Manifiesto Grinch

Manifiesto Grinch
22 diciembre, 2023 por Gonzalo Assusa

La sociedad también tiene sus leyes y su gravedad, su orden cósmico y sus átomos, sus fuerzas y resistencias. ¿Por qué te aguantás al tío misógino en Navidad? ¿Por qué compartís el meme, pero no cagás la cena diciendo que la sidra barata de este año es una verdadera mierda por culpa de toda la descendencia familiar que votó a Milei? ¿Qué se puede hacer si antes te comprabas un aéreo que el 24 salía más barato y ahora no te alcanza ni para llegar al helipuerto de la central de policía en bondi? Pes ta ñeaste. #Datitos sociológicos para todas y todos, como si se los explicara a mi abuelo.

¿Y si te dijera que el “espíritu navideño” es una de esas estructuras elementales que sostienen -a duras penas- unidos a todos los pueblos de todas las culturas de toda la historia de la humanidad? 

Para esta época del año, tengo cíclicamente ese debate: “Si tanto te jode la Navidad, ¿por qué no la dejás de festejar y ya?”. ¿Pir quí? Porque no todo en la vida es dar de baja servicios cuando caés en la cuenta de que vos sí eras casta y no te va a alcanzar para pagar la nueva tarifa, Mabel. Y es que la Navidad (la noche buena, en realidad, porque la Navidad es ese día después, resacoso, de sobras de pavita y vitel toné, y juntadas segunda selección) es, a todas luces, un hecho social. Ya estaba acá cuando llegaste, con sus lucecitas, su color rojo y su estética cosaca, aunque a vos te transpire hasta el upite esa noche. Es independiente de la voluntad de los individuos y, en el fondo, no importa cuánto te quieras hacer el alternativo, es de esos momentos en el que el mundo va a seguir girando, aunque vos te quieras bajar. Y, por sobre todas las cosas, es coercitivo. Sí, obligatorio. 

¿Qué otra razón explicaría que, año a año, aceptes ir a cenar con el tío misógino y la tía racista? ¿Cuántos kilos de fruta abrillantada hacen falta para compensar la historia aburrida del primo cuya existencia te importa menos que el primer puesto del Girona en la Liga BBVA? ¿Cuántos litros de Rama Caída te van a envalentonar lo suficiente como para ponerte a preparar esa ensalada rusa con el pánico que te da intoxicar a toda la familia porque a quién se le ocurre ponerle mayonesa y después llevar la pirex durante una hora en el asiento trasero del auto con 34 grados de calor a las 7 de la tarde? ¿Quiere saber por qué? No hay por qué. No hay ninguna buena razón. Ninguna. Salvo ese pequeñísimo detalle: participar de este ritual no depende solamente de “si te pinta” o no.

Y, para colmo, sos desorganizado. Porque hay gente que larga en octubre a comprar los regalos de Navidad. Aprovechan y lo hacen junto con la compra bimensual de turrones y alfajores Tatín para la merienda nuestra de cada día. Pero vos no: te da paja siquiera ocupar espacio mental y salís el mismo día a la siesta a tomarte el bondi y vivir esa experiencia sublime que es transitar 9 de julio y San Martín un 24 de diciembre a las 15 horas. 

Y el tema con la Navidad (y con la vida social) es que, así como es obligatoria, no puede ser solamente coercitiva. Necesita esa cuota de adhesión activa, de creatividad de la excusa, de superación de la contradicción: “Me rompe los ovarios, pero lo hago por les pibes que todavía tienen ilusión”; “Yo no creo, pero voy por la vieja”; “A mí no me interesa, pero qué me voy a cortar solo”. Porque, aunque sea obligatorio, uno no puede ir de mala gana, arrastrando los pies y con cara de orto.

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Imagen: Ezequiel Luque

La vida social está llena de esos rituales que, en la letra, nadie te obliga a realizarlos, pero tampoco nadie te puede garantizar qué podría llegar a sucederte a vos y a la galaxia si los tratás como meras normas de tránsito. En ese punto, están los regalos. Todos: los casuales, los navideños, los del día del padre y la madre, y los cumpleañeros. El mundo sería más sencillo si hubiese un monto tope fijado por ley y cada uno de nosotros regalásemos cosas que salgan X cantidad de dinero. Supongamos, $1300. Yo le regalo al tío misógino el equivalente a $1300 (dos botellas de medio litro de coca). Él me regala a mí (aunque me considere menos hombre porque nombro toda la existencia de una ferretería como “pitutito del diez”) el equivalente a un dólar. Si quisiéramos hacerlo aún más sencillo, agendamos los alias de todes y nos depositamos circular y simultáneamente ese dinero al grito de “chancho va” exactamente a las cero horas del 25.

