¿Qué es un genocidio?
Cada tantos años, en Argentina, se reedita la discusión sobre la cantidad de personas desaparecidas por la última dictadura cívico-militar. Una manera de restarle importancia a la violencia de Estado encarnada por las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad es realizar un inventario cadavérico intentando restarle muertos a una cifra que es ya todo un símbolo: treinta mil. La historia es un proceso un poco más complejo que la cuantificación mortuoria. A cuarenta años del retorno de la democracia, las huellas de la dictadura persisten en un proceso de rupturas y continuidades.
Hay un autor fascinante que nos ayuda a pensar estas complejidades cuando hubo una masacre importante de seres humanos. Se trata de Raphael Lemkin, un jurista polaco de origen judío nacido en 1901 en la ciudad de Bailystok, que vivió su juventud atravesado por las matanzas que el Partido Ittihad de los Jóvenes Turcos había realizado en contra de armenios, sirios y griegos, y ello lo llevó a crear un término que explicó muy bien lo que el nazismo hizo en gran parte de Europa durante la Segunda Guerra Mundial, un genocidio.
¿Qué es para Lemkin un genocidio? El término se compone de las palabras griega genos, que significa origen común de una tribu o un clan, y el sufijo latino cidium, que significa aniquilamiento o matanza. En el famoso libro El dominio del Eje en la Europa Ocupada, Lemkin dice: “El genocidio tiene dos etapas: una, la destrucción del patrón nacional del grupo oprimido; la otra, la imposición del patrón nacional del grupo opresor”.
Para Lemkin, en un genocidio, la matanza no es el fin, sino el medio para disciplinar al conjunto de la sociedad. Es decir, el aniquilamiento masivo es el medio que se utiliza para desparramar terror. Como dice Daniel Feierentein, los verdaderos destinatarios de los genocidios no son los muertos -que terminan siendo un medio-, sino los vivos.
El genocidio busca transformar la identidad de un pueblo eliminando a todos sus miembros o a un número significativo para transformar la identidad de los sobrevivientes. El objetivo del genocidio es la destrucción de la identidad de los oprimidos para lograr imponer la identidad del opresor.
Para Lemkin, el genocidio debería comprenderse más bien como un plan coordinado de diferentes acciones cuyo objetivo es la destrucción de las bases esenciales de la vida de grupos de ciudadanos.
¿Qué identidad destruyó la dictadura argentina? ¿Qué identidad impuso? Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el mundo se dividió en dos grandes polos: EE. UU. y la URSS. Como una forma de evitar el avance del comunismo, EE. UU. realizó una serie de acciones con gran impacto a nivel mundial. En primer lugar, creó la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en 1947 para realizar espionaje interno y externo. En la década del 50, inició hacia dentro de su país una campaña de persecución ideológica a quien se sospechara que tuviera ideas comunistas, proceso que se conoció con el nombre de macartismo. Por último, o antes que nada en términos históricos, creó en Panamá, en 1946, el Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad (WHINSEC), más conocido como la Escuela de las Américas. Esta escuela impartió instrucción a más de treinta mil oficiales latinoamericanos y fue la principal divulgadora de la persecución al comunismo, no ya a través de la amenaza de perder el trabajo -como hacía el macartismo-, sino mediante técnicas de contrainsurgencia aprendidas por las fuerzas armadas francesas durante las batallas de independencia en los países africanos. Varias de esas técnicas incluían la interrogación de personas mediante el uso de torturas como la aplicación de electricidad en el cuerpo de la víctima.
Desde Panamá, se enseñaron los peligros de una nueva forma de vinculación popular basada en la solidaridad que surgió en América Latina con Lázaro Cárdenas en México, Getulio Vargas en Brasil, Salvador Allende en Chile, José María Velasco Ibarra en Ecuador, Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón en Argentina. La respuesta a la pregunta de cómo fue posible que durante los años 90 se aplicaran las políticas neoliberales de desguace del Estado y desprotección de la población frente a una sociedad que otrora generaba grandes resistencias a las políticas en contra de sus intereses, debe buscarse en cómo la violencia genocida destruyó las relaciones de empatía, solidaridad y cooperación, y las reemplazó por lógicas de competencia, meritocracia y delación.
En Argentina, se vivió un genocidio que no empezó el 24 de marzo de 1976, sino que allí se sistematizó y amplificó, pero cuyo nacimiento podemos encontrar en el 16 de junio de 1955, cuando la Fuerza Aérea Argentina bombardeó la Plaza de Mayo y asesinó a civiles. El objetivo nunca fue eliminar al peronismo, sino quitarle su potencial emancipador, suprimir su rebeldía, despojarlo de la justicia social, edulcorarlo con la pizza y el champagne del menemismo de los 90. Para lograrlo, fue necesario un crimen de masa, un genocidio, que hiciera posible lograr en los vivos un terror enorme a cualquier forma de compromiso social con los derechos de las mayorías.
