Campeones en Nápoles, crónica de una final en tierra maradoniana
Los relatos de la final del mundo desde distintas partes son muchos y emocionantes. Pero haberla visto en Nápoles tiene una magia extra, la del Diego. En esta crónica, el autor nos acerca un poquito.
Por Agustín Reano para La tinta
La argentinidad al palo, sábado 17. Bajé del colectivo en plena madrugada y el sol napolitano estaba empezando a salir con fuerza, aunque, de lejos, se veían algunas nubes bien cargadas. Cuando averigüé el pronóstico, era particular: toda la semana iba a estar nublada y lluviosa, pero el domingo salía sol. Es decir que mañana sale el sol en Nápoles para calentarnos la final y es literal.
Esperé a una cordobesa que llegó a la misma estación que yo, pero en otro bondi. No sabía quién era, pero me había hablado después de leerme en uno de los grupos de WhatsApp que compartimos con otros 400 argentinos que viajamos a Nápoles únicamente a ver la final. Ella justo llegaba más o menos a la misma hora y le daba miedo caminar sola por la fama desprolija y particular de la ciudad. En plena recepción del hostel, nos encontramos a dos pibes de Bahía Blanca, una platense y el último de Moreno, bostero hasta la médula. Sin dejar pasar más de 2 minutos, tiré al aire: «Napoli juega contra el Villarreal a las 20:30». No hizo falta mucho trabajo para hacer grupo con un argento promedio: equipo armado, entradas compradas -las más baratas-. Anillo A, arriba de todo.
En otro orden de cosas, pero no menos relevante para el día, en mi partido personal, acabo de meter un gol. A media hora de estar caminando por la ciudad, me avisan que todas mis actas para la ciudadanía están bien y el trámite acaba de entrar en el tramo final. Una noticia que esperaba hace más de 2 meses. Hubo casi 70 días para que me llegara la noticia. Pero bueno. A veces, los días se acomodan para que uno crea un poco más en algo o alguien.
Mates con argentinos después de 3 meses y una lluvia corta de por medio. En este entorno, me enteré de que hay una grieta profunda en Twitter entre la comunidad de brujas en nuestro país. Se disputa la final también en terreno macumbero. Mientras tanto, al caminar con algo de Argentina a la vista, la localía se te desploma encima. Un kioskero me dijo: «Cuando nació Maradona, tenía un extraterrestre adentro». Un pibe que no pasaba los 15 años y manejaba la moto en contramano nos gritó: «Forza Argentina». Lo mismo con el mozo de un bar, que podría haber sido de cualquier bar: «Forza Maradona». Y atrás, como quien te cuida la espalda en todo momento, un cuadro de Diego. Así, a cada momento, en cada rincón de Nápoles.
Llegó el día, domingo 18
Comienzo a escribir esto a 2 minutos de haber iniciado el primer tiempo, quién sabe cuándo lo terminaré. Caí en la cuenta de que no estaba mirando el partido, sino que sigo embobado por el entorno. Al partido lo estoy viendo en primera línea dentro del Santuario de Diego Armando Maradona, corazón del Quartieri Spanolo, La Boca napolitana. Barrio donde se respira Maradona y el Napoli. Estoy sentado justo, pero realmente justo, al lado del altar al 10. Bien pegado, tengo un casco de moto con calcomanías de su cara devenido en ofrenda, también hay un ramo de rosas blancas tan radiantes que parece como si las hubieran cortado hace minutos. De fondo, hay estatuas, estampitas y revistas de El Gráfico de tiempos muy pasados que emanan el aura de alguna promesa cumplida. Y ahora que sigo escribiendo esto con el diario del lunes, todo se ve más poéticamente random.
Rebobinando. En la central Piazza Dante, alrededor del mediodía, comenzó todo, 4 horas antes del inicio del partido. Despabilando los fernet de la noche anterior, intentaba llegar al banderazo, único evento organizado para la totalidad de la argentinidad en ese punto exacto del sur italiano. ¿Después? Había que ir a algunos bares puntuales ya definidos o esperar una dirección que se iba a dar momentos antes del partido para que la comuna no pudiera cancelar la proyección del partido, como había pasado con todos y cada uno de los lugares barajados anteriormente debido al supuesto peligro de que nos juntemos, como era la idea durante los días previos.
Fui acercándome a la plaza y, de pronto, doblé en la esquina y llegué a Argentina. Los edificios de la época de los reinos previos a la conformación del Estado italiano se eclipsaron entre tanto color cielo a ras del suelo. El cartel de la plaza me decía que estaba en Italia, pero, ¿cómo?, si escuchaba solo a personas cantando y hablando en un argentino tan orgullosamente pronunciado.
