El racismo cultural del colonialismo financiero
El racismo no ha muerto ni mucho menos; goza de muy buena salud como racismo cultural, ataviado con las ropas que, en un momento de descuido, hurtó del ropero del buen culturalismo sociológico.
Por E. Raúl Zaffaroni para La Tecl@ Eñe
Cuando se habla de racismo, con toda razón, lo primero que viene a la mente es la subhumanización o inhumanización de grupos más o menos amplios de personas en razón de su mayor melanina.
Es correcto que la palabra racismo evoque el sometimiento a servidumbre y exterminio de nuestros pueblos originarios, la trata de africanos y las secuelas de estos crímenes contra la humanidad que sobreviven en nuestro presente regional, como también toda la bochornosa literatura pseudocientífica del positivismo biologista que -en el siglo XIX y hasta avanzado el pasado- sostuvo la inferioridad biológica de los más ricos en melanina.
Sin embargo, algo quizá intuitivo nos dice que no podemos quedarnos con esta idea limitada del racismo y, al mismo tiempo, que tampoco es posible desdibujar el concepto hasta extenderlo a todas las discriminaciones de grupos humanos, por mucho que algunas sean gravísimas y extensas como es el caso de la subhumanización de la mujer, que afecta a la mitad de nuestra especie, hoy en peligro por obra de los hombres que hegemonizaron el poder.
A lo largo de la historia, todo el enorme conjunto de subhumanizaciones que costaron millones de muertos fue impulsado por poderes irracionales que, al mismo tiempo, fueron racistas, clasistas, machistas, misóginos, homofóbicos y también etaristas (contra adolescentes y jóvenes, o contra la tercera edad) y saludistas (trataron de matar o impedir que se reproduzcan los débiles y enfermos).
Hoy, este frente único discriminador parece disuelto, porque las clases hegemónicas de nuestra región declaran ser igualitarias y acogen, y hasta convocan, a personas que luchan contra cada una de esas discriminaciones. Salvo excepciones menores de grupos o personajes radicalizados llamados de derecha extrema, los bienpensantes de nuestras sociedades se declaran igualitaristas.
A juzgar por la creación o invención de la realidad creada por nuestros partidos políticos mediáticos monopolizadores de la comunicación -es decir, por nuestras actuales versiones del Völkischer Beobachter o del Pravda-, en nuestras sociedades latinoamericanas, tanto las derechas como las izquierdas estarían acordes en marchar hacia el igualitarismo para que todas las subhumanizaciones pasasen a ser recuerdos del pasado. De este modo, nos hallaríamos ante un consenso general en avanzar hacia sociedades igualitarias.
Sin embargo, la más elemental intuición nos dice que esto no parece ser tan bucólico y nos lleva a preguntarnos si esto es una realidad social o una invención de realidad. Creemos que si dejamos de lado el simplismo de clasificar ideológicamente al poder conforme al criterio con que se sentaron los diputados franceses hace casi dos siglos y medio, y, en lugar de derecha e izquierda, hablamos de colonialismo y anticolonialismo, las cosas se perciben de otra manera.
Nada obsta a seguir usando las categorías de derecha e izquierda, pero a condición de hacerlo en el contexto de sociedades geopolíticamente desfavorecidas por el poder planetario, simplemente porque ninguna sociedad colonizada puede ser socialmente justa, pero sin olvidar que el marco más general de la polarización real e ideológica en nuestra región no deja de ser el de colonialismo y anticolonialismo. El trípode de soberanía política, independencia económica y justicia social de la Constitución de 1949 es interdependiente, pues ninguna de sus patas puede fallar sin que caigan las otras.
Cuando se enfoca la realidad social iluminándola desde la polarización provocada por el colonialismo, no puede menos que saltar a la vista que las pretendidas aspiraciones igualitaristas y antidiscriminatorias de los actuales colonialistas en nuestra región son una táctica que responde a su estrategia de dominación.
Para eso, es necesario recordar previamente que el colonialismo pasó por diferentes etapas: la originaria, que terminó con nuestras independencias políticas; la neocolonial, que se cerró con las dictaduras de seguridad nacional, para llegar a la actual de tardocoloniaismo, como corresponde a la economía propia del capitalismo financiero que domina desde el Norte mediante una estructura macrodelincuencial. Si bien el capitalismo financiero se va haciendo insostenible, pues amenaza con una quiebra provocada por una crisis interna debida a las pulsiones endógenas descontroladas del propio capitalismo, cuyas consecuencias serían imprevisibles, de momento, se mantiene y ejerce su poder.
