Deportada

Deportada
21 septiembre, 2023 por Redacción La tinta

Por Jessica García para La tinta

No todxs tenemos el privilegio de sentir felicidad infinita al pisar nuestra propia tierra. Nunca lo tuve tan claro como el día que pisé Buenos Aires, luego de más de 72 horas de miedo, de incertidumbre, al ser deportada de Tel Aviv. 

Recién hoy, después de más de casi cinco años, puedo escribir esta historia. Necesité contarla muchas veces para sentarme y, finalmente, escribirla.

Así, desde este lugar de militancia o activismo, de privilegio y vulnerabilidad, de rabia y miedo, de orgullo y tristeza, de la conciencia de todas mis contradicciones, escribo esta pequeña historia. 

El aeropuerto de Tel Aviv: la paranoia del opresor

Técnicamente, fue una denegación de ingreso, no una deportación. En la práctica, en sus impactos, no hubo ninguna diferencia. La misma violencia, la misma impunidad.

Esa madrugada invernal, era la tercera vez que intentaba pisar territorio ocupado, pero fue la primera vez que no pude atravesar las puertas del aeropuerto de Tel Aviv. Allí, todo comenzó como es habitual cuando dices que te quieres quedar los tres meses que permite la visa de turista; un interrogatorio en una oficina apartada. En la sala de espera de dicha oficina, comienza la tortura, la tortura que significa esperar en la completa incertidumbre: nunca se sabe cuánto tiempo durará la espera ni el interrogatorio, ni cuán violento y humillante este será (si el límite serán los gritos o si incluirá inspecciones sobre tu equipaje y tu cuerpo). 

Mientras esperás, ves entrar y salir gente de dicha oficina, más o menos asustadxs, más o menos tranquilxs, y sigues esperando, esperando saber cuál será tu suerte, ¿en qué grupo estarás? ¿Estarás en el de lxs tranquilxs que han podido sortear el interrogatorio o en el de lxs asustadxs porque su deportación ha sido decidida y ese interrogatorio es solo el comienzo de la pesadilla?

Todo es cuestión de suerte, dicen quienes ya han pasado por el proceso. Pero la suerte está condicionada, condicionada por tu pasaporte, tu nombre, tu origen, tu color de piel, tu religión, tu posicionamiento político. En resumen, la suerte depende de cuán cerca o lejos estés del relato construido por el opresor.

En mi caso, y debo decir a mucha honra, no tuve suerte. Dos mujeres jóvenes, funcionarias del gobierno israelí, definieron que me «enviarían de vuelta» no por activista, sino por mentirosa. ¿Cómo concluyeron que era una mentirosa? No fue una conclusión, fue una decisión anticipada en función de mis dos ingresos anteriores, su sospecha de mi activismo, mi supuesta participación en una marcha en Belén y mis vínculos con palestinxs. La mujer que me interrogaba me pidió el teléfono y lo revisó, encontró un número palestino y me exigió que le dijera de quién era, no lo hice. Como no accedí a dar nombres de conocidxs o amigxs en Palestina ni reconocí haber participado en la marcha en Belén, esta funcionaria se enojó, me acusó de estar mintiendo y me dijo que no me “enviaría de vuelta” por activista, sino por mentirosa. Entonces tomaron una foto de mi rostro, mis huellas digitales y me entregaron un documento, en hebreo y en inglés, en el que dice (aún lo conservo) que, para poder volver a entrar a territorio ocupado, debo tramitar una visa en el consulado israelí en mi país de origen. Eso equivale a una denegación de ingreso indefinida, pues, ¿cómo pasar por ese proceso de nuevo? Especialmente, después de haber escrito sobre Palestina y haber tatuado un Handala en mi espalda. 

Tatuarse, escribir, hacer amigxs, solidarizarse con un pueblo oprimido, todas actividades “extremadamente peligrosas” y susceptibles de ser sancionadas desde la perspectiva del opresor. Cualquiera que sea sospechoso de solidarizarse con el pueblo palestino, cualquiera que ose nombrarlo, cualquiera que ose reconocer su existencia, su humanidad, se convierte en un potencial enemigo y, como tal, tiene que ser sancionado, aleccionado, porque es un riesgo para su seguridad y porque debe quedar claro cuáles son las consecuencias de no obedecer las reglas del opresor. ¡Yo, yo que solo sé leer y escribir, me convertí en un riesgo para la seguridad de uno de los Estados más militarizados del mundo y con las mayores tecnologías de vigilancia!

