Escapar del Diablo atravesando el infierno
Por Martin Medero para La tinta
Monsieur Anatole Deibler murió el 2 de febrero de 1939, a los 76 años, en una estación del subte de París, camino al trabajo. La madrugada era helada y, como en el tango de Cadícamo, caía blandamente la nieve sobre las calles vaciadas por el invierno y la hora temprana. Quienes lo conocían lo reconocían y ampliaban el arco de sus pasos alejándose, como temiendo ser objeto de una oscura maldición, apartándose del cuerpo enjuto, caído, vestido de gris, cuyos ojos de vidrio se fijaron aquel amanecer demorado para siempre, uno por uno, en los rostros de la multitud.
Desde 1870 y hasta su muerte, Deibler fue el verdugo oficial de Francia. Nieto, hijo y tío de verdugos -un cargo exclusivo y hereditario-, hizo rodar durante su gestión 400 cabezas sin reparar en la justicia o la brutalidad de la pena; aunque sí, burócrata meticuloso y eficaz ejecutor, consignó en un cuaderno de tapas grises: «Prostituta», «ladrón», «asesino», «traidor», «anarquista»… Podría hacerse una truculenta historia política de Francia ordenando cronológicamente los detalles de cada decapitación a lo largo de medio siglo, pero el trabajo de Deibler no implicaba análisis alguno: su asepsia, su impecable sobriedad y profesionalismo le permitieron granjearse un ominoso y oscuro respeto entre sus colegas.
Su cuaderno gris registra puntual la comisión recibida y los detalles casi obsesivos en que esta se cumplía. Allí se lee que, obligado por el carácter público de las ejecuciones, Deibler debía trasladarse a distintas localidades del país para, dice, «dar pronto despacho a un asunto»; vale decir, separar una cabeza de su correspondiente tronco.
Todos en Francia conocían y negaban a Deibler. Aún los gobiernos negaron su nombre. Su identidad solo fue oficialmente revelada en 1981, cuando se suprimió la pena capital. Mientras desarrolló su actividad, el verdugo era un contratado. Percibía una remuneración de 6 mil francos anuales divididos en 12 cuotas, estipulándose entre sus obligaciones el traslado, armado y desarmado de la guillotina, que era de su propiedad, su limpieza y mantenimiento. Por ejemplo: «(…) debiendo ser esta afilada antes de cada ejecución».
Como el Estado es el que ejecuta, el verdugo es nadie, no tiene nombre y, en el acto de matar, su rostro permanece oculto bajo una capucha negra. Deibler era anónimo, clandestino. Una condición angustiante: bajo pena de prisión, la Ley le impedía revelar su identidad o los detalles de su oficio. En el ámbito social, el Estado francés le negó durante toda su vida la condición de empleado y, en el ámbito privado, Deibler debió dejar en blanco el renglón que reclamaba «Profesión» en su acta de matrimonio.
Sin embargo, estas cosas se saben y fueron tales el temor supersticioso y la repulsa popular que los tenderos no querían despacharlo, los transeúntes ocasionales cambiaban de vereda y los vecinos exigían que lo mudaran de barrio. Y aunque su rostro no era siniestro por sí -su faz bonachona de pater familias y buen pequeño burgués, su bigote acicalado y sus manos pequeñas y finas; sus buenas maneras y su placidez al trato daban la imagen de un profesional culto, conspicuo y responsable-, la repugnancia popular obligó al gobierno a buscarle alojamiento en las caballerizas de Napoleón III, donde podía establecerse cómodamente con su familia e instalar el taller necesario para el mantenimiento de sus «herramientas de trabajo».
El anonadamiento fue su cruz, su angustia, una dolorosa injusticia y la maldición que pesó sobre su vida, a tal punto que, según señala Gérard A. Jaeger en su libro «El hombre que cortó 400 cabezas», Anatole Deibler anotó: «He sido solo un simple empleado público».
*Por Martin Medero para La tinta / Imagen de portada: A/D.