Un gol para tres desvergonzadas
Toda mariquita recuerda el terror en las clases de educación física. Dar pruebas de masculinidad o morir. ¿Hay revancha para el odio que nos hicieron sentir a los rituales deportivos?
Por Martín Paoltroni para Enredando
¿Qué tenés dos piernas izquierdas vos?
Sos medio rarito. Jugás como una nena. No seas mariquita. Levantate y corré.
Nico tenía 13 años cuando empezó el acoso en las clases de gimnasia. Iba a una escuela católica de la zona norte de Rosario y en general se preocupaba por ser un buen alumno, pero cada jueves le pedía a dios que llueva o que caigan bigornias de punta para que se suspendan las clases de educación física. El profe se llamaba Germán, era un tipo fibroso que representaba el arquetipo de masculinidad en el deporte y era cómplice del bullying. Porque ya se sabe que para jugar al fútbol hay que ser un macho, aunque seas un niño.
Nico me cuenta que el infierno empezó cuando los dividieron entre varones y mujeres. Antes las clases eran más divertidas, jugaban al quemado o hacían actividades grupales que suprimían las fronteras entre el rosa y el celeste, y los colores se mezclaban como en un pastiche de témpera y plasticola. Algo parecido a los collages que hacíamos durante la hora de manualidades.
Pero la cosa se jodió porque la cancha es territorio de varones y no hay espacio para ser una infancia maricona. Por eso la obligaron a ser una zorra y a inventar excusas para quedarse en el banco. En su mochila guardaba cuidadosamente una pila de certificados médicos que daban cuenta de un principio de asma que ya había sido tratado. Pudo zafar. Pero la jauría se mantuvo impávida frente a la jovencita que (en silencio) empezó a odiar el deporte.
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Mi profesor de gimnasia se llamaba Leo. Lo recuerdo bien porque fue el primer adulto en reírse de mi cuerpo menudito y mis cachetes regordetes. Tenía las piernas cortitas y los pies anchos, por eso me costaba correr al ritmo de mis compañeritos. Mi infancia había sido bien distinta al típico relato de lo’ pibe’ jugando al fulbo en la canchita del barrio. Yo crecí jugando con mi prima en el campo entre vestidos de gasa y muñecas con el pelo reseco a la hora de la siesta.
De ahí que cada dos por tres me escapaba de las clases después de dar el presente. A veces con escándalo, otra veces en silencio, pero siempre veloz cuando empezaba la hora del vilipendio pedagógico al que éramos sometidos como parte del programa educativo autorizado por curas y ministros.
¿Cómo amar a nuestros cuerpos si la humillación era parte de las consignas no escritas?
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Ahora estamos en alguna escuela de la ciudad de Santa Fe. Una reja divide el patio en el que varones y mujeres practican deportes. Corrijo: las chicas entrenan disciplinas varias (en plural) y los pibes juegan al fútbol. Lían espía al otro lado. Sabe que hay otras versiones de esa asignatura obligatoria llamada educación física, pero su cuerpo y su género no lo dejan participar. Así lo decidió la sociedad y el Estado el día que nació. Por eso tiene que conformarse con ver y tratar de sobrevivir a la clase de gimnasia a la que le toca asistir.
“Yo que era tosco, gordito y puto tenía el pasaporte directo al sufrimiento”. Me dice que los varones eran perseguidos, que tenían que rendir cuentas de su masculinidad y que el problema no era solo jugar mal, sino entorpecer el juego. Porque en las escuelas argentinas en general era así y no había muchas opciones. De paso, tenías que ser un 10, amar al Diego como a un dios y usar el jopo al estilo Palermo. “La competencia entre varones era irremediable, incuestionable, se jugaba la vida, no al fútbol”.
Por eso lo empezó a odiar. Al igual que Nico y como casi todas las que vivimos el escarnio de la putez prematura en un carrete de escenas interminables. Con los años, entendió que no era el deporte en sí lo que detestaba, sino los modos de jugar y, sobre todo, el esfuerzo que implicaba vestirse de heterosexual para la tribuna.
“Soñar con otra versión era regocijarse en un impensado. Jugar al sufrimiento me costó cuatro años de secundaria”, escribe Lían en un verso fatal.
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Acudo a mi memoria y recuerdo a Franquito, compañero de la secundaria, algo revoltoso, pero siempre buen pibe. Hace años que no hablamos pero sé que es profe de educación física. Cuando me fui del pueblo, algunos vínculos simplemente se extraviaron, pero fue solo eso. Le escribo para contarle de mi idea y no sé cómo lo puede tomar, mi inseguridad me hace pensar que le vengo con planteos lunares a un adulto que está ocupado en sus cosas, que siempre serán más importantes que las mías.
