Los 12 castigos | ¿Gloria y loor? Sarmiento, el criminólogo
¿Por qué desempolvar del baúl de los recuerdos lo que doce criminólogxs propusieron para tratar el delito? Algunxs nos ayudan a pensar problemas actuales vinculados al crimen y su control, a repensar soluciones y alternativas a la violencia estatal como respuesta a la violencia social. Otrxs nos enseñan todo lo que no debemos hacer. En esta entrega, una mirada crítica de la obra de Domingo Faustino Sarmiento y su propuesta para el tratamiento de los salvajes de América.
La clasificación fundante del mundo se realizó en el siglo XVI y se basó en la cantidad de melanina que tenemos los humanos. Mientras menos concentración de este pigmento se tenga, más civilizada será la persona. Esto también comprende su violento reverso: a mayor concentración, piel más oscura y, por tanto, más alejado del ideal civilizatorio. A esta clasificación racial del mundo la inventaron y perfeccionaron aquellos que menos pigmentación tenían y, por lo tanto, se autoerigieron como integrantes de la cima de la pirámide civilizatoria. Y puede ser definida lisa y llanamente como racismo, pues el objetivo del proceso civilizatorio se transformó así en la eliminación de las culturas conformadas por no blancos y, cuando no, en la eliminación directa de los no blancos.
Durante el siglo XIX, se perfeccionó la teoría racial. Entre 1853 y 1855, Joseph Arthur de Gobineau escribió los cuatro volúmenes de Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, en la que escribe: «La raza blanca, inteligente, enérgica y llena de coraje (…) la débil, mediocre y materialista raza de los amarillos, y por último, la brutal, sensual y cobarde raza de los negros que no saldrá jamás del círculo intelectual más restringido».
En 1877, el relato de la pirámide civilizatoria es mejorado de la mano del antropólogo norteamericano Lewis Morgan, quien planteó que el mundo se encuentra dividido en tres estadios: los civilizados, compuesto por los pueblos europeos; los bárbaros, aquellos a quienes se debía civilizar; y en la base de legitimidad se encontraban los salvajes, término utilizado para comprender a todos los pueblos indígenas del mundo a quienes por entonces se los reconocía con la denominación genérica de «indios». Trobriandeses de Papúa Nueva Guinea, iroqueses de América del Norte o mapuches de la Patagonia argentina y chilena forman parte de esta denominación genérica de salvajes.
¿Qué hacer con los salvajes?
Lo primero que puede sorprender es incluir a Domingo Faustino Sarmiento en la lista de criminólogos. ¿Por qué? Sarmiento fue uno de los intelectuales más importantes de la segunda mitad del siglo XIX en todo el Cono Sur de América Latina, no solo por sus fabulosos libros escritos como Facundo, sino también porque sus ideas progresistas se transformaron en políticas públicas, tanto durante su presidencia (1868-1874) como antes y después, pero bajo su imprescindible influencia.
¿Qué significaba ser progresista para la época de Sarmiento? En relación a Córdoba, opinaba que era una catacumba española y en la que “el pueblo de la ciudad, compuesto de artesanos, participaba del espíritu de las clases altas: el maestro zapatero se daba los aires de doctor en zapatería”. No casualmente, cuando construyó el Observatorio Astronómico no lo dejó en manos de la Universidad Nacional -que pasó recién en 1955-. Progresar significaba avanzar con una idea eurocentrada de ciencia. Esto implicaba invisibilizar todo aquello que tuviera raíz local.
¿Qué proponía Sarmiento para los pueblos indígenas?
En una nota publicada por primera vez en el diario chileno El Progreso en 1844, Sarmiento escribió: “¿Lograremos exterminar a los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso, su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”.
Nunca una definición criminológica fue tan contundente. Sarmiento pregonaba que se debían exterminar a todos los pueblos indígenas, incluso propone el exterminio de niños indígenas por su odio al hombre civilizado. Esto se llevó adelante durante el año 1878 a 1885 en la llamada Conquista del Desierto, una expedición militar liderada por el General Julio Argentino Roca durante la presidencia de Nicolás Avellaneda para conquistar territorio en el sur y en el norte argentino, perteneciente a pueblos indígenas. Se utilizó el ejército argentino, pero no en una función bélica, sino asumiendo tareas de ocupación policial. Es decir, no hubo una guerra regular en contra de otro ejército, sino la utilización del sistema penal en función punitiva. Exterminar a los indígenas era una propuesta de Sarmiento, pero también dotó, durante su presidencia, de un moderno y nuevo equipamiento militar al ejército nacional, lo que resultó de fundamental importancia para la avanzada
En una misiva, Roca le propone a Avellaneda: “A mi juicio, el mejor sistema para concluir con los indios, ya sea extinguiéndolos o arrojándolos al otro lado del río Negro, es el de la guerra ofensiva”.
Los objetivos de la “Conquista del Desierto” fueron dos. Por un lado, repartirse las tierras que se encontraban en manos de los pueblos indígenas para destinarlas al sector agro-exportador de latifundistas. Según Osvaldo Bayer, entre 1876 y 1903, el Estado argentino regaló o «vendió por moneditas» 41.787.023 hectáreas a solo 1.843 terratenientes. Los más beneficiados fueron las familias Martínez de Hoz -fundadores de la Sociedad Rural-, Anchorena, Álzaga, Alvear, Azcuénaga, Bosch, Castro, Díaz Vélez, Eguía, Echeverría, Escalada, Ezcurra, Gallardo, Garrahan, Irigoyen, entre otros. Las tierras fueron repartidas en la inmobiliaria Adolfo Bullrich, hoy transformado en el centro comercial Patio Bullrich.
