¿Alguien quiere pensar en la transición energética?
Pese a advertencias científicas y protestas ambientalistas, el Parlamento Europeo aceptó incluir la energía nuclear y el gas en la taxonomía de «actividades económicas ambientalmente sostenibles», dándoles el mismo rango que las energías renovables. Tras la salida del último reporte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) en abril, un mapeo publicado en Energy Policy da cuenta de 425 «bombas de carbono» a nivel mundial y 195 son proyectos de gas y petróleo entre los que se encuentra Vaca Muerta en Argentina. ¿Y los compromisos de transición energética?
Por Valeria Foglia para ANRed
Francia, Alemania y Polonia están entre los países que más presionaron para clasificar como “verdes” la nuclear y el gas, dos energías contaminantes. Esta decisión no solo echa por la borda los tibios compromisos de la COP26 en Glasgow. También deja “a la izquierda” a un organismo tan conservador como la Agencia Internacional de Energía, que, en un emblemático informe en mayo de 2021, aseguró que alcanzar las cero emisiones netas en 2050 “requiere una transformación sin precedentes de cómo se produce, transporta y usa la energía a nivel mundial”. Concretamente, la IEA afirma que “no se necesitan nuevos campos de petróleo y gas natural en la ruta de cero neto”.
The European Parliament just voted to label fossil gas as “green” energy. This will delay a desperately needed real sustainable transition and deepen our dependency on Russian fuels. The hypocrisy is striking, but unfortunately not surprising.
This is still #NotMyTaxonomy— Greta Thunberg (@GretaThunberg) July 6, 2022
La decisión de la Cámara europea, que entrará en vigencia en 2023, implica que estas tecnologías insostenibles acapararán subsidios e inversiones que podrían destinarse al desarrollo de energías renovables. Pese a la nueva etiqueta, el gas está lejos de ser un combustible puente: algunos lo definen como un muro que impide la transición energética. Otro tanto puede decirse de la energía nuclear. Emergencia en la Tierra consultó a Silvana Buján, periodista científica, activista ambiental y referente del movimiento antinuclear en Argentina.
La mentira nuclear
“La Comisión (Europea) considera que la inversión privada en gas y energía nuclear tiene su papel en la transición ecológica”, definió un comunicado en el sitio de la Eurocámara. Las repercusiones, en contra y a favor, no tardaron en llegar. Greta Thunberg sostuvo que esta “etiqueta verde” significa retrasar “una transición sostenible y real que se necesita desesperadamente”, a la vez que una profundización de la dependencia del gas ruso. En el otro polo, Élisabeth Borne, la primera ministra del gobierno de Emmanuel Macron, declaró ante el Parlamento francés que “la transición energética pasa por la energía nuclear” y anunció que el 100 % del capital de la endeudada Électricité de France (EDF) pasará a manos públicas (ya poseía el 85 %).
Con este disfraz climático y de supuesta independencia respecto a Rusia, el país europeo con mayor cantidad de centrales nucleares se autopercibe como “la primera gran nación ecológica que abandonará los combustibles fósiles”, al decir de Borne. Silvana Buján no comparte el optimismo: “Francia, que se jacta de tener un ciclo virtuoso de la energía nuclear y tiene el tupé de poner en Électricité de France el logo de reciclado en la industria nuclear, exporta sus desechos radiactivos a Siberia por tren y los deposita desde hace años”.
Buján, autora de Energía nuclear: una historia de engaños, ocultamiento y abandono, rechaza todos los mitos “ecofriendly” construidos en torno a esta tecnología. Spoiler: no es limpia ni renovable ni contribuye a la transición energética necesaria para impedir un calentamiento global superior a 1.5 °C para 2100, como propuso el IPCC.
No es renovable. Depende de la extracción de uranio, “un mineral que está en la naturaleza” y que “no podemos inventar”, indica la especialista. Si para la megaminería de oro y plata se usa el cianuro, para la de uranio la lixiviación es con ácido sulfúrico, generando enormes pasivos ambientales.