Es obvio que el objetivo estratégico del colonialismo de todos los tiempos fue siempre la explotación inhumana del Sur colonizado, pero sus tácticas de dominación fueron variando conforme a cada una de sus etapas, que corresponden a los sucesivos cambios de poder del Norte colonizador.
En la etapa actual, los colonialistas de nuestra región convocan y pretenden incorporar a personas que luchan sinceramente contra alguna de las subhumanizaciones atroces que señalamos antes y que, por su entrenamiento de clase, son las más capacitadas de sus respectivos grupos humanos victimizados.
Es de sobra sabido que nunca es para nada sencillo superar el entrenamiento de clase y sus limitaciones al conocimiento, o sea, sobreponernos a lo que nos dificulta colocarnos en el lugar del otro, como un obstáculo que quizá jamás logramos superar del todo, por mucho que debamos esforzarnos. También, para las víctimas de cualquier subhumanización, es sumamente difícil poner entre paréntesis su propio dolor y colocarse en la posición de las víctimas de otras discriminaciones, cuyo dolor no vivencian en carne propia quienes están involucrados en la lucha contra la que sufren.
Estas dificultades son explotadas por el colonialismo en dos sentidos: (a) en el primero, procura que la comunicación entre discriminados se limite a poco más que a los de su propio sector de procedencia social y con parejo entrenamiento, sin contacto con los discriminados por las mismas razones aberrantes en las clases subordinadas de nuestras sociedades, sabiendo que no es lo mismo ser negro rico o de clase media que pobre, mujer urbana de barrio privilegiado que de barrio precario o campesina, etc. (b) En el segundo, trata que cada una de estas personas se limite a exaltar su propia discriminación y subestime las restantes, sin una perspectiva de conjunto, provocando discusiones banales –por no decir irracionales- acerca de cuál de ellas es más victimizada, lo que llega al colmo del absurdo cuando se disputa acerca de qué genocidio fue más genocida.
Esta táctica conlleva dos consecuencias: la limitación en la percepción misma de cada subhumanización a la visión de quienes tienen parejo entrenamiento clasista y a la segmentación de la lucha contra la discriminación.
Esto tiene efectos deletéreos en la lucha por la igualdad, pues al no presentar a esta como un frente único, sino como un conjunto de reclamos parciales llevados adelante por personas de igual entrenamiento de clase, los monopolios u oligopolios mediáticos, al asumir la función de partidos políticos, crean una realidad en la que confunden a la opinión pública, generando contradicciones insólitas, en que las víctimas de cualquier subhumanización se declaran partidarias de las restantes y otras no se identifican con quienes luchan contra la propia.
El dividir para reinar es una regla de toda dominación y nada hay mejor para el colonialismo que sembrar contradicciones y odios entre los colonizados: de otro modo, no hubiese sido posible para Cortés tomar Tenochtitlan ni para Pizarro destruir el imperio inca; nunca un puñado reducido de gentes en la historia mataron y dominaron a tantas personas como estos criminales, cuya táctica de división y creación de odios se adapta ahora a la actual etapa tardocolonial financiera.
Pero con lo señalado, no se agota la táctica de nuestro tardocolonialismo actual, sino que el viejo racismo por melanina, si bien no ha desaparecido del todo, se disfraza en nuestros días bajo el atuendo de inferioridad y superioridad cultural, y convence a los propios colonizados de su inferioridad.
La concepción del ser humano como un ente con algo más que un cuerpo llevó en todas las culturas a hablar de un espíritu más refinado que el de los otros animales o del que estos carecen, lo que en occidente se concretó en la tradición de distinguir en forma tajante entre cuerpo y alma, con una creciente subestimación del cuerpo.
Es verdad que la subestimación radical del cuerpo fue explotada para jerarquizar en clases la sociedad capitalista [1], en razón de que, al asociar el cuerpo al trabajo manual, lo contraponía a las manifestaciones elevadas del espíritu, que reservaba a las clases hegemónicas.
Al considerar lo corporal como lo animal del ser humano, se facilita señalar a algunos humanos movidos de preferencia o limitados a sus manifestaciones corporales (sensualidad dominante) como menos humanos (se los subhumaniza) y, por ende, los dominadores -que se subjetivizan como más espirituales- les deparan un menor reconocimiento social [2] o directamente se lo niegan hasta considerar positiva la supresión de sus vidas.
Esta es la estructura básica de la totalidad de las subhumanizaciones negadoras de la igualdad humana, pues no solo lo es del racismo, sino también de la inferiorización del trabajador manual (llamado proletariado), de la mujer (el Malleus dedica muchas páginas de citas que probarían una supuesta menor inteligencia y mayor maldad), del discapacitado (cuya reproducción se quiso evitar) y, en general, de todos los que no comparten el mundo o cultura del dominador, sea clase hegemónica, colonizador, poder patriarcal, etc.
