Crónica de una gorda fuega
Por Jimena Magalí para Ardea
María del Mar Ramón, en su libro Coger y comer sin culpa, dice:
Amarnos a nosotras mismas no puede ser una obligación, contrafáctica, en un mundo que no ha hecho más que decirnos que nosotras somos incorrectas e inadecuadas.
No nacemos odiando nuestro cuerpo, es el resultado de una suma de factores que influyen desde que tenemos uso de razón. Porque antes de que aquel compañerito de primaria te dijera gorda chancha, antes, mucho antes, nos había tocado escuchar los comentarios sin filtro que tías, abuelas y todo adulto que se creyera con autoridad vertiera acerca de nuestros cuerpos. “Es muy alta”, “es muy baja”, “la dejás comer eso”, “mirá esa pancita”, “qué grandota”, “ah, pero qué maciza”, “¿cuánto pesa?”. Así, como un veneno para nada silencioso, se va colando en nuestro inconsciente el modelo de niña perfecta y desde muy, pero muy pequeñas, lidiamos con la formación de una cultura que nos moldea para su consumo.
Es en la mirada del otro que empieza a desarrollarse la imagen que tenemos de nosotras. ¿Cómo sería si estuviéramos libres de prejuicios? ¿En qué nos fijaríamos cuando nos miramos al espejo? ¿Por qué nos cuesta tanto tratarnos como a alguien a quien amamos?
¿Cuándo fue la primera vez que tuviste la certeza de que tu cuerpo no encajaba en los estándares de belleza? Esto es lo que me pasó a mí, es personal, pero es en la coincidencia de las aristas de nuestros relatos donde encontramos lo colectivo.
Soy millennial, mi adolescencia se desarrolló en la plenitud de los años 90, con los pantalones tiro bajo, los tops, las polleras en pico, todo en una tabla de talles muy XXS. Los 90 y las súper modelos flacas y altas, cuando pesar 45 kilos era la norma. Eso o vomitar hasta dejarte marcas en las manos, en los dientes y también en el alma. Los 90 y la mítica frase de Kate Moss: «Nothing tastes as good as skinny feels» (Nada sabe tan bien como sentirse delgada).
Todo en esa época (ahora también) estaba maquiavélicamente orquestado para que odiaras tu cuerpo y consumieras recetas y dietas mágicas para alcanzar la meca, que sería pesar 45 kilos. Las tiendas de ropa y sus vendedoras diabólicas con su “para vos talle no hay”, las publicidades y su discurso para adelgazar: Slim, Reduce fat fast y “estás más linda que nunca”; los programas de televisión con Susana Giménez fajada, photoshopeada, diciendo “qué flaquitaaa”; las novelas de Cris Morena (bueno, todo el universo Cris Morena).
Al menos en aquel momento, no existían las redes sociales: hubieran sido otro método de tortura buscando la validación de un cuerpo que no cumple los estándares de belleza.
Entonces, en ese escenario, empezás a observar a tu alrededor y te das cuenta de que sos la más gorda de tus amigas, y que ese “gorda” que te siguen repitiendo ya no es una simple definición del estado de tu cuerpo, ese gorda es una definición de vos. Y entonces ese gorda se convierte en insulto y se te hace carne, adquiere voz propia, y ya nada de lo que hagas está desligado de eso. No sos sexi, sos la gorda sexi; no sos vaga, sos la gorda vaga; sos la amiga gorda, a la que hay que distraer en las fiestas para poder charlar con la que te gusta; no sos hermosa, sos linda de cara. Ese insulto se transforma en una forma de sometimiento y entrás en un ciclo vicioso de tortura y autoflagelo que no termina nunca. Porque estás programada para pensar que todo lo malo que te pasa y todo lo bueno que te esquiva es por la misma razón: el número de la balanza no entra en la medida de la felicidad.
Me acuerdo una vez que iba caminando por la calle, era de tarde y era primavera, yo estaba trabajando en un festival y me sentía feliz de estar haciendo lo que me gusta, andaba desprevenida por demás, con la guardia baja. Cuando estaba por entrar a un local, una señora rubia, de unos sesenta años quizás, me frena muy amablemente. Ilusa, pensando que nos conocíamos, la miro expectante y entonces me suelta sin preámbulos: “Hola, querida, ¿cómo estás? ¿Cuántos años tenés?”. En ese momento, entendí que no nos conocíamos, pero ya era demasiado tarde. Sin esperar a que respondiera a su pregunta, agarrándome del brazo, siguió: “¿Sabés por qué te pregunto? Porque te veo, sos joven y tenés tiempo de bajar de peso. Mirá esa cara preciosa que tenés. Yo era como vos. Por qué no te acercás a ALCO, se juntan todos los miércoles. Mirá, yo, después de bajar de peso, me casé y todo”.
La actitud me tomó tan por sorpresa que legitimé su forma de abordarme, su insulto y su violencia disfrazados de buen consejo. Es verdad, señora que no sé ni quién es, yo también quiero casarme, será entonces que tengo que bajar de peso, ¿no? Después de todo, sabemos que el papel de la gorda en cualquier película romántica, en cualquier historia de amor, es el de la mejor amiga de la protagonista. O peor, te ponen un personaje gordo que encuentra la felicidad cuando se cree flaco. No hay manera de ganar porque la gordura no se puede disfrazar ni siquiera cuando te sacás las selfies desde arriba para ocultar la maldita doble papada.
A veces el insulto por tu cuerpo es tan sutil que no sabés cómo defenderte: “Ay, me encantaría tener tu autoestima”, “qué valiente sos, animarte a salir desnuda”. Y cuando lográs desactivar el comentario antes de que salga, recurren a la carta “te lo digo por tu salud”. A mi salud, señora, le haría mejor que usted aprendiera a no dar opiniones que no le pidieron sobre los cuerpos de otras personas.
Hace 20 años que soy gorda, antes solo no entraba en el cuerpo de Kate Moss. Aumenté y bajé de peso infinidad de veces, comí más, comí menos, hice la dieta de Cormillot y conté créditos, pesé calorías, hice ayunos intermitentes, tomé pastillas inhibidoras del apetito, probé la dieta disociada, la de la sopa de perejil. Y sufrí cada vez que tuve (y tengo) que ir a comprar ropa, a cines o teatros donde la butaca te pone moradas las caderas, viajar en colectivo, subir a un ascensor con otras personas, ir al médico. Y no me refiero solo al nutricionista, sino a cualquier médico, porque parece que cuando tenés un cuerpo gordo, la cura de todas las enfermedades se reduce a bajar de peso. Tengo astigmatismo: sí, claro, porque tenés que bajar de peso. Me corté el dedo: por supuesto, porque no bajás de peso.
No sé bien cuándo pasó, pero sí recuerdo que ya había probado casi todo. Incluso había hecho el casting para entrar a Cuestión de peso, pero, paradojas de la vida, resulta que para eso no era lo suficientemente gorda. Mi click fue el día que descubrí que podía vestirme como quería, empecé a mirarme con otros ojos. Y sobre todo, empecé a buscarme a mí. Si ser gorda había sido un insulto, iba a transformarlo en mi identidad, iba a transformarlo en lo que soy. Mi activismo empezó como un juego en donde, con luces y sombras, posaba desnuda sin arreglos para una agenda en la que fui septiembre. Y me vi desnuda y no me odié, y seguí desnudando partes de mi cuerpo y seguí buscando mis ángulos y seguí sacándome selfies. Seguí hasta empezar a mirarme con amor, como cuando mirás a tu mejor amiga, como cuando mirás a tu enamorado y te enfocás en lo que amás de él.
Podría pensar que somos una sociedad que está cambiando, pero es solo una ilusión: aún no puedo elegir un negocio al azar para entrar a comprarme ropa. Me las ingenio y busco ropa por internet y discuto con quienes nos ponen más cara la ropa porque “usan más tela” y trato de no caer en la cultura de la dieta. Y me rebelo contra las imágenes de las redes y pienso que en la vida hay cosas mucho peores que engordar y me rodeo de personas que me quieren.
Soy gorda y eso no me define, aunque sí me identifica. Durante tanto tiempo quise ser lo común que me perdí de ver lo extraordinario, que no son mis muslos anchos, mi cintura marcada, mi nariz perfecta o mi boca provocadora. Soy yo. Lo extraordinario soy yo… y soy todo lo que espero de mí.
*Por Jimena Magalí para Ardea / Fotografías: María Gabriela Vera, Eugenia Fiorenza, Revista Wam y sitios públicos de internet.