Una semana en la nieve, un viaje al imaginario infantil

Una semana en la nieve, un viaje al imaginario infantil
2 junio, 2022 por Redacción La tinta

Por Manuel Allasino para La tinta

Una semana en la nieve es una novela del escritor francés Emmanuel Carrère, publicada en el año 1995. Nicolas es un niño de ocho años que viaja a un pueblo de montaña junto a sus compañeros de colegio para pasar una semana en la nieve tomando clases de esquí. Es lo que en las escuelas francesas se conoce como “semana blanca”, que permite que niñes se oxigenen con unas breves vacaciones y rompan por unos días con la rutina del cursado. En ese paisaje nevado y frío, Nicolas conoce a su monitor de esquí, Patrick, un joven coordinador con el que establece cierta complicidad; y hace un nuevo amigo, el temido Hodkann, el terror de los dormitorios. Esos días de diversión y descubrimientos tendrán mucho de iniciático para él: todo se vuelve incertidumbre cuando llega la noticia de que, en un pueblo vecino, ha sido asesinado un niño.

Con maestría literaria, mezclando sutileza con relato fantástico, Emmanuel Carrère nos entrega una novela que es un viaje profundo al imaginario infantil, a sus sombras y sufrimientos intolerables. 

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“La mayoría de los alumnos comía habitualmente en el comedor escolar, exceptuando a Nicolas. Su madre iba a buscarlos a él y a su hermano pequeño, todavía en el parvulario, y comían los tres en casa. Su padre decía que tenían mucha suerte y que sus compañeros eran dignos de compasión por quedarse a comer en el colegio, donde se comía mal y había continuas peleas. Nicolas opinaba como su padre, y si se lo preguntaban se declaraba feliz de salvarse de la mala comida y de las peleas. Con todo, observaba que los vínculos más fuertes entre sus compañeros se establecían sobre todo entre las doce y las dos, en el comedor y en el patio cubierto por donde deambulaban después de comer. Durante su ausencia, se habían arrojado pettis suisses a la cara, los vigilantes los habían castigado, habían concertado alianzas y cada vez, cuando su madre volvía a llevarlo, era como si hubiese sido nuevo y tuviese que reanudar desde cero las relaciones entabladas por la mañana. Nadie, aparte de él, las recordaba: habían sucedido demasiadas cosas durante las dos horas de comedor. Sabía que en el albergue ocurriría lo que en el comedor, pero a lo largo de dos semanas, sin interrupción ni posibilidad de regresar a su casa si aquello resultaba demasiado duro. Temía eso, y sus padres también, hasta el punto de que le habían pedido al médico si podía extenderle un certificado para que Nicolas no fuera. Pero el médico se había negado, asegurando que la estancia le sentaría muy bien. En el albergue, aparte de la maestra y del conductor del autocar, responsable asimismo de la cocina, había dos monitores, Patrick y Marie-Ange, quienes, cuando Nicolas se incorporó al grupo, estaban formando equipos para poner la mesa: unos se encargaban de los cubiertos, otros de los platos, y se organizaban así. Patrick era el que le había hablado riendo al padre de Nicolas del esquí sobre hierba. Alto, ancho de hombros, tenía la cara angulosa y curtida, ojos muy azules y el pelo largo recogido en una colecta. Marie-Ange, un poco regordeta, tenía un diente de delante roto. Ambos llevaban chándales verdes y malvas, y en la muñeca esas pulseras de hilo trenzado, multicolores, que se anudan formulando un deseo y que hay que llevar puestas hasta que se suelten por sí solas: entonces, en principio, se ve realizado el deseo. Patrick poseía toda una reserva de esas pulseras y las repartía, a modo de condecoraciones, entre los chicos cuyo comportamiento le agradaba. Nada más llegar Nicolas, le dio una, lo que indignó a varios chicos que esperaban conseguirla: ¡Nicolas no había hecho nada para merecerla! Patrick se rió y, en vez de decir que había que consolar al pobre Nicolas, que había perdido sus cosas, contó que cuando su hermana y él era pequeños, su padre castigaba siempre al uno cuando el otro había hecho una tontería, y a la inversa, para que aprendieran desde muy pronto que la vida es injusta. Nicolas le agradeció en silencio que no le hubiera dejado como un niño mimado y llorón y, mientras recorría las mesas repartiendo las cucharas soperas, meditó sobre el deseo que iba a formular. Pensó primero en pedir no hacerse pipí en la cama aquella noche, y luego no hacérselo durante toda su estancia allí. Después se dio cuenta de que, ya puestos, podía pedir que todo fuera bien durante aquellos días. ¿Y por qué no pedir que todo fuera bien durante toda su vida? ¿Por qué no formular el deseo de que todos sus deseos se vieran siempre cumplidos? La ventaja de un deseo lo más general posible, que englobase todos los deseos particulares, parecía a primera vista tan evidente que se olió que había alguna trampa, como en la historia de los tres deseos, que conocía en su versión simpáticamente infantil, la del campesino cuya nariz se convierte en salchicha, pero también en una versión mucho más horrible”.

Página a página, nos introducimos en los recovecos del alma de un niño, Nicolas, que es el protagonista de esta historia. Ha sido educado bajo el aislamiento, sobreprotección y en un extraño silencio que siempre lo incomodó. 

Una semana en la nieve es, sobre todo, una exploración sobre la potencia estética y narrativa de la angustia. El relato naufraga hacia un pasado y un futuro que se tornan cada vez más inquietantes.

