¿Es Pochita un demonio libertario? A propósito del uso del personaje de animé
Spoiler Alert: este texto incluye algunas descripciones de los primeros dos episodios del animé Chainsaw Man de Tatsuki Fujimoto.
Por Sasha S. Hilas para La tinta
A días de la asunción de Javier Milei como el nuevo presidente de la República Argentina, no puedo evitar volver a las imágenes en donde sostiene eufórico una motosierra, como así tampoco a su denominado “plan motosierra” de recorte del Estado y, sin duda, a la curiosa asociación con el personaje Pochita, de la historia Chainsaw Man de Tatsuki Fujimoto, llevado al animé por MAPPA Studio.
Hemos visto esta asociación no solo en canales de televisión, sino también en quienes siguen a Milei, que asisten a actos y concentraciones con peluches e imágenes de Pochita, o con disfraces del chico motosierra, el conocido personaje Denji convertido en un humano con cabeza y brazos de motosierra. Sin embargo, tanto Pochita como Denji tienen detrás una historia con valores diferentes a las del referente libertario y presidente electo.
Para quienes hemos visto la serie de animé estrenada en 2022, presenciamos a Denji y a Pochita pasar por realidades muy crueles. Chainsaw Man nos muestra un mundo muy similar al nuestro, integrado por las mismas injusticias y desigualdades, pero con la diferencia de que allí los demonios son reales y nacen de los miedos humanos. En principio, estos seres se alimentan de los seres humanos y su poder crece a medida que crece el temor hacia ellos; por eso, escuchamos nombres como el Demonio Zombi, el Demonio de las Armas y el Demonio Motosierra. En este mundo, Denji es un muchacho indigente que, por una deuda contraída por su padre, debe un montón de dinero a los Yakuza desde una corta edad. Buscando cómo pagarla, brinda diversos servicios a esta organización, entre los que se encuentra la venta de algunos de sus órganos, humillarse por monedas a pedido de los Yakuza y algunas tareas como “Devil hunter” [cazador de demonios]. El encuentro entre el pequeño Denji y Pochita es fortuito, pero también salvador. Denji está frente a la tumba de su padre mientras un líder Yakuza le pone un ultimátum: “Pagá la deuda mañana”.
En medio de una inmovilidad desesperada, se percata de que, detrás de un árbol, hay algo así como un pequeño y tierno ser asustado que le gruñe. Denji se da cuenta de que está muy herido y probablemente muera. Sin pensarlo demasiado, le ofrece su brazo, indicándole que se acerque y tome de su sangre para poder salvarse. Pochita desconfía, pero accede. Darle algo tuyo a un demonio es, en este universo de sentido, establecer un contrato: “Ahora vas a ayudarme a salvar mi vida”, dice Denji.
Este demonio sin nombre es bautizado como Pochita –nombre común para los perros en Japón– y así comienzan a cazar demonios para los Yakuza, quienes venden sus cuerpos en el mercado negro. Viven juntos, cuidan del otro, comparten la poca comida que alcanzan a pagar –media rebanada de pan por día– y Denji le cuenta sus fantasías: comer pan con mermelada todos los días y besar a una linda chica. Esos son sus sueños y más grandes aspiraciones, en una trama que no se preocupa por hacer del pobre y desdichado protagonista un sujeto ejemplar ni virtuoso.
Aunque lo que hicieron Denji y Pochita es un contrato, un “te doy y vos me das”, lo cierto es que Denji fue movido por la compasión, por la postergación de su situación, acaso el reconocimiento de su propio sufrimiento en el de otro ser indefenso. Chainsaw Man es una pieza marcada por la historia de múltiples sacrificios, de diferentes formas de dar la vida por aquellas personas que ama y por la permanente añoranza que siente Denji por su amigo demonio, una vez que Pochita se sacrifica por él entregando –o más bien, fusionando– su vida. En una lucha a muerte con el Demonio Zombi, quien buscaba matar al terrible Demonio Motosierra –sorpresa, es el tiernísimo Pochita–, Denji pierde la vida y Pochita es gravemente herido. Dentro de un tacho de basura en donde los han arrojado, Pochita hace su último acto: “Te doy mi vida y mi cuerpo. A cambio, quiero que me muestres tu sueño”, le dice a Denji, indicándole su deseo de verlo vivir una vida “normal”, fuera de la miseria y las necesidades.
Esta historia muestra la amistad demoníaca, monstruosa y no humana entre Denji y Pochita, quienes no son ni el buen y domesticado joven huérfano, ni el altruista y mesiánico demonio arrepentido. La trama es compleja, no deja tranquila a la conciencia ni presenta modelos a seguir. Pero lo que sí deja claro es que, al igual que muchas historias de animé de este tipo, ningún personaje puede salvarse solo, todos viven, sobreviven y disfrutan de la vida porque otres han hecho que eso sea posible.
De modo que tenemos a un personaje principal exprimido al extremo por una deuda impagable –al punto de arriesgar su vida y de vender partes de sí mismo– y a un demonio que, en lugar de ponerse del lado de los suyos, toma parte por el más débil y por aquel con quien no comparte ningún tipo de familiaridad. En principio, Pochita no tiene en común ningún rasgo o circunstancia con Denji: no es un deudor de los Yakuza, no es una persona en extrema pobreza por quien podría sentir que su suerte es la misma, no hablan la misma lengua ni comparten la misma raza. A pesar de ello, Pochita toma partido y va más allá de las fronteras de su propia quinta, para hacer de la vida y la causa del otro la suya propia. Encuentra en la solidaridad de un pequeño Denji la única justificación necesaria para su entrega y amistad.
Hemos visto de parte de militantes de La Libertad Avanza, no solo de Javier Milei y su cúpula, formas preocupantes de violencia política. Vimos muchos ejemplos de relativización del daño y reivindicación de políticas de la crueldad, del “sálvese quien pueda” y de la eliminación del diferente, muchas veces siendo este “diferente” no solo quien piensa distinto, sino también quien necesita protección.
Pochita y Denji exponen la contracara de ese mundo discursivo-afectivo libertario. En efecto, hacen otra cosa y, sin ánimo de dar el ejemplo o ser virtuosos, nos dan variadas muestras de que el camino de la vida y de los pequeños y nimios sueños por cumplir es por otra parte, donde no hay que pisarle la cabeza al otro, sino dejarse tocar por su sufrimiento y su esperanza. Y de allí en adelante.
*Por Sasha S. Hilas para La tinta / Imagen de portada: Ana Medero para La tinta.