Pero no solo en el aeropuerto de Tel Aviv pensaron que era un peligro para la seguridad. Mis connacionales del consulado argentino, al parecer, también pensaron lo mismo. Aunque les llamé y les conté lo que estaba pasando, eligieron abandonarme, eligieron abandonar a quien debían proteger. La funcionaria que estaba de guardia me preguntó qué había hecho para que me deportaran y que ellxs no podían hacer nada. Pero sí podían haber hecho algo, en realidad, mucho. Podrían haberme acompañado en el proceso y exigir garantías para mi seguridad, sobre mi humanidad.

Así, a partir de esta decisión para nada cuestionable, empezó el proceso de deportación y, al mismo tiempo, un profundo proceso de aprendizaje sobre ese mundo paralelo de los aeropuertos por el que transitan lxs rechazadxs, lxs que han osado creer que tienen derecho a otra vida, a una vida distinta a la que les ha tocado por haber nacido en la periferia, en territorio colonizado y sin las libertades del colonizador. Por allí, también transita una minoría de activistas, aquellxs que aún creen en la solidaridad entre los pueblos, pero que, para poder hacerlo, tienen que venir de un lugar donde al menos el ejercicio de los derechos humanos básicos haya sido resuelto. Quien vive en la emergencia no puede pensar en atravesar el mundo para ejercer su solidaridad con otrxs, simplemente no existe esa posibilidad. 

El tránsito en Estambul: la complicidad del vecino

Una vez atravesado el mundo paralelo del aeropuerto de Tel Aviv, ese mundo por el que transitan lxs rechazadxs, donde las maletas tienen una etiqueta verde que dice “SECURITY”, donde no tienes tu pasaporte ni tu pasabordo, donde no tienes control de absolutamente nada. Ni siquiera tienes la libertad de ir al baño solo, porque un agente de migraciones estará todo el tiempo contigo. Allí, lo único que puedes hacer es esperar, esperar que la pesadilla se termine. Pero, en este caso, la pesadilla recién comenzaba. La misma agente de migraciones que me vigiló desde que me dieron la orden de denegación de ingreso me llevó hasta la puerta de avión. Ahí me cambiaron de vigilante hasta Estambul.

Cuando llegamos a Estambul, me esperaba otro agente de migraciones, mi nuevo vigilante en ese trayecto. Allí, en un ejercicio de tremenda inocencia (siendo condescendiente conmigo misma), sonreí y casi lloré cuando el agente me dijo que tenían un «alojamiento» para mí, para que pasara la noche hasta que saliera el siguiente vuelo hacia Argentina. 

La ilusión me duró tanto como puede durar un caramelo en la boca. Mientras caminaba por el aeropuerto, la ilusión iba muriendo y la realidad se iba haciendo cada vez más palpable e igual de desagradable. Las paredes ya no estaban blancas e impolutas, ya no transitaban viajerxs, solo estábamos el agente de migraciones y yo. Ahora empezaba a escuchar el sonido de un televisor y comenzaba a ver algo que ya conocía, que es igual en todas partes de mundo: la policía.

Nuestro destino final era una sala; había un escritorio, detrás de él, un televisor con el volumen muy fuerte y una mujer uniformada. Había dos asientos y dos puertas. En uno de ellos, había hombres, hombres jóvenes que hablaban árabe y, parecía, intentaban ganarse la simpatía de la policía, con esa última esperanza, fruto de la desesperación o la negación, de que un par de funcionarios sin capacidad de decisión pudiesen cambiar en algo el destino que ya había sido trazado para cada unx de lxs que estábamos ahí. En el otro asiento, había mujeres, mujeres jóvenes. Recuerdo a una de ellas en particular. Una mujer negra, de unos 25 años tal vez. Estaba de pie y un policía la cacheteaba mientras miraba su pasaporte. Se notaba que ella no entendía lo que estaba pasando, no decía nada. Su rostro solo mostraba confusión. Más tarde entendería por qué. Esa era la sala de espera del “alojamiento” que tan amablemente Turquía me ofrecía. Allí me quedé, sola, con mi mochila, sin mi equipaje ni mi pasaporte, frente a esta policía que casi no hablaba inglés…

