Voces del encierro: denunciar la violencia y exigir justicia
Insalubridad, hacinamiento, violación de derechos humanos, riesgo de vida. La situación carcelaria en la provincia de Córdoba empeora profundamente, con graves consecuencias para unas 14 mil personas, más de la mitad con prisión preventiva. Conversamos con activistas anticarcelaries y con personas que estuvieron privadas de la libertad sobre las diferentes formas de violencia que se viven día a día en los establecimientos penitenciarios.
Por Anabella Antonelli y Juan Pablo Pantano para La tinta
“Nada de lo que plantea la cárcel funciona y se sigue encerrando, se sigue dictando prisión preventiva para todo el mundo, se siguen otorgando menos libertades, menos posibilidades de libertad”, dice Adriana Revol, activista y referente anticarcelaria. Quienes pueblan las cárceles son, mayoritariamente, personas procesadas sin condena, “el número es altísimo en Córdoba, cerca del 60%, uno de los más altos del país, y, en mujeres, cerca del 80%», agrega.
Escuchamos los relatos y algo es claro: la situación de violencia estructural sobre las personas presas ha empeorado a niveles que deberían escandalizar. “Las problemáticas son infinitas, desde la alimentación, que es escasa y baja en nutrientes, hasta la sobrepoblación y el hacinamiento”, explican desde Solidaridad Anticarcelaria Córdoba. Desde el espacio, realizan, entre otras acciones, colectas regulares de elementos necesarios para las presas mujeres y disidentes de Bower, como gesto de solidaridad y empatía. Se trata “de romper con la idea de la cárcel como basurero humano”, explican.
Cuando llevan los bolsones, suceden, al menos, dos situaciones. Por un lado, se enfrentan a los obstáculos que imponen las guardiacárceles dificultando las entregas; y, por otro, encuentran una larga cola de familiares en los pabellones de varones que contrasta con la ausencia casi total de visitas en el módulo de mujeres. “Hay un rol patriarcal. Las mujeres se siguen haciendo cargo y sosteniendo al hombre, llevan comida, ropa limpia, pero a la inversa no sucede y las disidencias son doblemente discriminades porque no respetan su identidad”, expresan.
El 7 de septiembre pasado, familiares y allegades de personas privadas de la libertad reclamaron en Tribunales II de la ciudad de Córdoba por las condiciones de insalubridad, hacinamiento y riesgo de vida en los complejos penitenciarios de la provincia. Señalan el incumplimiento de las leyes y de la garantía de los derechos humanos expresados en la Constitución Nacional y en los tratados internacionales. Apuntan contra el Poder Judicial, “que es, de alguna manera, cómplice necesario para que todo esto suceda dentro de las cárceles”, afirma Adriana en conversación con La tinta.
“La situación se va agudizando más -sigue la activista-, son centros clandestinos de detención con el aval del Poder Judicial y del Estado todo, adentro no se cumplen ninguna ley, las personas pierden todos los derechos ahí adentro”.
Riesgo de vida
Rubén estuvo preso 19 años en la cárcel de San Martín, Montecristo y Bower. Salió hace casi tres años y participa desde hace unos ocho en una de las cooperativas de trabajo en el marco del Programa Universitario en las Cárceles (PUC) de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba (FFyH-UNC), donde aprendió un oficio, tuvo contacto social mientras estaba privado de la libertad y generó redes. Rubén no se llama Rubén, pero entiende que cuidarse del estigma social implica no revelar su identidad.
“Las condiciones de vida dentro de una cárcel son las apropiadas para generar resentimiento, pérdida de identidad, baja autoestima -explica en diálogo con La tinta-. Resentimiento porque los empleados del servicio penitenciario se exceden en sus funciones y, por ejemplo, en una requisa, te pueden pisotear la mercadería que te llevó tu mamá o te pueden romper la ropa, pisoteártela, lastimarte sin justificativo y, además, no está contemplado por la ley”. A su vez, la palabra internos, señala, “despersonaliza a quienes purgan condenas”, se transforman en un número de prontuario que reemplaza al documento, mientras que los estigmas sociales afectan fuertemente la autoestima.
Familiares y allegades denuncian torturas en las cárceles y el uso de las camas de sujeción. “Cuando una persona está reclamando algo y para ellos está molestando, las atan de manos, de pies, a veces de cuello o en el torso. Las personas pueden estar horas y días atadas. Les aplican psicofármacos, chalecos químicos. Cuando salen de ahí, no pueden ni hablar ni caminar ni nada de lo dopadas que están”, señala Adriana.
