Gloria y Tania: juguitos y pollo broaster

Gloria y Tania: juguitos y pollo broaster
15 diciembre, 2023 por Redacción La tinta

Gloria y Tania forman parte de una de esas dinastías de mujeres que dan vida e identidad a la Isla de los Patos. Madre e hija, llegaron a la feria impulsadas por Marcelina, abuela de una y madre de la otra. Gloria y Tania hoy mantienen puestos separados, pero muy juntas entre sí. Gloria vende pollo broaster, mientras Tania continúa con el puesto de jugos de Marcelina. Marcelina, ciega y con más de ochenta años, todavía insiste en ir a la feria porque, como dice Tania: «Así son las viejitas peruanas, no se pueden estar quietas y nunca dejan de trabajar».

Por Ignacio Tamagno para La tinta

Un buzo de plush verde, el pelo atado a la nuca y el rostro lleno de silencios. Su voz es apenas un suspiro, un ronroneo del alma. Antes de empezar a contar su historia, Gloria se arremanga: tiene los antebrazos fuertes y las manos curtidas por los productos químicos con los que, desde hace años, refriega casa ajena.

Gloria agarra el trozo de pollo con dos dedos y lo espolvorea en harina; luego desliza, con toda suavidad, la pata-muslo enharinada en el aceite hirviendo. El aceite se sacude con violencia. La pata-muslo tiembla en la sartén. Gloria la mira en silencio. Cada tanto, la pincha con un tenedor, mientras parece decirle: «Tranquilita, pata-muslo, aquí estoy, ya falta poco, pronto se termina todo, pronto te convertirás en pollo broaster».

El pollo broaster de Gloria es famoso en toda la Isla de los Patos. Pequeñas multitudes hambrientas se reúnen alrededor de su puesto. Ella cocina en silencio, rodeada por sus hijas, que reciben billetitos y a cambio reparten felicidad, compuesta en idénticas proporciones de pollo frito, mayonesa y sonrisas blancas como el sol.

A pocos metros del puesto de Gloria, está Tania. Igual de silenciosa que su madre, sus dos ojos son como dos pozos de agua en los que cualquier sediento encuentra su consuelo.

Todo lo miran esos dos ojos, desde detrás de una pequeña muralla de heladeritas de telgopor, sobre las que se exhiben botellitas de gaseosa sin etiqueta: antaño de Coca-Cola o Gatorade, ahora son botellitas-de-la-Tania, llenas de jugo de cebada, chicha o maracuyá. Hacia ellas se arriman, sedientos, los que todavía se limpian de la boca la grasita del pollo broaster. Tania, reina de los sedientos, toma y reparte agüita llena de colores, como antaño lo hiciera Marcelina, su maestra y fundadora del puesto, antigua emperatriz de los juguitos. 

Todos los domingos la misma rutina.

El mismo itinerario de sabores.

El mismo pueblo alegre y hambriento.

Las mismas sonrisas.

Los mismos silencios.

La misma felicidad mansa, sabrosa, barata y llena de sol. 


Futuro y educación, dice Gloria. Eso fue lo que tenía en mente cuando decidió migrar con sus seis hijos a cuestas. Futuro y educación para sus hijos, que la siguen a todos lados como lobos.

En Perú, vivían en Barranca, una ciudad de la costa central en la que se ganaba la vida vendiendo marcianos (una especie de juguito congelado) junto a su esposo, con el que, reconoce Gloria, «no nos comprendíamos bien», hasta el punto de un día necesitar una distancia de tres mil kilómetros.

Migrar a Argentina, sola y con toda su prole, fue difícil nada más pensarlo. Su marido se oponía y Gloria no tenía un solo sol. Por lo que tuvo que planificar el viaje y recaudar todo el dinero sola. Paradojas: para comprarle a sus hijos un viaje a la educación pública y gratuita, Gloria se la pasó fregando pisos de un colegio privado.

Los últimos días de Gloria en Perú se parecen a una película siniestra, de ciencia ficción: marcianos y aulas vacías, sucias, abandonadas, al atardecer.


La distancia que separa Perú de Argentina se cuenta en tres días (con sus respectivas noches) arriba de un colectivo frío y con mucho olor a cuerpo, infinidad de trasbordos en estaciones de ómnibus desoladas, pausas eternas en mitad de la noche o al amanecer.

Los hijos de Gloria eran muchos y de todas las edades: un pequeño ejército de lobitos, de entre dos y quince años. Napoleón no hubiera podido con tanto.

Gloria los alimentaba en silencio. Los bajaba del coche que frenaba, los subía al coche que partía. Los sentaba, los abrigaba, los cuidaba, los acurrucaba: a sus seis cachorros por igual.