Pero cuando, en el colonialismo, el racismo se disfraza de culturalismo, esta estructura adquiere una importancia capital, pues permite jerarquizar sociedades enteras y, además, como si esto fuese poco, sirve nada menos que para convencer de su supuesta inferioridad a los propios colonizados.
Cabe aclarar que el culturalismo es una corriente sociológica respetable, que no necesariamente –ni mucho menos- es racista ni está al servicio del colonialismo, sino que, por el contrario, ha servido en gran medida para combatirlo. No obstante, como sucede con toda construcción científica o ideológica, nada la inmuniza de ser pervertida y deformada con fines que nada tienen que ver con su esencia ni con su objetivo.
El fruto de esta perversión del culturalismo es el racismo cultural sostenido por todo el aparato de medios hegemónicos y también por la producción artística de la industria cultural, que pretende que creamos que, en comparación con el Norte, en el Sur somos subdesarrollados por nuestros propios defectos, de los que, además, somos culpables.
Así, nuestros colonialistas de siempre –Jauretche los llamaba cipayos– hoy dejaron de afirmar que nuestros males se deben a la inferioridad biológica de los negros, indios, mulatos, mestizos e inmigrantes degenerados, para considerar que son producto de la inclinación de nuestros pueblos por la vagancia, la indolencia, la promiscuidad, la delincuencia, la vulgaridad, la ignorancia y hasta la fealdad, considerándose ellos como los iluminados promotores de la imitación del Norte civilizado que un día nos habrá de sacar del subdesarrollo mediante la obsecuencia con este.
Pero no solo son los cipayos intelectuales quienes postulan esa posición, sino que nuestros partidos políticos mediáticos inventan una casta de malos, feos y degenerados que no existe, pero que, al darla por real, sirve para convencer a las clases medias y medias bajas de nuestras sociedades de que todos los males proceden de un grupo detestable de nuestra población (identificados como negros de la villa, piqueteros, jóvenes de gorrita, etc.), defendidos solo por políticos corruptos criminalizados mediante el lawfare, del que deben diferenciarse.
Para hacerlo y poner distancia de esos indecentes, asumiendo una subjetividad de superioridad a ellos, los propios partidos mediáticos señalan como único método eficaz la identificación con la ideología de nuestros cipayos y la imitación de su cultura y de sus modas y formas clasistas, que también son, en buena medida, inventadas. De esta forma, como producto de la actual versión racista cultural del viejo medio pelo, surgen curiosas caricaturas de imitadores de lo que se da por supuesto que piensan y hacen los que nunca los aceptarán en sus mesas ni les abrirán las puertas de sus casas.
El tardocolonialismo financiero pretende imponernos modelos de sociedad con 30% de incluidos y 70% de excluidos, por lo cual el racismo culturalizado tampoco se desentiende de la creciente masa de excluidos, a la que, por todos los medios, su aparato cultural quiere convencer de que somos piolas, que nos caracteriza y destaca la viveza criolla, la corrupción y, en general, cierta inferioridad ética o deshonestidad en nuestra inventada personalidad básica (concepto bien discutible por cierto), pero que, por su naturaleza cultural, es disculpable. En otros países, estas características negativas asumen sus respectivas versiones locales: el jeitinho brasileño, la violencia mexicana, etc.
De esta manera, se nos trata de convencer a todos (incluidos, medio incluidos precarios y excluidos) de que somos culpables de nuestro propio subdesarrollo, por ser culturalmente inferiores debido a que no somos éticos, serios, trabajadores, honestos, disciplinados y ordenados como el Norte de blancos, rubios y lindos.
Esta es la trampa que en nuestra época y sociedades nos tiende la versión pervertida del culturalismo sociológico, armada para disfrazar al racismo en el carnaval de nuestro tardocolonialismo financiero. No escribamos epitafios ni le dediquemos oraciones fúnebres y recordatorios al racismo ni lo limitemos a sus versiones estrictas condicionadas por la melanina, porque el racismo no ha muerto ni mucho menos; goza de muy buena salud como racismo cultural, ataviado con las ropas que, en un momento de descuido, hurtó del ropero del buen culturalismo sociológico.
*Por E. Raúl Zaffaroni para La Tecl@ Eñe / Imagen de portada: La Tecl@ Eñe.
Buenos Aires, 21 de abril de 2022
[1] Cfr. León Rozitchner, La cosa y la Cruz, Buenos Aires, 1997.
[2] Cfr. Jessé Souza, Como o racismo criou o Brasil, Rio de Janeiro, 2021.