El niño y la garza: el legado de Hayao Miyazaki

El niño y la garza: el legado de Hayao Miyazaki
15 febrero, 2024 por Redacción La tinta

Por Sasha Hilas y Gonzalo Escamilla para La tinta

Hace poco más de un mes, se estrenó en cines «El niño y la garza» (Kimitachi wa Dō Ikiru ka), la última película del aclamado director japonés Hayao Miyazaki. Ambientada en el Japón de la Guerra del Pacífico, narra la historia de Mahito, un niño que perdió a su madre por los bombardeos aliados en Tokio. Poco después de eso, Mahito se instala junto a su padre en una región rural, donde conoce a una extraña garza real capaz de hablar.

Se sabe que la película se basa en algunos temas de ¿Cómo vives? (1937), libro del escritor japonés Yoshino Genzaburō, aunque sin adaptar su historia. Sin embargo, el título original en japonés (literalmente, ¿cómo vives?), el tono de la trama y el crecimiento de Mahito con relación a los vínculos que deberá formar o reparar construyen una constelación de similitudes con el libro. También son evidentes muchos paralelismos entre pasajes de esta película con otras anteriores del mismo director, dando la impresión de que nos sumergimos en el universo Miyazaki.

A diferencia de sus otras películas, más suaves en la introducción de la historia, esta comienza con el sonido de las sirenas que advierten la caída de las bombas y la noche teñida de rojo por un gran incendio en Tokio. Mahito corre junto a su padre hasta el hospital en llamas donde su madre, Hisako, está internada, en una escena que poco a poco distorsiona los sonidos, espacios y dimensiones para dar a entender que el evento es, al mismo tiempo, una situación real y una memoria evocada como trauma. El tiempo de esta historia no es una línea recta, sino un camino con curvas y codos que nos harán volver repetidamente a este recuerdo, que Mahito experimenta como una tarea sin concluir (rescatar a su madre) y una herida sin cerrar (su muerte).

Antes del estreno, circularon diversos testimonios de productores de Studio Ghibli y del mismo Miyazaki, advirtiendo que esta sería su última película y también que sería una más personal. En efecto, al verla, se siente como si Miyazaki estuviera hablándonos directamente. Con un movimiento pendular, hay un mensaje que aparece entre líneas y, en algunos momentos, emerge de manera más explícita: no sólo se trata de cómo vivimos, sino también de qué mundos construimos y qué mundos estamos dejando.

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Este mundo y otros mundos

En medio del dolor por la pérdida de su madre, Mahito intenta estoicamente adaptarse a la realidad, a un nuevo lugar y a una nueva familia. Su padre se ha vuelto a casar, esta vez con Natsuko, la hermana de Hisako, y esperan un hijo. Su nuevo hogar es una cabaña estilo occidental en el mismo predio donde está la casa familiar de Hisako y Natsuko, de un estilo japonés inconfundible. Este escenario nos pone a tono con una experiencia histórica vivida por el mismo Miyazaki, en la que tenía lugar la convivencia entre el Japón tradicional y otro en proceso de occidentalización que, si bien se inició con la Restauración Meiji  en 1868, luego de la Guerra del Pacífico, se aceleró profundamente.

El mundo de las viejas tradiciones e historias de dioses y mundos encantados aún perdura, haciéndonos sentir toda la fuerza de su presencia. Así, las ancianas cuentan que pasan cosas extrañas en una torre clausurada, ubicada en el bosque colindante a la casa familiar, aconsejando a Mahito a no adentrarse. Sin embargo, ellas no se asustan ni se espantan cuando ocurren cosas fuera de lo normal, como sí vemos en el caso de «El viaje de Chihiro» de 2001 y ambientada en la actualidad, cuando las luces de la ciudad contigua a los baños se encienden y aparecen seres no-humanos. 

Como si los cuentos de hadas tuvieran aún un grado de realidad en «El niño y la garza», las ancianas no le piden a Mahito que crea, sino que tenga cuidado de meterse en problemas. El protagonista no se espanta frente a una garza que puede hablar y conocer su historia. Al contrario, cuando la garza ofende la memoria de Hisako, Mahito fabrica un arco y una flecha, y la busca para hacerle frente. Más tarde, cuando Mahito, Natsuko y la anciana Kiriko desaparecen en la torre, vemos que el padre de Mahito va a buscarlas portando una katana en pleno siglo XX. El arco y flecha, y la katana no son simples objetos en la trama. Ambos son gestos que llevan consigo un sentido de deber y valor del espíritu japonés que podemos leer en historias antiguas y cuentos de hadas. Mahito y su padre buscan proteger a otros en una realidad donde el Shinto aún anima el imaginario sobrenatural. 

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Antes de la aparición de la garza real y de los eventos que mueven la historia, otra escena nos presenta un poco de este espíritu japonés del deber, el reconocimiento y el valor. Este sentido de deber y valor no es sólo individual. Cuando Mahito y compañía desaparecen, los empleados de la fábrica colaboran.  Camino a su nuevo hogar, Mahito y Natsuko se topan con una pequeña marcha en apoyo a los reclutas: no son más que un puñado de personas. Natsuko y Mahito detienen su paso y realizan una reverencia. Una vez más, Miyazaki nos muestra experiencias complejas y acciones cargadas de sentido a través de pequeños gestos y escenas. 