Pero el punto es, precisamente, ese: regalar es un acto de intercambio distinto, muy distinto, al comercial. Intercambiar equivalentes es lo que hacemos en el kiosco. Voy, le pido la bolsita de maní que vale $600 y, a cambio, le entrego $600. En el acto, porque mi kiosquero tiene el cartelito: “Aquí se acepta únicamente la forma de pago japonesa: tiki-taka”. Yo no le debo nada, él no me debe nada. Esa misma dinámica en los cumpleaños suena ridícula. Viene tu amigo Juan para festejar tu natalicio, te entrega un libro envuelto en papel de regalo. Lo abrís delante suyo, te fijás qué libro es. Sacás el celular, lo googleás y mirás el precio de referencia. Vas a tu escritorio, buscás uno con precio equivalente en el stock de libros ya envueltos y se lo entregás ahí mismo, en tu casa. ¿Por qué es tan bizarra la escena si vos no le debés nada a nadie, Raúl? Porque a diferencia de lo que te pasa con el kiosquero, con Juan tenés un vínculo. Y ese vínculo se funda, ante todo, en una deuda que no acaba nunca. Una especie de “tú la llevas” con cariño. El giro de la rueda se va a completar recién en el cumpleaños de Juan, con tu asistencia y tu regalo, y desde ahí va a empezar de nuevo y la deuda la va a tener él. Cuando uno deja de sentirse en deuda (obligado) con el otro, ahí se extingue el vínculo. 

Bronislaw Malinowski (alias: el polaco) lo descubrió cuando estalló la Gran Guerra y tuvo que pasar una temporada más larga de lo que había planificado en las islas Trobriand. En su libro Los argonautas del Pacífico Occidental, cuenta que los habitantes de estas islas sostenían un extraño ritual en el que navegaban en círculos por aguas tormentosas para encontrarse en distintos puntos del archipiélago e intercambiar collares y brazaletes según el sentido en el que viajaban. Nadie tenía permitido pagar un brazalete con otro brazalete o con un collar. ¿Eso quiere decir que estos pueblos no comerciaban? Claro que lo hacían. Pero lo hacían al costado del ritual. Porque el comercio es útil para la economía, pero no mantiene unidas a las personas, no produce lazos duraderos y extingue los vínculos instantáneamente (cuando sucede el pago y “no te debo nada”).

¿Por qué, en lugar de darte una mensualidad para que la administres, tu padre te espera religiosamente cada viernes a la tarde con la billetera en el jean Wrangler y aguarda que transites ese incómodo momento en el que le pedís dinero para salir de caravana? Porque con la mensualidad no habría reafirmación semanal del sentido de la deuda. Y la autoridad paterna está, en gran parte, basada en esa escena en la que, con cara de ojete, mete lenta y dificultosamente la mano en el pantalón y te da los billetes a desgano.

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Imagen: Ezequiel Luque

Nadie podía negarse a participar ni retener un collar o un brazalete por demasiado tiempo. La pena de hacerlo era muy alta: romper los lazos comunitarios significaba que, al momento de cosechar su propio huerto de ñame, esa persona no contaría con la colaboración de sus coterráneos y se vería en serios problemas para alimentarse durante todo un año. Negarse a participar de ese ritual llamado Kula (o Navidad, como se prefiera) o participar a desgano, siendo en exceso interesado o en exceso tacaño, tiene un alto costo: volverse un indeseable, un excluido, un paria. Marcel Mauss dice que hay una regla de derecho y de interés (las dos cosas), una fuerza (que te fuerza, como la cobra que te cobra) que hace que el presente recibido tenga que ser devuelto obligatoriamente. Y a pesar de llamarse presente, lo que este genera es una deuda a futuro. Si venís sistemáticamente regalando desodorantes Axe Liberta Lyon, ojo: cuando en el sopor de la Rama Caída le pidas al tío que te salga de garante para el alquiler de medio ambiente por el que te piden tres riñones mensuales, puede que encuentres poco éxito en tu emprendimiento navideño.

Franz Boas, un poco antes, descubrió un ritual común en pueblos de América del Norte llamado Potlatch, que significa alimentador en lengua kwakiutl. Cuenta Mauss: «Estas tribus muy ricas, que viven en las islas, en la costa o entre las Montañas Rocosas y la costa, pasan su invierno en una fiesta perpetua: banquetes, ferias y mercados que, al mismo tiempo, constituyen la solemne reunión de la tribu”. Atiéndase la enumeración posterior y díganme si no falta solamente mantecol, petardos y un borracho vestido de rojo riéndose en el techo y con serias chances de desnucarse en el descenso: «Esta se organiza según sus cofradías jerárquicas [como la abuela, la tía y tu hermana que la pasa mal], sus sociedades secretas [como el WhatsApp que sólo algunos invitados recibieron], a menudo confundidas con las primeras y con los clanes [la familia de uno y la familia del otro, la de la tradición de toda la comida asada y la de la tradición de puro melón con jamón crudo]; y todo ello -clanes, casamientos, iniciaciones [a la bebida, para los niños], sesiones de chamanismo [cuando a la tía se le baja la tensión por la sidra o por la calor] y de culto a los grandes dioses, a los tótems o a ancestros colectivos o individuales del clan [papanuel, niñito dios, niñito Jesús, un playmobil]- se mezcla en una inextricable red de ritos, prestaciones jurídicas y económicas, fijaciones de rangos políticos en la sociedad de los hombres, en la tribu y en las consideraciones de tribus, e, incluso, a nivel internacional. Pero lo notable en estas tribus es el principio de rivalidad y del antagonismo que domina todas estas prácticas. Se llega hasta la batalla, hasta el asesinato de los jefes y los nobles que se enfrentan de esa manera”. Ténganme paciencia, al final volvemos a eso de asesinar jefes y nobles.

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Imagen: Ezequiel Luque

Lo significativo de estos banquetes pantagruélicos del Potlatch navideño es que dictan la generosidad como un precepto a ser cumplido de manera voluntariamente obligatoria. El jefe (como el anfitrión) es dueño de todas las cosas que se ofrecen en el banquete. El acto de ofrecer, dar, donar, reafirma su poder y su posición en la jerarquía social. Pero ese poder es frágil en tanto que está atado a su generosidad: un dueño que se aferra demasiado a sus posesiones (o que guarda para sí demasiado tiempo un collar con el que se encariñó entre los trobriand) puede caer en desgracia: ¿por qué seguir tratando a un tacaño como líder? ¿Por qué seguirlo? ¿Por qué obedecerle? ¿Qué tipo de reciprocidad ofrece? De alguna manera, la estructura de sociabilidad de esas comunidades hacía de la reciprocidad el centro de su vida social: un jefe debía ser generoso o debía dejar de ser jefe. Podía ser dueño si, solo si, compartía.

El manifiesto Grinch no comulga con la estética navideña. Mucho menos con el estrés y la crisis económica. Tampoco con el tío misógino ni con la tía racista. Pero sabe que hubo navidades en el norte del mundo mucho antes de que los años se dividieran en a. C. y d. C. Lo que mantiene unida a las sociedades es la reciprocidad, esa deuda infinita que encarna nuestro sistema previsional: Raúl sigue sin entender que su aporte jubilatorio no es el equivalente de depositar individualmente monedas en su chanchito de cerámica, sino la institución más representativa de la solidaridad intergeneracional, los activos cuidando de los que tienen derecho al descanso, a la espera de ser cuidados por activos del futuro, cuando lleguen al momento de descansar. En el fondo, ni más ni menos que una deuda que nos mantiene juntos. 

“Querido papanuel: Para estas navidades, te pido que me regales una horda kwaquitul y la pongas frente a un jefe que grita que no hay dinero, que no queda otro camino que el shock y el recorte. Prometo terminar el año poseído por el espíritu navideño y aplaudiendo, esta vez, yo”. 

*Por Gonzalo Assusa para La tinta / Imagen de portada: Ezequiel Luque para La tinta.

Palabras claves: Navidad, Papá Noel, sociología

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