Violeta y las salchipapas
«La isla de las patas» es una co-producción de La tinta, el centro de creación La Parisina y la Feria Cultural Peruana de la Isla de los Patos, realizada con el apoyo del Fondo Gestionar Futuro II del Ministerio de Cultura de la Nación. Cada viernes, una historia de vida y un sabor para desentramar. Una cocinera y sus secretos más preciados: sus sabores, sus historias, sus luchas y sus sueños.
Por Belén Chávez e Ignacio Tamagno para La tinta
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1994 fue un año movido. Fue el año en que a Maradona le cortaron las piernas, en que un coche bomba se estrelló contra AMIA, en que el Ejército Zapatista se alzó en armas contra el gobierno mexicano, en que Kurt Cobain se reventó la cabeza de un tiro, en que Arjona lanzó “Historias” (su quinto álbum de estudio), en que a Nixon se le derramó el cerebro y en que Mandela fue elegido presidente de Sudáfrica, terminando así con casi medio siglo de apartheid. También fue el año en que Violeta, una joven obrera de Lima, se subió a un colectivo y se encaminó hacia lo desconocido.
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Tiene metro cincuenta. Ojos negros. Rostro de duende y corazón de caldera. Se llama Violeta Ayala Carranza. Nació en Callao, Lima, en 1961. Se crió en el pueblo de Santa Rosa hasta más o menos no sabe cuándo. No sabe muy bien cuándo regresa a Lima, donde transcurre su juventud. Tiene una juventud austera, pero feliz. De noche baila, mientras que de día trabaja como obrera de una fábrica de mosaicos, separando los mosaicos en primera, segunda y tercera categoría (estos últimos de descarte). Sin queja ni pausa, así vive esos años. Hasta que un día, sin previo aviso, es separada de la línea de producción como si ella misma fuera un mosaico de descarte. Tenía entonces treinta años. La misma figura de niña con ojos negros de carbón encendido. Violeta no lo pensó mucho. Juntó su plata y se subió a un colectivo.
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Para 1994, el flujo migratorio de Perú hacia la Argentina era más bien intenso. Perú ostentaba una hiperinflación del 7.649% (la más alta en toda la historia económica de América Latina), 1.2 millones de desempleados y un índice de pobreza superior al 55%. Desde hacía décadas, se desangraba en el conflicto interno que enfrentaba al ejército peruano con Sendero Luminoso (69.280 víctimas, 1 millón de desplazados). Eran los tiempos de Fujimori, quien dos años antes, y con la complicidad de los militares, había intervenido el poder público, instalando una dictadura que duraría hasta el año 2000. Crecían las pandillas, el desempleo, el hambre y las faltas de perspectivas. Enfrente, Argentina vivía sus bodas de oro con el menemismo: tiempos de pizza y champagne, la ilusión del uno a uno y el todo por dos pesos, el presidente en Ferrari y las relaciones carnales con Estados Unidos. Violeta no fue la única en marcharse, sino una más de entre las muchas desplazadas por la violencia y la crisis económica del Perú de los noventa. Eligió Argentina “por probar, por curiosa”, cuando bien podría haber elegido Japón o Estados Unidos. En Argentina, no conocía a nadie. De Argentina, no conocía nada.
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Del viaje, Violeta recuerda más bien poco. Que fue largo (cuatro días en bus) y que llevaba un bolsito con pocas cosas, sus papeles y una bolsita de dinero. Viajaba sola y, durante la travesía, se hizo muy amiga de unas mujeres de su mismo pueblo de la infancia, cuyo nombre ahora mismo no recuerda y a las que lamentablemente nunca más volvió a ver. En su viaje, bordeó el Pacífico (que la vio crecer), luego cruzó la frontera con Chile y se introdujo en el desierto de Atacama. Ni vio la noche más estrellada del mundo ni pensó estar transitando el mismo camino que siglos atrás atravesara el conquistador Pedro de Valdivia (y antes que Valdivia, los incas; y antes que los incas, los atacameños, los changos, los coles, los lupacas, los uros y los chinchorros, que fueron los primeros del mundo en momificar artificialmente a sus muertos; y antes que los chinchorros, animalitos tales como los guanacos, las vicuñas, los zorros y algunas especies de paloma; y antes que los guanacos y las palomas, flores y semillas y cactus; y antes, la arena, el viento; y entre una cosa y la otra, innumerables ánimas en pena: las víctimas del calor, la Conquista, los desaparecidos de Pinochet).
Cuando cruzó el desierto, Violeta no pensó ni en la Conquista ni en Pinochet ni en sus muertos, no pensó en militares, en la Guerra del Pacífico, en Bolivia perdiendo su salida al mar por 10 centavos, en pueblos enteros siendo arrasados por generales fratricidas ni en Lima siendo ocupada por los chilenos. Violeta estaba sinceramente ocupada en otras cosas: como aguantar el pis, calmar el hambre y hacerle la guerra al frío. Construir un futuro. Mantener a la humanidad en movimiento.