Quizás los que tuvieron la dicha de estar en Doha se hayan sentido tanto en casa como yo, pero lo pienso y dudo. Y no es que trato de comparar para ver quién sintió más, quién sintió menos. Pero Maradona está desde hace más de 30 años en Nápoles y generó argentinidad a cada paso. Allá, solo está desde hace algunos meses acompañando a los de hoy. Y, a veces, solo el tiempo te permite entrar hasta el recoveco más profundo.
Al minuto de haber llegado, veo que un barbudo con piluso, salido de un cuento mágico, llevaba la batuta de la murga napolitana, pero más argenta que nunca. Algunos compatriotas con bombos y ritmo se sumaron. Yo, con un humilde cencerro, traté de seguir de vez en cuando el pulso con una baqueta prestada por el mismísimo barbudo, amo y rey de la fiesta.
Dos horas antes del partido, comenzó una procesión digna de la cohorte de los reyes católicos. Sin carrozas ni caballos, pero repleta de mística y llena de súbditos del mismo rey. Una de las arterias principales de la zona histórica, de pronto, quedó copada por 3 o 4 cuadras de una marea de camisetas blancas y celestes, personajes de cuentos, personas sobreexigiendo hasta el infierno sus cuerdas vocales y banderas de todo tipo. Los autos se paraban para sacarnos fotos, como queriendo tener algo que avale lo que después seguro van a contarle a otras personas y que también seguro esas personas terminen de entender la situación solo viendo ese mismo video. De no creer.
De pronto, me sentí caminando por las inmediaciones del Patio Olmos en Córdoba capital, lleno de cordobeses festejando el pase a la final en 2014, cuando aún era estudiante y terminé todo raspado por subirme a un árbol. En esta Nápoles de energía sudamericana, las personas se asomaban en los balcones con sus trajes de cocina, de oficina, con mamelucos médicos y pijamas de entrecasa. Las abuelas aplaudiendo. Todas y cada una de las personas presenciando el estreno de este espectáculo único, porque, cuando ganamos en el 86, el Diego estaba construyendo al Diego. Ahora, el Diego es más que el Diego.
Las fotos de Maradona comenzaron a aparecer en manos napolitanas. Salieron de paredes de casas, de entradas de restaurantes y de lugares que solo sabrán quienes lo guardan en su pedazo de vida más querido y añorado. Hice tres videollamadas a dos amigos enamorados del pibe de oro de Fiorito y a mi viejo. Era demasiada poesía para no compartirles el momento. Y así, sin más, después de caminar unos minutos, la marea redentora dobló y entró al Quartieri al grito desaforado de: «Oh mamma mamma mamma, oh papa papa papa. Sai perchè mi batte il Corazon. Ho visto Maradona, ho visto Maradona. Oh mamma, innamorato sono«. El verdadero himno napolitano.
Me daba vuelta y podía ver en los balcones a sus habitantes siendo parte de una fiesta convertida en vía crucis con una única y definitiva parada: el santuario. Cantamos, tomamos un poco más y cantamos aún mucho más. La murga marcando el pulso y la simbiosis del momento logrando que todos fuéramos un solo ser vivo.
La ubicación para ver el partido fue pasando de grupo en grupo de WhatsApp y de boca en boca. Fue tal la eficacia, la organización y la puntualidad que, de pronto, fuimos suizos siguiendo un reloj. Sin embargo, se van todos, el santuario, donde también había una pantalla no tan grande, estaba quedando bastante vacío. No hubo discusión alguna. Puesto central, en un lugar central. A la izquierda de la pantalla, había dos grafitis en la pared, Lio y Diego, ambos con la remera de Newell’s y la 10 en la espalda. Arriba, la gigantografía más conocida de Maradona.
Todavía en pleno festejo del segundo gol, un tano cincuentón, empilchado con un traje de lino azul marino, agarró una botella de fernet vacía y procedió al intento, totalmente inútil, de clavar un clavo torcido que estaba dando absolutamente todo de sí por mantener la endeble pantalla, la cual estaba tapada por dos sombrillas de bar de ruta que procuraban matar los últimos rayos del día. El tano era parte de la tropa de borrachos que necesariamente se presentan en estos tipos de acontecimientos. Pero fue un ebrio que resultó ser clave en la jornada, más allá de que se levantaba a cada rato y tapaba la vista a las casi 200 personas que, con su cogote estirado, intentaban ver el partido.