Una vez que mi mochila fue revisada, mis medicamentos fueron retenidos, me dieron la “bienvenida”. La mujer policía me abrió una de las puertas que había en la sala y me indicó que entrara. Lo primero que vi fueron las paredes blancas, iluminadas por luz blanca, ni una ventana, unos sillones que hacían de cama, una mesa, un par de sillas y muchas mujeres. La falta de ventilación y la concentración de mujeres generaba calor en pleno invierno del hemisferio norte. Allí, entré y, en un gesto de total inocencia (o estupidez), al ver en esa habitación a un montón de mujeres, dije: «Hi!», creo que con una gran sonrisa. Las caras de esas mujeres me devolvieron inmediatamente a la realidad. Ninguna de ellas sonreía, algunas se veían cansadas, agotadas, resignadas, otras simplemente parecían confundidas. Ver esos rostros, mirar hacia atrás y darme cuenta que la puerta que se cerraba detrás de mí no tenía picaporte, fueron la bienvenida al centro de detención para migrantes. Me habían encerrado en un centro de detención y yo había entrado… ¡voluntariamente!

Casi cinco años después, sigo recordando esa sala de paredes blancas y el sillón en el que dormí, donde antes, seguramente, ya habían dormido un montón de mujeres y otras tantas dormirían en el mismo lugar después de mí. Si bien la habitación parecía limpia, las colchonetas de estos sillones olían a toda la humanidad que había pasado por ellos. Para mi suerte, puedo dormir casi en cualquier lugar y esos colchones no fueron la excepción. En cambio, no pude bañarme, quería, pero no pude hacerlo. Llevaba como 36 horas viajando y sentía la necesidad de sentir el agua sobre mi cuerpo para sacarme al menos la tristeza y el miedo, el cansancio acumulado. Pero no pude. Cuando fui al baño con mi mochila a cuestas y estaba a punto de empezar a prepararme para entrar a la ducha, las vi. Vi las cámaras de seguridad en el baño y ya no pude. El pudor y el miedo se hicieron carne en mí, y regresé al mismo sillón donde pasaría el resto del día, con la misma mugre con la que me había levantado de allí.

Ese día fue largo, terriblemente largo. Tuve miedo, tanto miedo como no había tenido antes. Tener conciencia de que puedes desaparecer, de que te pueden hacer desaparecer en un instante me hizo comprender por qué a veces no resistimos, por qué no resistimos a la opresión, por qué nos paralizamos y sometemos. Esa violencia, donde estás encerrada, pero no hay barrotes ni esposas, aunque no hay picaportes ni ventanas, donde no estás detenida, pero no tienes libertad, pone en jaque todo lo que creías saber y pensar. Todo se desmorona. No puedes pensar, solo quieres salir de ahí y volver a casa, entonces te portas bien, pues sabes que no has hecho nada, así que tampoco deberían hacerte nada…

Así pasé 24 horas, portándome bien, siendo amable con la policía, preguntándole de la forma más cortés posible si sabía algo de mi vuelo. Cada vez que entraba a traernos la comida, le hacía la misma pregunta y le agradecía la hamburguesa y la coca-cola que nos servía directamente en los vasos para no dejar las latas (tal como hacen en las cárceles para que lxs detenidxs no las usen como armas). Todo mi desprecio por la institución policial y carcelaria fue sometido al terror. 

Atravesada completamente por el miedo, incapaz de pensar y recordar que así han funcionado las estrategias de terror, que el miedo es la herramienta de dominación. Así, rápidamente, me rendí y, después de un rato de intentar pensar, me abracé a mi mochila y me dormí. De a ratos despertaba, aterrada, desesperada por el pasar del tiempo, con el temor de que hubiese perdido el vuelo, tratando de tener conciencia de la hora que era. Es difícil distinguir el paso el tiempo cuando no ves la luz del sol y solo ves una luz blanca que nunca se apaga.