Cuando Atacama quedó de fondo, el colectivo cruzó el norte de Chile hasta que, de pronto, llegaron los Andes. A Violeta, los Andes le dieron cosita, pero tampoco tanto. Tenía el corazón ocupado en otras cosas, tales como charlar con sus amigas, custodiar sus ahorros y preparar los papeles para la frontera, que se le venía encima. El cruce de los Andes le tapó los oídos y eso le produjo un cierto vértigo. Pero más vértigo le produjo meterse en las fauces de la montaña, la oscuridad ensordecedora del Cristo Redentor, la Gendarmería esperando del otro lado del túnel. Cuando el coche se detuvo, Violeta apretó su bolso, rasguñó la plata y alistó sus papeles.
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Desde 2003, con la sanción de la Ley Migraciones 25.871, Argentina es un país abierto a la migración. Pero, en 1994, las cosas eran bien distintas y cruzar la frontera te exponía a la inseguridad y la ilegalidad.
Violeta entregó sus documentos al chofer, también su “bolsa de viaje” (el dinero que había que demostrar en la frontera para ingresar al país) y vio al chofer irse con sus cosas. El chofer se perdió en un edificio y Violeta esperó mirando la montaña, la mucha gente, las filas de camiones y los muchos autos. Se quedó dormida, pero no recuerda con qué soñó. En algún momento, el chofer volvió con sus cosas: sus documentos sellados, la bolsita de nylon con los dólares en su lugar. Alguna de sus amigas comenzó a destejer un chisme y Violeta le siguió el hilo. El colectivo volvió a arrancar rumbo al uno a uno, el todo por dos pesos, Carlos Menem y su pizza con champagne.
Un día después, Violeta se hospedó con sus amigas en un hotelito cercano a la terminal de buses de Córdoba y, al poco tiempo, consiguió un trabajo como empleada doméstica. Nunca más volvió a ver a sus amigas. Nunca más se fue de Córdoba.
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Violeta, en otro tiempo, fue tímida. Evidencia de ello son su mirada desconfiada y sus dos orejas que todo lo escuchan, sus dos ojos negros que miran con refucilo. Fue tímida, pero ya no es. Evidencia de ello son sus comentarios cortantes como el cuchillo serruchito con el que pela y corta papas mientras nos cuenta su historia. Violeta hoy tiene una risa dulce que contagia risa. Está acompañada y tiene una hija, con quienes vive en frente de la cancha de Belgrano, justo en diagonal a la Isla de los Patos, en el barrio de Alberdi de la ciudad de Córdoba capital. Sus actividades favoritas son las mismas de toda la vida: escuchar música, bailar y hablar con sus amigas. Desde que llegó a la Argentina (hace ya casi treinta años), trabaja como empleada doméstica. Y cocina: en un merendero popular los miércoles y para la Isla de los Patos los domingos, donde tiene su propio puesto en el que vende salchipapas y causas rellenas.
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La caja de un televisor Hitachi y un carrito de supermercado le bastan a Violeta para construir su pequeña cocina-comedor itinerante, su puesto de feria en el que, todos los domingos, corta, pela y frita papa a la velocidad de la luz –siempre con el mismo cuchillo serruchito, filoso como su lengua, puntiagudo como su sarcasmo. A la Feria de la Isla de los Patos llegó por una amiga, en el principio de la feria, cuando su hija tenía 10 u 11 años. Violeta no recuerda ahora el nombre de su amiga, pero la recuerda con mucho afecto y respeto, porque esa amiga le enseñó a cocinar y vender, es decir, también a vencer su timidez y salir para adelante. Ahora, en su puesto, florecen las bandejas con salchipapas y causas rellenas, bien salpicadas de abundante mayonesa casera y sonrisa desbordante.
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La caja de un televisor Hitachi y un carrito de supermercado, y todo su corazón: así es el puesto de Violeta en la Feria de la Isla de los Patos.
Paradoja número 1: Violeta no tiene televisor Hitachi. Paradoja número 2: Violeta no compra en el supermercado. Paradoja número 3: a Violeta no le gusta cocinar, pero cocina que te terminás chupando los dedos. Paradoja número 4: Violeta, cocinera peruana, aprendió a cocinar comida peruana en Córdoba de su amiga que ya se fue y que le dejó el trabajo, las recetas, el puesto y la costumbre. Paradoja número 5: Violeta es enanita como una niña, pero enorme como toda la ciudad.
Ella misma es lo que vende: una causa rellena –de mucha vida, de mucho camino, de mucha historia–. Un pueblo entero caminando en el corazón de papa de una mujer de metro cincuenta, con lengua filosa como cuchillito serruchito y ojos negros que le sonríen por igual al desierto, los Andes, la pobreza o el hilito de río contaminado que cruza domingo a domingo, pechando su carrito de supermercado lleno de salchipapas, causas rellena, mucha vida y muchos kilómetros recorridos y por recorrer, allí, con sus amigas, en la feria de sabores de Isla de los Patos.
Ficha técnica
Entrevistas: Camila Pilatti y Belén Chávez | Registro de video y dron: Ana Medero y Ezequiel Luque | Edición de video: Julia Buyatti | Fotos: Marcos Rostagno | Ilustraciones: Lu Iovane | Producción: Florencia Moresi | Coordinación general: Ignacio Tamagno y Alicia Diana Sánchez Romero de Quispe.
*Por Belén Chávez e Ignacio Tamagno para La tinta / Imagen de portada: Marcos Rostagno.