No es limpia. Aunque las emisiones de CO2 de las centrales en sí sean pocas, su puesta en marcha comprende “una red de emisiones que llegan a ser equiparables a las de [las plantas de] carbón”. Buján enumera: la construcción de los reactores y los kilometrajes de redes y sistemas de transporte desde las minas de uranio, los equipos a combustible fósil usados para las grandes trituradoras, el transporte por carretera y barco, y, claro, los desechos radiactivos.
Ese último punto es, según la periodista especializada, “el gran agujero negro de la industria nuclear”, ya que, por el momento, “no existe en el mundo repositorio para los residuos radiactivos de alta actividad”, por lo que estos “van y vienen”. Finlandia, por ejemplo, lleva casi veinte años construyendo Onkalo, su depósito de combustible nuclear gastado. “Lleva invertidos más de veinte mil millones de dólares y todavía no lo ha terminado”, apunta Buján.
Entre los proyectos de repositorios que “fracasaron estrepitosamente”, Buján menciona el de Cuenca, en España, y el que se iba a emplazar en la montaña Yucca, en Nevada, Estados Unidos. “Nadie quiere poner los desechos cerca de su casa”, dice. Los depósitos de baja y media actividad, en tanto, “son colocados donde se puede”. España, por ejemplo, tiene El Cabril, pero además suele alquilarle un espacio a Francia, que no siempre lo garantiza.
No es un problema menor ni coyuntural. Buján considera que los desechos radiactivos “son un problema ético: no podés dejar a las generaciones futuras ese regalo de muerte”, haciendo “un agujero en algún lado” para enterrar residuos que miles de años después podrían liberar “radiación de la peor”, la gama.
No es de transición. Buján desmiente el argumento que esgrimen los impulsores de la incorporación de la energía nuclear a la taxonomía de la UE. “Las energías de transición no pueden ser energías que dejen un pasivo ambiental tan descomunalmente inmanejable y fuera de escala humana. No puede pensarse en que voy a hacer algo de transición para luego apagarlo y dejar un ‘peludo de regalo’ para todas las generaciones futuras. Eso no es ético y personalmente no quiero pertenecer a una civilización que hipotecó la salud y la seguridad en el futuro”.
No es barata. Buján menciona a EDF de Francia como ejemplo: “Es uno de los mayores deudores impositivos. Nunca va a dar ganancia”. La especialista identifica un “cálculo del kilovatio hora mentiroso”, que solo considera el costo de mantener la central en funciones –“a lo sumo, agregan el valor de la construcción”– y no “el proceso altamente contaminante –en Argentina nunca remediado– de la mineración del uranio”. Tampoco “todo lo que vas a tener que hacer para proteger esos residuos, por lo menos, cuarenta mil años”.
No es segura. A los errores humanos, las fallas de construcción, los fenómenos catastróficos cada vez más intensos y frecuentes (EDF tuvo que paralizar varios reactores debido a las olas de calor), así como los desechos radiactivos inmanejables, Buján suma en su libro el peligro de ataques terroristas, algo que recobró vigencia con la guerra entre Rusia y Ucrania.
“Cuando te digan que es barata, de transición, limpia o segura, la respuesta es claramente que no y desde el argumento más duro, científico y técnico se puede demostrar”, enfatiza la referente.
Qué pasa en Argentina
El país no es ajeno a la lucha antinuclear: en 1996, miles de personas impidieron la instalación del primer basurero radiactivo en la comuna rural de Gastre, Chubut. Una gesta de la “Patagonia no nuclear” que impulsó Javier Rodríguez Pardo, fundador del Movimiento Antinuclear del Chubut, a quien Buján dedicó su libro.
Allí, la autora escribió que “nuestro país aún no cuenta con repositorios o sistemas de disposición final de residuos radiactivos de alta, media o baja actividad generados por la actividad nuclear estatal y privada, y, sin embargo, se empecina en la construcción de nuevas centrales nucleares”.