Por otro lado, el objetivo también fue construir una nación argentina con uniformidad cultural, social y biológica. Sarmiento fue el ideólogo del genocidio. Escribió en sus Viajes de 1849: “¿No es, sin duda, bello y consolador imaginarse que un día no muy lejano todos los pueblos cristianos no serán sino un mismo pueblo, unido por caminos de hierro o vapores, con una posta eslabonada de un extremo a otro de la tierra, con el mismo vestido, las mismas ideas, las mismas leyes y constituciones, los mismos libros, los mismos objetos de arte? Puede esto no estar muy próximo; pero ello marcha y llegaré a ser blanco, a despecho, no del carácter de los pueblos en que no creo, sino del diverso grado de cultura en que la especie se encuentra, en puntos dados de la tierra”.
La única manera de que exista un único pueblo, con una única cultura, es exterminando a todos aquellos pueblos -y su cultura- que no se adaptan a los parámetros de sociedad eurocentrada pregonada por Sarmiento. Para quienes no fueran civilizados, es decir, los bárbaros, pero para que exista la posibilidad de “culturizarse”, Sarmiento propuso la escuela pública. ¿Y para los salvajes? El exterminio. Solo así será posible un único pueblo.
El Genocidio
La Conquista del Desierto fue el genocidio perpetrado por el Estado argentino contra los pueblos originarios. No existen cifras oficiales de la cantidad de asesinatos, pero se estima que fueron miles. A su vez, varios indígenas fueron capturados y esclavizados. Incluso, hay investigaciones que dan cuenta de que muchos de ellos fueron esterilizados con el objetivo de que no se reproduzcan. Los niños y las mujeres fueron regalados o vendidos para formar parte del servicio doméstico de las grandes haciendas.
Lo característico de un genocidio no tiene que ver con el número de asesinatos. Así planteado, generaría el efecto paradojal de que, con una víctima menos a esa cantidad, no sea considerado como genocidio y transmitir la errónea idea de que es aceptable. Quien creó el término genocidio fue el jurista polaco Raphael Lemkin en los años 40 del siglo XX. Para él, el objetivo de los genocidios es la destrucción de la identidad de un pueblo o nación, y la sustitución por la identidad del opresor. Se usa el terror para disciplinar a una sociedad y transformar su identidad, ya sea eliminando a todos los miembros de determinados grupos o a un número significativo para transformar la identidad de los sobrevivientes. Para Lemkin, en el genocidio, el aniquilamiento es el medio, no el fin, y los verdaderos destinatarios son quienes quedan vivos.
¿Cuál fue el fin de la Conquista del Desierto? Las tierras, pero, sobre todo, imponer una nación unificada, tal como lo pregonaba Sarmiento: construir el relato de una Argentina blanca y europea, desindigenizar la construcción del ser nacional. Por eso, al decir de Sarmiento: “Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande”, porque exterminando a los indígenas se oculta la idea de que la cultura mapuche, tehuelche, qom, huarpe y tantas otras forman parte de la cultura argentina. Se crea así el mito de que la cultura argentina desciende de los barcos.
La historia se billikenizó
Así, Sarmiento pasó a formar parte de los próceres argentinos con su himno de gloria y loor, honra sin par. La palabra prócer proviene de un primitivo adjetivo latino que significa muy alto, de gran estatura. Cuando hay algo alto, no se puede alcanzar y parece que tampoco se puede revisitar la historia para tener una mirada completa de un ser extraordinario como Sarmiento, quien no solo creó la educación pública y laica, sino que también propuso -con éxito- un genocidio contra los pueblos indígenas. Sarmiento fue diferente a otros próceres. San Martín le pidió permiso al caique Ñacuñan del pueblo pehuenche para atravesar la Cordillera con el ejército de los Andes, mientras le dijo: “Ustedes son los verdaderos dueños de este país”. O Belgrano que, tres días antes de que el Congreso en Tucumán declarara la Independencia, propuso instaurar una monarquía constitucional en manos del rey inca Juan Bautista Túpac Amaru. O Miguel Martín Miguel de Güemes que apoyó la moción de Belgrano. No, Sarmiento es de otra generación, preocupado por la construcción de una nación blanca, copiada del estilo europeo.
Los efectos del genocidio a los pueblos indígenas continúan hasta el presente. El «buen salvaje» es el indígena que vende artesanías, pero no reclama por la propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupaban las comunidades indígenas. Cada tanto, los medios reeditan la idea de un indígena que amenaza la identidad nacional, como si no fueran parte de la identidad nacional.
Es curioso que varios de nosotros podamos reconstruir la historia de nuestro abuelo o bisabuelo que vino de Europa escapando de la guerra o el hambre. Incluso, hasta se puede averiguar el nombre del barco en que viajaron. Pero no nos resulta nada fácil reconstruir el pasado del abuelito o abuelita con mayor concentración de melanina. Ese antepasado parece carecer de historia. Allí también se encuentran los efectos perdurables del genocidio.
No, no había desierto en Argentina en el siglo XIX que debía ser conquistado. Había culturas, pueblos y naciones que fueron aniquiladas bajo el paradigma civilizatorio eurocéntrico que, hasta el día de hoy, nos impide a las argentinas y argentinos reconocernos como parte de una historia común con el resto de América Latina y África, la historia de los pueblos colonizados. No resulta difícil comprender cómo el racismo constitutivo de la idea de nación argentina continúa hasta nuestros días, negando y discriminando a todos los no blancos, destinatarios actuales predilectos del gatillo fácil, la prisión o las peores condiciones de existencia.
Del famoso himno a Sarmiento, quizás el verso que mejor lo defina sea aquel que dice: “Con la espada, con la pluma y la palabra”. Solo que es necesario recordar quiénes fueron aquellos que pagaron con su vida el sueño de una patria blanca.
*Por Lucas Crisafulli para La tinta / Imagen de portada: A/D.