Merly, Nelson y los tamales

Merly, Nelson y los tamales
29 diciembre, 2023 por Redacción La tinta

«La isla de las patas» es una co-producción de La tinta, el centro de creación La Parisina y la Feria Cultural Peruana de la Isla de los Patos, realizada con el apoyo del Fondo Gestionar Futuro II del Ministerio de Cultura de la Nación. Cada viernes, una historia de vida y un sabor para desentramar. Una cocinera y sus secretos más preciados: sus sabores, sus historias, sus luchas y sus sueños.

Por Ignacio Tamagno para La tinta

Nelson y Merly, los tumbesinos, llegan cargando dos conservadoras, como si fueran dos cofres del tesoro.
En las conservadoras se guarda un secreto, dicen: el corazón de una abuela, el alimento de un pueblo.
El tamal más exquisito del mundo. 


Son de Tumbes, al norte del Perú. De un pequeño pueblo de dos mil habitantes llamado Uña de Gato, como la planta medicinal que crece a montones en las orillas del río Zarumilla, allá en la frontera con Ecuador. La tierra de Nelson y Merly es una tierra mítica, cargada de historia, también de conflictos, milagros y masacres.

En tiempos preincaicos, fue tierra de los tumpis, domadores del Pacífico. La misma ciudad de Tumbes, se dice, fue fundada por un niño-rey. De sus orillas, apareció un día caminando Tacaynamo, el rey sacerdote que “vino del otro lado del mar” a fundar el Imperio Chimú. 

Fue en tierras tumbesinas donde se dio la primera resistencia indígena del Perú: allí se encontraron por primera vez la cultura occidental y el imperio Inca, en una batalla sangrienta que duró quince días con sus quince noches, hasta que los perros y los caballos de los españoles doblegaron a las huestes de Chilimasa. 

La provincia de Tumbes declaró su independencia en 1821: en 1828, Bolívar la reclamó para Gran Colombia, declarando la guerra fratricida al recién creado Perú. Luego, Gran Colombia dejaría de existir y los reclamos sobre la zona los absorbería Ecuador que, desde 1841, se iría ocho veces a las armas con su vecino, la última vez en 1995, durante el gobierno de Fujimori, oportunidad que Menem, entonces garante de la paz, aprovecharía para venderle armas ilegalmente a los ecuatorianos.  

Nelson tenía entonces quince años: todavía recuerda a la guerra caminando en forma de soldado con ojos de perro con hambre por las calles de su pueblito. 


Nelson y Merly abren la conservadora y de ella, delicadamente, extraen el tamal más exquisito del mundo. 

Como si fuera una pieza de oro o un niño dios recién nacido, Nelson saca el tamal de la conservadora y lo deposita sobre la mesa, ante la vista de todos. Luego, lo desnuda de hojas de chala y lo viste de mayonesa, picante y ensalada. Acto seguido, se lo sirve en bandeja de telgopor al primer comensal.

Ante el primer bocado, ocurre la magia: los ojos se dan vuelta, la lengua explota en una fiesta de sabores. 

El secreto, dice Merly, está en el cuerito de chancho y en la aceituna con carozo. Ahí está todo el secreto, todo el sabor, toda la historia. También el peligro de romperse las muelas.

Hay que comer con cuidado, con amor, con devoción. 

Nosotros servimos lo mejor, dice Merly, si no, no servimos. Y le servimos de la mejor manera, dice Nelson, si no, mejor nos quedamos en la casa.  


Nelson y Merly se conocen de toda la vida. 

De las calles del pueblo, de ir juntos al colegio. Dejaron de verse a los nueve, cuando Merly fue enviada a Lima junto con su tía. Desde que regresó al pueblo, Merly y Nelson caminan juntos. 

Llegaron a Argentina en 2006, cuando Merly tenía veinticinco años, un niño en brazos y otro en la panza, que dio a luz a la semana de llegar. 