El hacinamiento y la superpoblación es una problemática que escala al ritmo de las detenciones. Contrario al discurso de “la puerta giratoria”, a quien entra le cuesta mucho salir y las cárceles cada vez están más pobladas. “El hacinamiento produce un montón de incomodidades. A mí me tocó estar en San Martín, en el pabellón siete, donde éramos siete personas en una celda que no medía más de 4×4 -narra Rubén-. Recibíamos la visita en la propia pieza, había a veces 15 personas en ese espacio, entrábamos parados o teníamos que turnarnos para recibir a la familia o las visitas eran de escaso tiempo. Yo tomé la decisión de invertir el tiempo en el estudio y compartir la pieza con tantos compañeros hacía que, mientras yo estudiaba, de manera simultánea, otros tomaban mate, otros escuchaban cumbia villera, otros cuarteto, otros rock and roll, otros fumaban tabaco y otros fumaban marihuana. Todo se hace más difícil”.
La salud en un placebo
Testimonios sobran. El derecho a la salud, si está escasamente garantizado por el Ministerio de Salud, en el Servicio Penitenciario es casi nulo. “La mayoría de las personas que mueren en los lugares de encierro mueren por falta de atención médica”, explica Adriana y calcula que, solo durante el gobierno de Juan Schiaretti, murieron un mínimo de 60 personas por esta causa. “El sistema de salud dentro de las cárceles es inexistente, no es que sea ineficiente o que faltan algunas cosas, no existe -remarca-. La única medicación que hay son los psicofármacos para mantenerlas completamente dopadas, sumisión química, mantener la población tranquila, sobre todo a las mujeres. El porcentaje de personas medicadas es altísimo y todas con la misma medicación, sin médico que las vea, todas con el mismo tratamiento”.
Florencia estuvo privada de su libertad en la cárcel de mujeres de Bouwer. En diálogo con La tinta, confirma las violencias que viven las identidades feminizadas. “No tenés ginecología permanentemente. La ginecóloga iba una vez cada tanto, a veces una vez al mes. Si tenés una emergencia ginecológica, te demoran la salida al hospital. Esas cosas te desgastan, quedás a la deriva”.
El pasado 12 de septiembre, se dio a conocer que el Tribunal Superior de Justicia dio lugar a un hábeas corpus por violencia obstétrica en la cárcel de mujeres de Bouwer, destacando situaciones de humillación y maltrato hacia parturientas, como demoras en el traslado, falta de acompañamiento, utilización de medidas de sujeción antes, durante y después del parto, violación a la privacidad e intimidad, discriminación, falta de consentimiento sobre prácticas médicas.
“Hay más violencia psicológica que física. Vos sabés que, por derecho, podés acceder a la salud y te lo traban y no te dejan. Yo estaba con una compañera del pabellón que no la dejaban ver al hijo. Se tuvo que poner una gillete en la lengua y decir que se la tragaba si no la dejaban ver al hijo -cuenta Florencia-. Hay chicas embarazadas que, cuando nace el hijo, se lo sacan. Supuestamente, estás en un lugar para volver a reinsertarte, para volver a estar en la sociedad y lo único que generan es más violencia, una guerra entre las penitenciarias y las internas”.
Hacer deporte, caminar, estar al aire libre, recibir visitas. Adriana explica que pueden realizar estas actividades, a lo sumo, una hora cada quince días. “Se te terminan atrofiando los músculos, es una situación de encierro total en los pabellones todo el tiempo, es muy grave para la salud”, señala. Además, recientemente, se incorporó en los penales un criterio que impide a familiares que no son de sangre o sin vínculo legal directo a que visiten a sus seres queridos allí dentro, profundizando el aislamiento.
La educación como beneficio
“El servicio penitenciario tiene esa facilidad de transmutar la palabra beneficio por la de derecho”, dice Florencia, señalando la arbitrariedad con la que se permite, o no, acceder al estudio en las cárceles. La palabra beneficio desconoce el derecho, es una forma más de desgaste y de exclusión. Según familiares y allegades, hoy, menos del 10% de la población carcelaria accede a un trayecto educativo.
El PUC se creó en 1999 para garantizar el acceso a la educación superior y a la cultura en las cárceles de Córdoba, con un aula universitaria en el penal de San Martín que, luego, se trasladó a Bouwer. Luisa Domínguez, coordinadora del espacio, explica que se dictaron gran parte de las carreras de grado de la FFyH con un sistema de tutorías de manera presencial que suponía el traslado de las personas privadas de su libertad -que estaban en distintos complejos penitenciarios- al aula universitaria de Bouwer, algo que, también, hoy es trabado por el sistema penitenciario.
“Cuando entré, me dijeron que tenía que cumplir una parte educativa -explica Florencia-. Yo ya tenía el secundario, entonces me anoté en Ciencias de la Educación, pero era todo un tema, buscaban desgastarme. Por ejemplo, tenía una clase a las 3 de la tarde en San Martín. Me sacaban de la cárcel a las 6 de la mañana, me dejaban depositada en la alcaldía de Tribunales esperando algún traslado que me lleve a San Martín. A veces esperaba y no llegaba ningún traslado, entonces o me volvían a Bouwer o me llevaban por 5 minutos de clases, y después de nuevo a la alcaldía a esperar que me lleven a Bouwer. Era para ver si yo desistía, porque le generaba un gasto enorme en cuanto traslado y muchas cosas que ellos no estaban acostumbrados o no pensaban que iba a querer hacerlo”.