En esos despertares, en esas 24 horas de miedo, de incertidumbre, conocí a muchas mujeres, todas de la periferia, Uganda, Irán, Siria, Georgia, Rumania. Algunas con hijxs pequeñxs, embarazadas, con sus parejas del otro lado de la pared. A algunas de ellas probablemente nunca las olvide. Imposible olvidar a aquellxs con quienes se ha compartido el miedo, aunque haya sido solo por unos instantes, porque sabemos que todo podría haber sido peor en completa soledad. Por ejemplo, no olvidaré a la mujer iraní que hablaba con su marido a través de la pared que separaba las habitaciones. O a la mujer africana que había visto ser violentada en la sala de espera y quien pensaba que estaba en tránsito hacia Abu Dabi. Cuando entre varias mujeres le explicamos que estaba siendo deportada, se desmayó. Cuando intentamos pedir ayuda a la policía, solo escuchamos el volumen alto del televisor. Tampoco olvidaré a la mujer siria que llegó por la noche, sus gritos y llantos desesperados me despertaron. La escuché gritar desesperada en árabe Abu Dabi, la policía que la trajo le dijo “tamam, tamam” (tranquila) para que dejara de gritar y la esposaron a una silla. A la mañana siguiente, ya no estaba allí, pero no había vuelos a Siria ese día, hacía una semana que otra mujer siria esperaba por un vuelo que la devolviera a su país y esa mañana continuaba allí…

Palestina niño arrestado por ejercito israeli la-tinta
Imagen: Mussa Qawasma / Reuters

Buenos Aires: el regreso a casa 

Sí, mi experiencia fue dura, fue traumática y hasta hoy la recuerdo casi con exactitud. Ya no puedo volver a Palestina, excepto que alcance a verla libre. Aun así, mis condiciones eran muy diferentes a las de las demás mujeres detenidas. En primer lugar, porque yo elegí ir a Palestina, elegí volver y pude hacerlo. En segundo lugar, elegí salir de Argentina, no fui expulsada, nadie me estaba persiguiendo, el hambre no me estaba acuciando, la vida no me era insoportable en mi país, no tenía que migrar para mantener a nadie, no tenía que sacrificarme por nadie. En consecuencia, yo tenía un lugar a donde volver y no solo tenía, sino que deseaba hacerlo. 

Cuando dejé ese centro de detención para tomar el avión, en total sumisión a la autoridad y con un miedo atroz de que no me dejaran abordarlo, que se fuera sin mí, cuando me ubicaron en la última fila del avión, comencé a volver en mí. Cuando pisé Buenos Aires, cuando escuché al agente de migraciones con acento porteño entregándome el pasaporte que me había sido retenido en Tel Aviv, me puse feliz. 

Afuera, me esperaban mis compañerxs con kufiyias y banderas palestinas. Fue una gran sorpresa, no esperaba que me esperasen, pero allí estaban. Lxs había conocido antes del primer viaje a Palestina, hacíamos parte del mismo programa de acompañamiento, todxs ya habíamos estado en territorio ocupado, pero yo era la primera deportada argentina del programa. Cuando avisé que estaban deportando y quedé completamente incomunicada, fueron ellxs quienes me buscaron, quienes preguntaron y reclamaron por mí. Fueron ellxs quienes respondieron a mis amigxs preocupadxs por mí. Y allí estaban, esperándome. Cuando lxs vi, no lo podía creer, solo sonreí y me abrazaron. Nos pusimos las kufiyias y nos sacamos una foto con las banderas palestinas y mi mochila con su cartel de “SECURITY”. Podría haber llorado, pero no lo hice. 

A partir de ese día, solo me dediqué a contar lo que había pasado una y otra vez, entre la indignación y el orgullo, entre el dolor de no poder volver a Palestina y la certeza de que lo volvería a hacer. No todxs lxs deportadxs pueden decir eso. No todxs podemos volver a casa vivxs y en libertad. Nadie nos garantiza eso. Sin embargo, yo sí tenía una garantía. Mi garantía eran mis compañerxs y mis amigxs. Mi garantía era la certeza de que si ese día no llegaba, ellxs me buscarían.

*Por Jessica García para La tinta / Imagen de portada: Ali Jadallah / Anadolu Agency.

Palabras claves: deportados, Israel, Palestina

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