Las películas de Miyazaki, las ambientadas en otras épocas y mundos, y las que acontecen en épocas más actuales nos dan noticia de una sensibilidad japonesa más tradicional, en donde tienen lugar la naturaleza animada, los espíritus protectores, los demonios y los dioses, sin referirse al shintoísmo. Como es el caso de «Nausicaä del Valle del Viento» (1984), «Princesa Mononoke» (1997) y «El viaje de Chihiro», esa sensibilidad también expone los efectos del paso del ser humano por el mundo o, mejor dicho, los efectos del ser humano y su avance tecno-violento en otros mundos. “Princesa Mononoke” es tal vez el mejor ejemplo, pero también podemos recordar “El viaje de Chihiro” y la triste historia de un dios que, al ser contaminadas las aguas de su río, se convierte en un ser gigante y pestilente, compuesto de barro y basura. En este sentido, la guerra es la cima de esta acción y efectos humanos. En «Princesa Mononoke», se hace la guerra al espíritu del bosque y a los dioses que viven allí para extraer recursos como el hierro. Y en «El increíble castillo vagabundo» (2004), una guerra sin sentido entre dos reinos es el escenario sobre el que avanza la historia. 

En «El niño y la garza», no sólo tenemos noticia de la Guerra del Pacífico como contexto, sino también se nos pone al corriente de un modo muy transparente de los efectos nefastos que tienen la ignorancia, la torpeza y el orgullo a través de personajes como el Rey Periquito, y cómo estas características están emparentadas con la violencia. Así, no vemos una maldad a secas, sino las consecuencias de obrar de forma necia, arrogante y egoísta. Los temibles periquitos gigantes habitantes del mundo al que viaja Mahito, que afilan cuchillos y quieren comérselo, son capaces de hacer grandes calamidades por culpa de su arrogancia. Sin embargo, al pasar a nuestro mundo, no son más que pájaros inofensivos. En el universo de Miyazaki, la maldad no es algo que exista por su propia cuenta, sino como una característica que es, al final, consecuencia de defectos y vicios.

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Lo que dejamos 

Al comienzo de la película, vemos a Mahito enfrentar su primer día escolar sin mucha suerte. Sus compañeros lo molestan y tiene una pelea. Al volver a su casa, se detiene y se hiere a sí mismo con una piedra. Como buen cuentacuentos que es, Miyazaki no explicita la razón por la que lo hizo. En sus películas, no encontramos explicaciones psicológicas sobre los estados de los protagonistas, algo que les restaría profundidad a los gestos de los personajes. Lo que ellos sienten y piensan, su mundo afectivo, va desarrollándose sin necesidad de explicar. 

Hacia el final, cuando es llamado a heredar el mundo «de abajo» y a reconstruirlo de forma armoniosa, Mahito señala su herida y nos dice que ya lleva la oscuridad de su mundo dentro de él. Reconocer el dolor y la oscuridad es parte del proceso de reparación de las heridas en «El niño y la garza», y es lo que podemos ver con diversas historias de dolor. No obstante, esa reparación no se hace en nombre del olvido. Al contrario, la reparación de los dolores de los personajes tiene lugar cuando se los reconoce buscando el nombre justo. Reconocer, nombrar y reparar son acciones que Mahito hace contra el olvido. Mahito no olvida su tristeza, sino que la reconoce y nombra para seguir adelante. Aunque no pueda arreglar los dolores del mundo (que aún continúa en guerra), pudo ajustar su mundo al menos un poco.

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Dice Federico Uanini que hacer películas es hacer mundos, tarea que Miyazaki se tomó muy seriamente. Sus producciones intentan torcer el rumbo de nuestro mundo, plagado de violencia, convidando otros universos que, sin ser puros y armoniosos, ofrecen personas dispuestas a ajustarlo. En «El niño y la garza», el anciano maestro que sostiene el mundo subterráneo pretende volver a Mahito su heredero, legándole una tarea. Mahito la rechaza, ya que sabe que él está marcado por la oscuridad de su mundo. Así, el maestro le pregunta si de verdad desea volver a su hogar, a sabiendas de que la violencia no es una realidad momentánea, sino la regla. La elección de Mahito fue volver, así como la del anciano fue abandonar nuestro mundo. 


Tenemos la sensación de que Miyazaki habla en primera persona, por así decirlo, a través del diálogo entre Mahito y el anciano maestro. Cómo vivir y qué mundos construir o reparar siguen siendo preguntas abiertas. El universo de Miyazaki detiene su expansión en «El niño y la garza» dejando una pequeña posta para ser recogida, lo que entendemos como su herencia y su legado. Torciendo una hermosa frase de Isaac Singer, damos como respuesta una pregunta: este mundo, ¿puede ser también el venidero?


*Por Sasha Hilas y Gonzalo Escamilla para La tinta / Imagen de portada: Fotograma película «El niño y la garza».

Palabras claves: animé, Cine, Miyazaki

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