Tuvieron que atravesar 4.600 kilómetros por tierra antes de llegar a la casa de la mamá de Merly, una travesía, casi una odisea, del corazón de Sudamérica al corazón de Argentina. Llegaron al barrio de Alberdi, que hicieron su casa. Solo una vez, desde entonces, volvieron a su pueblo natal.


Merly llegó a la feria de la Isla de los Patos en 2010, invitada por su mamá, que ya vendía chicha de jora. 

Originalmente, Merly atendía el puesto y cocinaba montones de comida que también vendía en su casa, donde tenía un pequeño comedor. 

Pero hace unos años, Merly sufrió una grave descompensación: tras varios días en terapia intensiva, le descubrieron que era diabética. El médico le recomendó cocinar menos y, desde entonces, Merly ya no va a la feria y sólo cocina tamales -los tamales más exquisitos del mundo-. Ahora el que atiende el puesto es Nelson.      


Merly trae la cocina en la sangre: viene de una dinastía de cocineras. 

“Yo aprendí a cocinar de mi abuela, que, a su vez, aprendió de su mamá. Mi abuela se llamaba Tomasa y tenía doce hijos: seis varones y seis mujeres. Después del colegio, los varones iban para la chacra y las mujeres para la casa, donde ayudaban a mi abuela. Hacían tamales para el cuartel militar del pueblo y para los pueblos de alrededor. Hacían cantidad: en total, entregaban mil, mil quinientos tamales por día. Yo salía a vender en la calle con mi canastita, mi mamá salía a vender por los pueblos de alrededor, para mantenernos a nosotros, porque mi papá lo que trabajaba se lo gastaba en sus vicios, en las cartas. Por eso, a mí me criaron mis tías, porque mi mamá estaba siempre afuera vendiendo. Y así, viendo, yo aprendí a cocinar”.


Merly se acuerda de sus tías y su abuela Tomasa cocinando los tamales. “Los hacían con ‘maíz de gallina’, que así se llamaba. Trabajaban todo el día, todos los días, en los tamales. En la mañana, ponían a hervir el maíz con ceniza, en una olla grande, sobre fuego de leña. Después, llevaban las ollas al río y lavaban el maíz: le sacaban el pellejo, frotando los granos contra las aguas del río. Entonces, lo dejaban en remojo toda la noche. Luego, al otro día, lo molían a mano en el molino. 15 kilos de maíz, del que sacaban tres o cuatro ollas grandes de masa de tamal. Se pasaban todo el día armando y cocinando, y luego repartían. En el cuartel del pueblo y en los pueblos de alrededor”. 


Es costumbre que los tamales se amarren con los mismos hilos de la chala con los que se los envuelve: Merly, como su abuela, los amarran con las tiritas de nylon del mismo costal en que viene el grano. Marca de identidad, también de seguridad. Merly recuerda que, un día, su abuela fue al cuartel y la acusaron de que sus tamales estaban podridos. “Sus tamales están agrios”, le dijo el comandante. “A ver -dijo la abuela Tomasa-, quiero que me enseñe el tamal que usted dice que está malo”. Le enseñaron. Y la abuela le dijo: “Estos no son mis tamales, porque yo no lo amarro con pasalla, sino con tiritas de los costales». “Por eso, yo los amarro igual, por costumbre, y para salvarle de las trampas y la envidia, como mi abuela”. 


“Las recetas no se escriben, dice Merly, las recetas se llevan acá”, mientras se señala la cabeza, luego el corazón. Acto seguido, dice: “Ya nos vamos, que hay que darle de comer a los niños”. Nos sonríe delicadamente. Nelson entonces pone las tapas sobre las conservadoras, carga los dos cofres en sus brazos y se va siguiendo a la diosa de los tamales, por los laberintos de una ciudad sin mar, pero llena de peruanas guardianas de secretos y sabores, de lecciones de vida, de historias de amor -como la suya-.

*Por Ignacio Tamagno para La tinta / Imagen de portada: Marcos Rostagno.

Palabras claves: comida peruana, Isla de los Patos

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