La realidad me da una cachetada afectuosa. Franco parece ser el mismo de siempre. Me responde que actualmente no trabaja en escuelas, que alguna vez hizo reemplazos y que ahora está abocado a su tarea como preparador físico en un club de Armstrong. Pero me dice que es un lindo tema, que las cosas han cambiado bastante, que me puede pasar el contacto de su primo que también es docente y, sobre el final, arriesga: “Creo, Martín querido, que te he ayudado en educación física, ¿o no?”.
Está en lo cierto. Por eso vuelvo a él para reconstruir esa historia.
¿Qué te acordás de las clases gimnasia?, le pregunto.
Uno de pendejo, hoy pensándolo, fue muy cruel en muchas cosas, burlón siempre fui. Y era como el boludo de la clase que hace reír. Uno no se da cuenta en ese momento y hace chistes que dañan al otro. Vos me decís que tenés un buen recuerdo, pero hoy pensándolo, pienso que algún daño, alguna cagada podemos haber hecho. Pero después el tiempo cambia, te cambia la cabeza. Hoy pienso otra cosa. Yo me acuerdo de tu timidez y las clases eran con estos profes que no eran abiertos a nada, y era bien marcada esta cosa del hombre macho y hacerse los cancheros cuando estaban las mujeres adelante. Las clases eran: tiraban la pelota y hacíamos lo que podíamos.
Franco me habla con honestidad. Me doy que cuenta de que es cuidadoso a la hora de elegir las palabras y, de paso, hace una autocrítica que no le pido.
¿Cómo reprocharle algo al recuerdo del único adolescente que entendió mi angustia frente a la indiferencia de los adultos?
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Emilien me explica que busca experimentar el arte a través de cosas que lo atraviesan personalmente. Lo escucho y pienso que andamos en la misma búsqueda, pero no tengo que hablar de mí ahora, sino del trabajo de Emilien Buffard, este fotógrafo francés al que contacté para hablar de Sport Friendly, su último proyecto que se exhibe en la fachada del Museo Castagnino de Rosario. La apuesta es impactante porque las imágenes pueden verse desde lejos en una de las esquinas más transitadas de la ciudad.
“La idea de este proyecto es visibilizar agrupaciones LGTBIQ+ que buscan empujar las líneas de las canchas, definir nuevas reglas y demostrar que, independientemente de su orientación o identidad sexual, su género o su condición física, o social también, cada persona tiene su lugar”.
Me cuenta que no sufrió discriminación en la niñez, pero que sí le costó encontrar su lugar en el deporte. Por eso ahora está feliz de haber vuelto a las canchas como fotógrafo con un proyecto federal que lo llevó a recorrer el país. Durante la gira por Tucumán, Mendoza, Corrientes, Mar del Plata, Paraná y, por supuesto, Rosario, pudo comprobar que el odio hacia la diversidad sexual trasciende las fronteras con historias similares a las que conoció en el viejo continente.
Para ver la muestra no es necesario entrar al Museo y cada fotografía está acompañada por un código QR que remite a un breve texto escrito por les participantes. Emilien me comparte algunos fragmentos y ratifico que el odio al deporte que alguna vez sentimos maricones, travestis y muchas disidencias casi por igual empieza por un odio primero que nos aplica la currícula escolar en la dinámica de sus clases. “El deporte no es más que un reflejo de lo que la sociedad produce, lo que pasa en la calle, pasa en las canchas”, sintetiza Buffard.
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Tengo en el pensamiento una secuencia loopeada: un entrenador le dice a uno de sus jugadores una palabra clave. Esa palabra es gay, por supuesto, y, a partir de allí, se activa un dispositivo en donde la sospecha trastoca los vínculos entre los varones que integran un equipo de Lacrosse, un deporte poco conocido en la Argentina, pero que le sirvió al dramaturgo Javier Daulte para hablar sobre la violencia en el deporte sin herir sensibilidades machirulas.
La obra toma el nombre de “Proyecto Vestuarios”, dividida en vestuario de mujeres y de varones (como en la real realidad) y en Rosario fue la directora Romina Tamburello junto a la cooperativa La Cigarra quienes la pusieron en escena durante un par de semanas. La vemos con un grupo de compañeres del trabajo y no dejo de pensar en que todo es nuevo para mí simplemente porque nunca estuve en un vestuario de hombres.
Una mariquita con conciencia de su putez sabe cuidarse la cabeza.
Aunque sí reconozco esas violencias porque la escuela fue (y, en cierto modo, todavía lo es) un laboratorio cruel que solidifica las normas que se van a reproducir con mayor atrocidad en eso que llamamos la adultez.
Por eso no tengo nostalgias de ningún vestuario, ni del potrero en el barrio ni del patio de la escuela con la pelota de trapo. Y sí tengo saudades de mis vestidos de gasa con los que hubiera pasado a buscar a la Nico y a la Lían ¿para jugar un picadito? Ni locas. Para inventar nuestros propios juegos y, a lo sumo, deleitarnos con las piernas peludas de nuestros novios que desde alguna canchita soñada nos dediquen un gol a estas tres desvergonzadas.
*Por Martín Paoltroni para Enredando / Imagen de portada: A/D.