«Pero me daba vergüenza ­-reconoce Gloria- porque sola y con tantos chicos, la gente me miraba y me preguntaba si eran míos, porque parecían niños robados».


isla-de-los-patos-comida-peruana-gloria-tania
Imagen: Marcos Rostagno

Lo peor, sin embargo, fue llegar a Córdoba.

Gloria tenía hermanos que vivían en la ciudad desde hacía años («y en buena posición»). Pero nada más verla arrimar a la casa, con sus seis criaturas y ningún pan bajo el brazo, le cerraron la puerta en la cara. Y ahí se quedó ella, con sus seis lobitos a cuestas, mirando el párpado negro y cerrado de una casa llena de gente triste y sin corazón.

«Nos trataron como si fuéramos desconocidos», recuerda Gloria.

Las cosas entraron como en un torbellino. «Hasta que un día, me las llevé a mis hijas al mercado y les dije que se buscaran un trabajo limpiando verduras, y yo me fui a buscar un trabajito por horas en alguna casa. Y así, de a poquito, juntamos algún dinero con el que pudimos alquilar un cuartito, porque ni siquiera eso teníamos hasta entonces».


La aparición de Marcelina.

Llegó a Córdoba, tras dejar todas sus cosas en Perú, para auxiliar a su hija con el cuidado de los niños. Mamá loba siendo auxiliada por loba mayor.

Para entonces, la familia ya se había mudado a Alberdi. Tania y sus hermanas trabajaban en el mercado. Gloria se curtía las manos limpiando casas. Marcelina cuidaba a los más chicos.

Pero el interior de un cuarto de pensión y un montón de críos no es territorio suficiente para una súper abuela peruana, en donde laten los Andes, la sal del Pacífico y la sangre de un imperio.

No se sabe a través de qué redes invisibles de dimes y diretes, de tejidos de lenguas, de enredaderas de saliva de viejitas habitantes de desolados cuartitos de pensión, entre risotadas y susurros, Marcelina se enteró de la feria. Y como «no podía estarse sin hacer su aporte», dice Tania, un domingo al mediodía, Marcelina se arrimó a la Isla de los Patos.


Vio niños corriendo bajo el sol.

Adolescentes jugando al vóley.

Humo de corazón de vaca a las brasas, reptando entre las copas de árboles frondosos.

Vio su pueblo reunido.

Marcelina, extasiada, abrió los brazos.

Y de sus brazos de súper abuela peruana, brotaron botellitas de chicha fresca.

Al ver el milagro, como hipnotizados, hacia ella enfilaron los niños sedientos, los deportistas deshidratados, las madres acaloradas, los obreros faltos de azúcar.

Todos, salvo los diabéticos, cayeron como moscas frente a los juguitos de Marcelina.

Fueron tiempos en que las cosas empezaron a estar relativamente mejor.


Tania vende.

Desde chica.

A los siete, su papá la llevó a vender marcianos a la calle.

A los diez u once, su tía se la llevó a vender ropa. La venta de ropa ambulante en Perú es más bien intensa y cuerpo a cuerpo. Vergüenza es robar, le dijo su tía y la mandó a gritar a la calle.

Fue su tía la que le enseñó el arte de la salamería. En poco tiempo, Tania aprendió cómo decirle guapo hasta a los sapos y venderle remeritas hasta a las escobas.

Por eso, cuando su mamá la llevó al mercado, Tania dijo pan comido y empezó a atrapar clientes como moscas.

Por supuesto, le fue bien.

Los bolivianos de la verdulería pronto la tuvieron en alta estima. «Pero pagaban poco y eran como 15 horas de trabajo».

Limpiar casas tampoco le resultó negocio: se rompía las manos y trabajaba de sol a sol por nada mas que 1.200 pesos mensuales.

Como en ese tiempo Tania andaba soltera, lo que le resultó negocio fue irse de chicha. Fue por esa época que se enteró que «había un parquecito en el que los domingos vendían comida peruana».


isla-de-los-patos-comida-peruana-gloria-tania
Imagen: Marcos Rostagno

Lo primero que Tania recuerda de la feria son «las causas rellenas de la doña Violeta y los picarones del Justi», de los que se volvió fan declarada y clienta fiel.

Pero no pasó mucho rato hasta que Marcelina, que repartía botellas de chicha a la velocidad de la luz, le dijo «vente pa’ aquí, pué» y la puso a trabajar.

Primero, la puso a vender salchipapas, en un puestito junto al de ella: le fue bien. Pero, entonces, «las envidiositas de enfrente se fueron a quejar y me quitaron el puesto».