¿Pero cuántos muertos hubo?
El 14 de marzo de 1978, se produjo en la cárcel de Devoto la matanza de al menos 64 presos comunes, ametrallados por el Servicio Penitenciario Federal. Ese hecho se conoció como la Masacre en el Pabellón Séptimo. Dos datos interesantes arroja esta matanza: por un lado, pese a tratarse de represión institucional dentro de una cárcel con presos “blanqueados”, no se supo ni se sabe la cantidad exacta de personas muertas. Por el otro, estos muertos no ingresaron a la lista de víctimas de la dictadura porque no tenían ninguna militancia barrial, política, estudiantil o gremial, tal como lo relata Claudia Cesaroni en su libro Masacre en el Pabellón Séptimo.
Casos como este se repiten a lo largo y ancho de Argentina. La persecución no operó igual en Rosario que en Tumbaya ni en Buenos Aires que en Esquel. Al día de hoy, en plena democracia, no hay cifras oficiales de cuántas personas mueren por la violencia institucional que produce el Estado. Imaginemos lo difícil que es realizar el conteo de muertos durante siete años de represión ilegal. Incluso si tomamos en cuenta que la represión ilegal comenzó antes de 1976, con la Triple A en Buenos Aires y el Comando Libertadores de América en Córdoba. Pero no se trata, como anticipamos, de un inventario cadavérico.
Lemkin jamás se concentra en la cantidad de personas que deben morir para que la matanza se considere un genocidio, pues el riesgo es terminar legitimando o minimizando el número inmediatamente anterior. Lo que define al genocidio no es la cantidad de asesinados, sino la práctica de destruir una identidad para imponer otras haciendo uso del aniquilamiento.
Decir que en Argentina existió un genocidio implica al menos tres cuestiones. En primer lugar, es más correcto en términos históricos que hablar de una guerra o una batalla, tal como lo dijo Emilio Massera durante el juicio a las Juntas y un candidato a presidente durante el debate. La decisión estatal de llevar adelante el aniquilamiento de personas es previa a la aparición de organizaciones revolucionarias. Cuando se producen los fusilamientos de José León Suárez o las detenciones de los llamados presos Conintes por hacer huelga, no existían todavía en Argentina organizaciones revolucionarias que tuvieran a la violencia armada como parte de sus prácticas. En segundo lugar, el objetivo principal de la violencia represiva no fue aniquilar a las organizaciones revolucionarias -aunque lo hayan logrado-, sino destruir un modo de relación social y militancia política que se había construido en las décadas de los 40 y 50. Por último, en un genocidio, no existen dos campanas. No existe la versión nazi de la Shoá ni “campana” turca del exterminio a los armenios. El concepto de genocidio permite desterrar la falsa idea de los dos demonios.
El valor central de la categoría genocidio para estudiar las prácticas de la última dictadura cívico-militar está en que nos ayuda a comprender que la discusión no es numérica. La cantidad de desaparecidos es una cifra siempre abierta a nuevas investigaciones y militancias que abren sentidos a una violencia estatal tan, pero tan brutal que todavía realizamos esfuerzos teóricos para comprenderla e impugnarla. Por ejemplo, la militancia del colectivo de la diversidad/disidencia sexo-genérica nos viene a enseñar que hubo cuatrocientas personas víctimas directas de la dictadura por su orientación sexual o identidad de género. De allí, el número 30.400. Ninguno de esos cuatrocientos figura en el informe de la CONADEP. De hecho, en ninguna parte del libro se menciona la palabra trans-travesti, gay, lesbiana o bisexual.
Comprender que en Argentina hubo un genocidio implica saber que, más allá de los desaparecidos, hay toda una población que fue víctima de una forma brutal de imponer el terror con el objetivo de disciplinar a todo el cuerpo social. La finalidad fue cambiar las relaciones de solidaridad y sustituirlas por las de competencia. Mientras mayor fuera el vínculo de solidaridad, mayor fue el nivel de violencia que el Estado utilizó para romperlo, aunque eso implicara la desaparición de personas, fusilamientos, torturas, abusos sexuales o robo de bebés recién nacidos repartidos.
Hoy, perduran los efectos de la lógica competitiva, del sálvese quien pueda. Quienes votan a su propio verdugo son también una víctima viva de los efectos perdurables del genocidio. Aunque, por supuesto, sean víctimas no inocentes.
Pero también están quienes continúan intentando la solidaridad y las formas de construcción colectiva en las que todos los seres humanos son personas y, por lo tanto, titulares de derechos humanos. Por fortuna, están quienes siguen creyendo que los derechos brotan de las necesidades y lucha de los pueblos.
*Por Lucas Crisafulli para La tinta / Imagen de portada: A/D.