Consultada sobre cómo impactarán las novedades europeas en Argentina, Buján afirma que “vamos a tener, como siempre, los ‘celebradores del átomo’, que son un gran porcentaje de la Comisión Nacional de Energía Atómica”. La especialista reconoce que “cada vez hay menos de aquella generación que creía que esto era tecnología de punta” y celebra que la CNEA tenga “un ala que hace tecnología satelital, medicina nuclear y cosas que son maravillosas”. Sin embargo, lamenta que siga teniendo peso “la idea de invertir miles de millones de dólares para construir una central nuclear”.
Our research on Carbon Bombs (https://t.co/QJphdsaErI) is attracting some media attention. I hope climate policy will soon start looking at these projects, too. Many haven’t started, so we’re in good time to defuse them. And China, Middle East and Russia deserve more attention. https://t.co/9rKTKfYJYI pic.twitter.com/jUBzBQW5G4
— Kjell Kühne (@kjellkuehne) May 12, 2022
También lo alertó el Movimiento Antinuclear de la República Argentina (MARA): “El lobby nuclear comenzó su ofensiva final para lograr que el Gobierno argentino importe un reactor nuclear de China”. Según detallan, esto implica una deuda de más de ocho mil millones de dólares con un consorcio de bancos liderados por el ICBC. En un artículo de Cristian Basualdo, referente de MARA, señalan que tanto el macrismo como el kirchnerismo apoyaron y denostaron el proyecto según fuesen oficialismo u oposición.
Por su apoyo a la energía nuclear, referentes de Jóvenes por el Clima, que se autodenominan “representantes de Fridays for Future en Argentina”, se diferenciaron del movimiento creado por Greta Thunberg al acompañar públicamente la agenda de Nucleoeléctrica, la operadora de las centrales de Embalse y Atucha I y II.
Bombas climáticas
Una bomba de carbono es un proyecto de carbón, petróleo o gas fósil con potencial para emitir más de una gigatonelada de CO2. En mayo, un mapeo de científicos de Estados Unidos, Canadá, Alemania y Reino Unido identificó 425 bombas de carbono, y dos tercios están en China, Rusia, Oriente Medio y norte de África.
El estudio identifica diez países con más de diez bombas de carbono: China (141), Rusia (41), Estados Unidos (28), Irán (24), Arabia Saudí (23,5), Australia (23), India (18), Qatar (13), Canadá (12) e Irak (11). Entre todos, representan las tres cuartas partes del potencial de emisiones de todas las bombas de carbono.
Entre estas, 195 son proyectos de gas y petróleo, incluida Vaca Muerta, en Neuquén, que en total podrían agregar mil millones de toneladas de emisiones de CO2 durante su vida útil. Según The Guardian, un 60 % ya ha empezado a bombear. Los primeros cinco proyectos de gas y petróleo en cuanto a potencial de emisiones corresponden a Estados Unidos, segundo mayor contaminante a nivel mundial después de China.
Pese a los anuncios de Biden de alcanzar el cero neto para 2050, hay unos veintidós proyectos en danza en la Cuenca Pérmica –meca del fracking norteamericano–, el golfo de México y Colorado, entre otros. Al país del norte le siguen, en potencial de emisiones de “bombas de carbono” de petróleo y gas, Arabia Saudita, Rusia, Qatar, Irak, Canadá, China y Brasil.
En abril pasado, cuando ya se avizoraba la crisis energética global, el consultor climático Enrique Maurtua Konstantinidis explicaba a Emergencia en la Tierra que, en nuestro país, las energías renovables están estancadas desde hace tres años. Lejos de ser caras, desde 2010, su precio se redujo un 85 %, dice el último reporte del IPCC. “Estamos subsidiando demasiado las otras. Ese es el problema”, expresó el experto.
El escenario se repite en otros países del sur global, dice el informe Step Off The Gas del Instituto Internacional de Desarrollo Sostenible. Los proyectos gasíferos reciben cuatro veces más financiamiento público que la energía solar o la eólica. “Argentina hoy depende en gran medida del consumo de gas y permanece atrapada entre altos subsidios y deuda”, concluyen.