Tania, ni lerda ni perezosa, declaró la guerra. Al domingo siguiente, volvió de remerita ajustada, pantalones jeans y rostro perfumado: hombre que pasaba, hombre que traía para el negocio de su abuela.

Fueron meses de gran prosperidad para el negocio. Y de terrible falta de clientela para las chismosas de enfrente.

La guerra siguió su curso un tiempo, viento en popa para Tania y Marcelina. Hasta que un domingo, Tania llegó con un lobito bajo el brazo. La solidaridad entre madres fue más fuerte: se declaró tregua total.

Desde entonces, se le permite a Tania tener puesto propio, para vender lo que precise y así atender a «su necesidad».


isla-de-los-patos-comida-peruana-gloria-tania
Imagen: Marcos Rostagno

Gloria tardó en llegar.

Al principio, no quería saber nada con vender.

Entonces, llegó el día en que Marcelina se tuvo que volver a Perú para «atender a sus cosas».

Fue una charla muy breve. Marcelina le cedió el puesto a Gloria. Le dijo que era hora de pasar más tiempo con sus hijos.

Gloria se tragó todo el silencio junto y empezó vendiendo lo que vendía en Perú: marcianos y juguitos.

Luego, empezó también con el pollo broaster.


Un cruce de miradas entre Tania y Gloria basta para pasarse información:

«Allá va un sediento».

«Allí un hambriento».

Así, en medio de la feria, Tania y Gloria, una con sus juguitos y la otra con sus pollos fritos, mantienen mareados a los transeúntes, borrachos de grasa y azúcar, encandilados de sol y mucha sonrisa.


isla-de-los-patos-comida-peruana-gloria-tania
Imagen: Marcos Rostagno

Tania cursa la nocturna: está en tercero, es decir, a punto de terminar.

Enfermería o martillero público son las dos carreras que tiene en mente, aunque todavía no se decide por cual.

Su hijo, de dos años, ya es un lobito hecho y derecho, con dientes afilados y manos que prometen levantar murallas y tumbar giles.

Marcelina, ciega y con más de ochenta años, volvió un día de Perú y se instaló con su hija y sus nietas otra vez en Córdoba. Cada tanto, se deja ver en la feria, antigua emperatriz de los juguitos, reverenciada por sedientos y cocineras altaneras.

El pollo broaster de Gloria es un pequeño reino de carritos de supermercado, aceite frito y tablones de madera.

Tania detenta el récord de la que más vende sin decir palabra: le basta mirar a los sedientos para traerlos a su muralla de heladeritas de telgopor y botellas sin etiqueta rellenas de colores.


Los secretos de la cocina, dice Tania, se pasan de abuela a madre y de madre a hija, es decir, a nieta, y de nieta hasta bisnieta, y así hasta el fin de los tiempos o hasta que se agote la última garrafa de gas.

Son secretos simples, reconoce Tania, pero decisivos, agrega Gloria, defendidos a servilleta de papel y cuchillito serruchito.

Como echarle una pizca de azúcar al arroz chaufa, se le escapa a Tania, rompiendo así un secreto milenario lleno de sabor y vapor de cocina.

Gloria reconoce no tener muchos secretos gastronómicos. Lo poco que sabe, lo sabe de saberlo. De su marido, que venía de familia con restaurant. O de Marcelina, su mamá, en todo lo referido a los juguitos.

Pero Gloria tiene un secreto, muy profundo, pasado de colmillo a colmillo en su pequeña tribu de lobitos.


isla-de-los-patos-comida-peruana-gloria-tania
Imagen: Marcos Rostagno

«Salir adelante».

Esa es la frase más repetida en la hora y media de entrevista.

«Salir adelante».

Como si atrás hubiera un pantano, una ciénaga en la que se hunde todo.

«Salir adelante».

Como si la vida fuera un túnel, un campo de batalla, una trinchera sin posibilidad de retorno en la que el pasado avanza, oscuro, como un alud que todo lo arrastra.

Los ojos de Gloria miran silenciosos y, en ellos, se lee todo el rato:

«Salir adelante».

En sus ojos, está esa noche, bien resguardada, apretando las pupilas. Nadie sabe cómo lo hace, pero ella siempre sale adelante.

Y los suyos también.

Y ese es un secreto, indecible, que ya refulge, despacito, en los ojos del lobito de dos años que Tania hace sonreír en su falda, mientras mira a su mamá. 

*Por Ignacio Tamagno para La tinta / Imagen de portada: Marcos Rostagno.

Palabras claves: comida peruana, Isla de los Patos

Compartir: