrinamiento” y en torno a la “libertad de expresión”. Cuando se trata de violencia verbal, de discursos de odio, de linchamiento en redes, de cloaca digital desinhibida, todo está permitido en nombre de una “libertad de expresión” irrestricta, que carece de cualquier asomo de regulación y que, muy por el contrario, es practicada y celebrada desde la cumbre del poder como ejercicio pornográfico de la palabra. Ahora, si se trata de la práctica cotidiana y colectiva de transmisión escolar o universitaria, de la consagrada “libertad de cátedra”, con toda la responsabilidad con que se ejerce y con todo el conjunto de regulaciones ya existentes en las instituciones correspondientes, tanto reglamentaria como históricamente, con todas las herramientas que lxs estudiantes ya disponen para propiciar la multiplicidad de perspectivas, allí, justo allí, se levantan todas las alarmas del “adoctrinamiento”. 

Es claro el sentido de este desbalance: libertad para la denigración, censura para el argumento; vía libre para la calumnia, persecución al pensamiento. En la neolengua de Milei, pensamiento crítico se dice “adoctrinamiento” y discursos de odio se llaman “libertad de expresión”. Todo bajo el mismo hilo conductor: destruir la palabra como lugar de pensamiento. El canal abierto por el gobierno para denunciar a docentes “adoctrinadores” por cierto que es una infame persecución a docentes, además de una manera perversa de instilar una lógica de delación y desconfianza que destruye el sentido comunitario de la educación. Pero, antes que nada, supone una grotesca denigración del pensamiento de lxs estudiantes: ellxs, que siempre supieron y saben discutir lo que el docente diga, ahora se ven eximidxs del ejercicio de la razón y seducidxs con el ejercicio de esta dosis de poder autoritario cedido de manera pérfida por el gobierno como reemplazo nihilista del uso de su propia autonomía intelectual: denunciá, no discutás (y esto último es más importante para el gobierno que lo primero), sé sujeto de un hostigamiento, no de un desafío intelectual

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Ahora bien, creo que parte de la eficacia de este discurso pasa por el hecho de que es sincero. Una sinceridad que le ha dado rédito al gobierno en otras batallas también. A primera vista, pareciera que no, que es una maquinación ideológica tradicional que invierte los términos para forzar un consenso social determinado: se le llama “adoctrinamiento” a las prácticas que siempre batallaron contra el adoctrinamiento (educación pública, ESI, estudios de género, etc.) para producir la inversión buscada por toda ideología; los dominadores son los dominados, transformando la opinión del dominante en opinión dominante. Pero si uno atiende a la fibra más íntima de este experimento doctrinal, ve que lo que prima siempre es menos el cinismo que una suerte de sinceridad primaria, cruda y literal (atender a la diferencia con Macri es clave, son dos fases muy distintas del neoliberalismo en descomposición: pasamos del cinismo a la psicosis, para sintetizar). 

Lo que sucede es esto: Milei no puede relacionarse con las palabras de un modo que no sea doctrinario. Por ello, no es ninguna paradoja que el gobierno más doctrinario de la historia de la humanidad tenga el tupé de denunciar adoctrinamiento. “Cree el ladrón que todos son de su condición”, y Milei cree sinceramente que todos adoctrinan. También él, por supuesto. La única diferencia es entre la doctrina verdadera (que naturalmente es solo una) y el resto de doctrinas. Pero todas son igualmente dogmáticas: contenidos de pensamiento (dogmas) ajenos a toda consideración reflexiva; con una doctrina, uno solo puede mantener vínculos afectivos de adhesión o fidelidad, jamás vínculos reflexivos de evaluación o crítica (como exige cualquier teoría científica). Aquí, como en otros campos, el gobierno abre dos frentes: la batalla a nivel 1 (contra algún valor particular, en este caso, la educación pública) y la batalla a nivel 2 (contra el marco para discutir esos valores, aquí, el pensamiento en general). Un desdoblamiento que debería ser estudiado en otros campos: erosionar no solo valores, sino el marco de valoración (no solo instituciones específicas, sino la gramática de la deliberación democrática en la que podríamos discutir si esa institución es valiosa o no). La sinceridad del discurso oficial, sumada a este desdoblamiento estratégico del terreno de batalla, hace que algo tan burdo pueda, sin embargo, tener el ascendiente que tiene.  

¿Cómo se combate semejante avanzada contra el pensamiento? Están quienes responden diciendo que siempre se adoctrina, que no hay forma de no adoctrinar, sugiriendo, razonablemente, que toda educación es política y que no hay forma de no tratar temas delicados que evocan múltiples “doctrinas” en juego. Pero también estamos quienes sostenemos, por el contrario, que la educación pública, que el modelo argentino de educación pública en todos sus niveles tiene entre sus principales virtudes ejercer la transmisión sin necesidad de adoctrinar. Son dos estrategias distintas para enfrentar la misma batalla, pero la primera le concede demasiado al discurso oficial y no le hace honor a la más alta virtud de nuestra educación pública. 

Sí adoctrinan, en todo su derecho, las instituciones confesionales que, de buena fe, tienen como parte de sus objetivos la transmisión de una doctrina particular. Pero la educación pública es laica y el sentido profundo de la laicidad no es su no confesionalidad, sino su apuesta por el vínculo interno entre conocimiento y emancipación: no transmite primariamente contenidos, sino habilidades y competencias, no enseña “doctrinas”, sino capacidades intelectuales que construyan la autonomía ética, política e intelectual de cada estudiante. Para eso, el estudio y análisis de múltiples “doctrinas” es un ejercicio cotidiano clave, sobre todo, en ciencias sociales y humanidades, pero no para propiciar adhesión a ellas, sino para ejercitar las habilidades intelectuales y el juicio autónomo de cada estudiante. Una cosa es transmitir pensamientos y otra muy distinta enseñar a pensar. 

Evidentemente, el ejercicio del pensamiento es ajeno al discurso oficial, por lo que lo único que puede reconocer es la imposición de doctrinas, todas impugnables salvo, por supuesto, su propia doctrina “austríaca”, que para nosotrxs es un episodio más (exótico y nihilista) de la aventura del pensamiento y para ellxs, el credo coactivo de su religión. 

Cuando pensamiento y acción se vuelvan a encontrar, la pesadilla orwelliana del “adoctrinamiento” oficial y su neolengua de dilates austríacos se disipará como el mal sueño que habrá sido. El próximo martes 23, con la Marcha Federal Universitaria, hagamos sonar el despertador que estamos necesitando. 

*Por Luis Ignacio García, docente de la UNC e investigador del CONICET, para La tinta / Imagen de portada: Lucía Ceresole.

Palabras claves: ciencia, ciencias sociales, Javier Milei

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