Siga, siga…
En lo que va del año, una seguidilla de anuncios probaron el único compromiso que tienen los líderes mundiales: asegurar la ganancia de la industria fósil hasta la última gota. Boris Johnson está de salida, pero su gestión en el Reino Unido habilitó que se siga perforando en el mar del Norte, entre Noruega y Dinamarca, en busca de hidrocarburos. Además, no se descarta recurrir al fracking, en moratoria desde 2019. Según los activistas de Uplift, entre 2022 y 2025, podrían aprobarse hasta 46 proyectos de petróleo y gas.
El gobierno del “verde” Justin Trudeau en Canadá aprobó en abril el proyecto Bay du Nord a pedido de Equinor, la misma compañía noruega que pretende la exploración sísmica en aguas ultraprofundas del mar argentino. Le permitirá operar durante treinta años una instalación flotante en los depósitos jurásicos de la cuenca de Flemish Pass, en el océano Atlántico.
También en abril, el Grupo Delek de Israel adquirió la empresa que buscaba llevar adelante el resistido campo petrolero Cambo en el mar del Norte, a 125 kilómetros de Escocia, dándole nuevo aire tras la salida de Shell en diciembre. En sociedad con Exxon, la petrolera portuguesa Galp Energía busca construir más plantas de gas en Mozambique.
En junio, Alemania volvió a encender sus centrales eléctricas de carbón, la tecnología más contaminante a nivel mundial, por el recorte de suministro de Gazprom a través del gasoducto Nord Stream. Contra su promesa de campaña, la administración Biden habilitó nuevas tierras y aguas públicas para la perforación en busca de combustibles fósiles.
Cada fracción de grado importa
Tras el ascenso del movimiento climático en 2019, la paralización obligada por la pandemia pareció una oportunidad para abandonar la matriz fósil y apostar a las energías renovables. Aunque la caída global de emisiones en 2020 no tuvo precedentes, la “magia” de una transición energética pacífica no se produjo y las emisiones se recuperaron casi a los niveles previos, como comprobó el consorcio científico Global Carbon Project (GCP).
En pleno estancamiento del activismo climático, la guerra en Ucrania y la necesidad de darle la espalda al gas natural ruso parecieron presentar una nueva oportunidad. Sin embargo, Rusia consiguió nuevos clientes y tiene varias “bombas de carbono” para abastecerse y hacer negocios dentro y fuera de sus fronteras, algo que comparte con otros megaemisores.
La “gran beneficiaria” de la crisis energética causada por la guerra es la industria del gas, manifestó recientemente Climate Action Tracker. Esta “fiebre del oro” mundial pone en riesgo la transición a la descarbonización, impulsando más producción de gas fósil, tuberías e instalaciones de GNL. La declaración sostiene que el riesgo es “encerrarnos en otra década alta en carbono” y alejarnos de los objetivos del Acuerdo de París.
¿Da igual cuánto sea el aumento de temperatura terrestre desde el período preindustrial? No. Científicos de la Universidad de Stanford que participaron del presupuesto de CO2 de GCP consideran que subas de 1,5 y 2 °C son “umbrales destructivos” que pueden llevar a impactos climáticos “severos y generalizados”, como sequías intensas, olas de calor extremas, inundaciones costeras, malas cosechas y extinciones. El planeta ya se calentó 1,2 ºC y los efectos están a la vista. A este ritmo, se estima que los 2 ºC podrían superarse en unas pocas décadas, mientras que en una década se llegaría al 1,5 °C.
Si bien el IPCC propuso reducir un 48 % las emisiones de gases de efecto invernadero anuales a nivel mundial para 2030 y alcanzar el cero neto para 2050, las corporaciones energéticas y los Gobiernos lo vuelven casi un asunto de ciencia ficción. Los principales emisores han demostrado una y otra vez que no les interesa el abandono del modelo fósil, sino la sobrevida de las ganancias de la industria. La salida de la crisis no depende de ellos.
*Por Valeria Foglia para ANRed / Imagen de portada: Allard Schager/Getty Images.