A partir del 2019, se suspendieron los traslados entre cárceles del interior. Comenzaron a implementar un sistema pedagógico mixto, con una clase presencial en Bouwer que retransmitían a las cárceles del interior, pero fue técnicamente inviable. En la pandemia, también se suspendieron los traslados al interior mismo de Bouwer, teniendo que llevar el programa completamente a la virtualidad. Actualmente, desde el PUC, no logran restituir la situación y son quienes se encargan de elaborar alternativas para seguir con el programa de forma efectiva. “La pandemia también recrudeció las operaciones de aislamiento de las personas, que es uno de los pilares constitutivos del sistema penitenciario en general. La pandemia profundizó ese aislamiento”, explica Luisa.
Explotación intramuros
“Los presos tienen que trabajar”, se repetía en los medios de comunicación mientras en las cárceles crecía la desocupación. “Yo miraba hacia el portón y veía a mis compañeros amontonados pidiendo trabajo -recuerda Rubén-, y tenés que esperar que en algún momento de la vida te llamen para poder desarrollar alguna actividad que te permita dispersarte de esa realidad y, a la vez, permita solventar tus gastos”.
Las personas privadas de la libertad deben percibir un salario para trabajar, sigue Rubén, basándose en las leyes y tratados internacionales fundadas en el principio de igualdad, discutiendo con la explotación que se sostiene dentro de las cárceles. “La ley también contempla que, de manera arbitraria, el Servicio Penitenciario, aquel que no tenga un trabajo formal, esté sujeto a que el guardia le otorgue tareas generales. El término es vago, puede ser barrer o descargar un camión, esto genera ciertos tratos y cierta forma de servidumbre”, refiere.
Pocas personas -de quienes cobran- llegan a un salario mínimo, vital y móvil conforme a la Ley, y la mayoría acceden a cifras irrisorias. Sin embargo, muchas fábricas funcionan con la mano de obra de las personas presas, quienes lo hacen por los puntos necesarios para acceder a la libertad condicional. “Cuando trabajaba en la cárcel, ganaba $300 al mes, en 2016, y era un montón. Ahora, en una población de 500 internas, yo creo que solo tres deben cobrar formalmente, porque entraron cuando se inició Bouwer. Nunca más. Son trabajos muy precarios. Cuando yo salí, el patronato me depositaba un bono para ayudarme de $250. Salís y empezás de cero todo, ni siquiera me podía comprar un sándwich y una Coca”, refiere Florencia.
Perpetuar el encierro
Además de la violación de los derechos más básicos, familiares y allegades exigen la derogación de las pericias técnicas. Se trata de una pericia psicológica que se realiza cuando se solicita una libertad asistida o condicional, que constituye una verdadera traba. “Hay gente pasada de la condena que, por las pericias, sigue encerrada”, explican desde Solidaridad Anticarcelaria Córdoba.
La Ley 24.660 estipula un Régimen de Progresividad que consiste en un sistema gradual, dividido en cinco fases -observación, tratamiento, prueba, libertad condicional y libertad asistida- por las que deben avanzar. El cumplimiento de las fases implica beneficios, como la atenuación de su régimen de detención y la posibilidad de acelerar el acceso a salidas transitorias y semilibertad. Actualmente, denuncian que no funciona como debiera, lo que imposibilita avanzar a contextos menos represivos.
“Hay gente que está años y no puede avanzar. Esto es del servicio penitenciario en convivencia con los jueces de control -explica Florencia-. Siempre dicen que no llegás con el puntaje o que te falta algo, o que tenés que hacer más y más. Es la historia de no acabar. En vez de incentivar el esfuerzo, se desgasta, hay mucho desgaste ahí adentro”.
La cárcel sí sirve
Siguiendo las palabras de Adriana, todo lo que puede funcionar mal, funciona mal o no existe. Sin embargo, pensar en que las cárceles carecen de utilidad es desconocer su función social imprescindible. “En este momento que está tan a las claras que las personas más pobres molestamos, las cárceles sirven para encerrarnos y que dejemos de molestar, porque quienes están adentro son personas en una situación muy vulnerable, sumamente pobres”, afirma Adriana.
Que los muros, las rejas, la segregación, la estigmatización y la exclusión no tapen que las violencias dentro de las cárceles son violencias sociales. “Dicen justicia y ensucian la palabra, y para que se haga justicia, la gente pide cárcel, pero eso no cambia nada, no resuelve nada, necesitamos un sistema más igualitario si queremos cambiar algo”, concluye Adriana.
*Por Anabella Antonelli y Juan Pablo Pantano para La tinta / Imagen de portada: Oswaldo/Anfibia.