Terminado el primer tiempo, la gente salió a reponer su stock de cerveza para amilanar tanta garganta raspada. Pero en medio de la algarabía, sucedió lo impensable. Una mujer se llevó puesto el codificador que nos daba la señal del partido. Lisa y llanamente, nos habíamos quedado sin partido en una fracción de segundo. Pasando en limpio: el cable coaxil blanco que nos daba la señal cruzaba la calle en forma transversal, partiendo de un 4° o 5° piso del edificio de enfrente, ingresaba a un codificador de dudosa procedencia, luego, la señal llegaba al proyector para terminar en una pantalla al borde del colapso desde su primer minuto de vida. Entre que trajeron un televisor de casi 50 pulgadas de algún departamento cercano y los intentos fallidos de reiniciar el codificador, pasaron los 15 minutos del entretiempo, más rápido que nunca.
Pitazo inicial de los segundos 45′ y acá, sin ver el partido, para el cual la mayoría habíamos viajado mucho, dormido poco y soñado en exceso. En el intento de aportar a la causa casi perdida, pido una Victorinox, santa compañera de viajeros, y usé mis escasos saberes de electricista; rodilla en tierra junto al tano trajeado y la piba de La Plata, metemos manos a la obra e intentamos abrir el cable y ponerlo nuevamente en el extraño adaptador para ver si, con un milagro, la señal y el bendito codificador hacían match nuevamente. 200 personas esperando para ver el segundo tiempo de la final del mundo, mi pulso que intentaba no irse al carajo, cosa que no pude lograr, un celular como linterna y, de fondo, las mismas 200 personas cantando “Muchaaaaaachos”, como si nada pasara. Ni en las mesas de los guionistas más atrevidos de las películas más excéntricas de Hollywood se animarían siquiera a pensarlo como idea.
Intuyo que es más lógico creer en que existen los 12 enanos y la Bella Durmiente en algún bosque escondido a que nos quedemos sin ver una final del mundo en el lugar más maradoniano y argentino posible 12 mil kilómetros a la redonda. Pero el guion seguía y seguía ampliándose a expensas de nuestra incredulidad. Ni el codificador quiso seguir haciendo su trabajo ni el televisor. Los celulares comenzaron a tratar de buscar el partido mientras que, en una de las paredes del santuario, por obra y gracia de su suerte, descubrieron de refilón un televisor semitorcido que una vecina apiadada ubicó de cara a la ventana de su comedor. Gente en cuero, tatuajes al aire, cervezas vacías y personas cantando e intentando ver ese televisor no muy grande a varios metros de distancia, calle mediante. Quienes no tuvimos la dicha de estar en esa posición de pedestal convertida en tribuna VIP momentánea, nos contentamos con ver a través de los celulares. Por cierto, tampoco estaban trabajando muy bien ese día, el retraso del internet era de varios minutos.
Gritos cruzados, abrazos a destiempo, los borrachos sentados sin ningún rumbo fijo en sus miradas, el proyector en manos de la policía que fue y se llevó todo. Hermoso embrollo. Era tal mi confusión que, por momentos, pensé que íbamos ganando 4 a 2. En otro momento, escuché un lamento de los privilegiados de la TV compartida y pienso: “Bueno, 4 a 3, por lo menos, seguimos ganando”.
Las ideas de los múltiples posibles resultados se acomodaron, los lamentos también y, a su debido tiempo, entendimos que los penales eran una áspera realidad. Durante esa tanda de penales, las caras eran sinónimo de descontento, de no saber dónde ni qué mirar para intentar capturar una mínima expresión de información en tiempo real, de estar perdido en una bruma por más que la noche descollaba en estrellas. Gritos hacia todas las direcciones de los puntos cardinales nuevamente ayudaron a despejar las dudas. Esta vez, eran certezas de campeón.
La mayoría no vimos quién pateó, quién atajó ni cuáles jugadores se quebraron automáticamente de emoción con la victoria. Sin embargo, la algarabía brotó, el Diego se hizo presente en los cantos y las lágrimas por Lionel se contaban de a decenas. Una cerveza convidada por un amigo que, en ese momento, me parecía de toda la vida, pero que apenas habían pasado 24 horas de conocido. Dos llamadas recibidas de amigos de mi ciudad, uno estaba solo en su departamento con la cara estallada de emoción y cerveza, y el otro que saltaba con más amigos en pleno verano villamariense. Llamé de nuevo a mi viejo, se me salieron unas lágrimas mientras podía ver de reojo el casco y las rosas. Me despabilaron unas manos desconocidas agarrándome el pelo en señal de compañía y compañerismo. Ahí comenzó este relato, para terminarlo siendo campeones mundiales por tercera vez.
*Por Agustín Reano para La tinta / Imagen de portada: Agustín Reano.