“Dormían seis en cada dormitorio y quedaba una cama libre en el de Holdkann, sin consultar el parecer de nadie, declaró que la ocuparía Nicolas. A la maestra le pareció bien: aunque desconfiaba de sus veleidosos cambios de carácter, aprobaba que el mayor de la clase ampararse al más pequeño, a ese Nicolas temeroso y demasiado protegido que le inspiraba un poco de lástima. Los dormitorios estaban equipados con literas superpuestas. Tras decretar Hodkann que Nicolas ocuparía la de arriba, éste trepó por la escalera y se enfundó el pijama prestado contorsionándose y subiéndose mangas y perneras. La chaqueta le llegaba a las rodillas y la cintura le quedaba anchísima. Tuvo que ir a los servicios sujetándose el pantalón con las dos manos. Además, no tenía zapatillas, ni toalla, ni manopla, ni cepillo de dientes, accesorios que no podían prestarle ya que cada uno poseía un solo ejemplar. Por fortuna, nadie se dio cuenta y consiguió escabullirse sin que se fijaran en él en medio del barullo del aseo nocturno, para ser uno de los primeros en acostarse. Patrick, que era el encargado de su dormitorio, se acercó a revolverle el pelo y le dijo que se tranquilizara: todo iría bien. Y si algo iba mal, no tenía más que ir a contárselo a él, Patrick, ¿prometido? Nicolas lo prometió, fluctuando entre el alivio real que le procuraba esa seguridad y la penosa impresión de que todo el mundo esperaba que a él le pasase algo malo. Cuando todos estuvieron acostados, Patrick apagó la luz, les dio las buenas noches y cerró la puerta. Todo quedó a oscuras. Nicolas pensaba que inmediatamente empezaría el jaleo, una batalla de almohadas en la que llevaría las de perder, pero no fue así. Comprendió que todos esperaban para hablar a que les autorizara Hodkann. Este dejó que el silencio se prolongase un buen rato. Los ojos se acostumbraban a la oscuridad. Las respiraciones se tornaban más regulares, pero aun así se advertía una espera. –Nicolas –dijo por fin Hodkann, como si estuviesen solos en el dormitorio y los demás no existieran. -¿Sí? –murmuró Nicolas como un eco. -¿A qué se dedica tu padre? Nicolas contestó que era representante. Estaba bastante orgulloso de esa profesión que le parecía prestigiosa, incluso un tanto misteriosa. –Entonces, viajará mucho –preguntó Hodkann. Sí –dijo Nicolas y, repitiendo una expresión que había oído a su madre, agregó-: Está todo el día en la carretera. Iba a lanzarse a hablar de las ventajas que ello suponía, de los regalos de las gasolineras y todo eso, pero no le dio tiempo: Hodkann quería saber qué clase de artículos vendía su padre. Para sorpresa de Nicolas, no parecía preguntárselo para tomarle el pelo, sino porque la profesión de su padre le inspiraba auténtica curiosidad. Nicolas dijo que era representante de material quirúrgico. -¿Pinzas? ¿Bisturís? –Sí, y también prótesis. -¿Piernas de madera? –inquirió Hodkann, alborozado, y Nicolas sintió como una señal de alarma en lo más hondo, como un aviso de burla que se avecinaba. –No –dijo-, de plástico. –¿Y se pasea con piernas de plástico en el maletero del coche? –Sí, y también brazos, manos… -¿Cabezas? –saltó muerto de risa Lucas, un chico pelirrojo que llevaba gafas y que, hasta el momento, parecía dormido como los demás.  -¡No! –exclamó Nicolas-, ¡cabezas no! ¡Es representante de material quirúrgico, no de artículos de broma! Una risita indulgente de Hodkann saludó esta réplica, y Nicolas se sintió de pronto muy orgulloso y a sus anchas: con la protección de Hodkann, también él podía soltar gracias y provocar risas. -¿Te ha enseñado esas prótesis? –siguió preguntando Hodkann. –Claro –afirmó Nicolas, a quien ese primer éxito había conferido aplomo. -¿Te has probado alguna? –No, es imposible. Como se colocan en vez de la pierna o del brazo, si ya tienes pierna o brazo de verdad no puedes encajarlas en ningún sitio. –Yo -dijo Hodkann con voz apacible-, si fuera tu padre, te utilizaría a ti para hacer las demostraciones. Te cortaría los brazos y las piernas, adaptaría las prótesis y te enseñaría tal cual a mis clientes. Sería una buena publicidad. Los ocupantes de la litera contigua soltaron una carcajada. Lucas dijo algo referente al capitán Garfio, de Peter Pan, y Nicolas tuvo miedo, de repente, como si Hodkann revelara por fin un aunténtico rostro, mucho más peligroso de lo que se había temido. Serviles, los gregarios empiezan ya a reírse mientras el déspota busca indolentemente en su imaginación el más refinado de los suplicios. Pero Hodkann, advirtiendo lo que su frase tenía de amenazador, la enmendó diciendo con esa sorprendente dulzura de la que era capaz: -Es broma, Nicolas. Tranquilo. Luego quiso saber si al día siguiente, cuando viniese el padre de Nicolas a traerle la bolsa, podrían ver las famosas prótesis y esos estuches de instrumentos quirúrgicos. La idea inquietó a Nicolas: -No son juguetes, ¿sabes? Sólo se los enseña a los clientes… -¿Y no nos los enseñaría si se lo pedimos? –insistió Hodkann-. ¿Y si se lo pides tú? –No lo creo –musitó Nicolas. -¿Y si le dices que a cambio no te pegará nadie durante el curso de esquí? Nicolas no contestó. De nuevo tenía miedo. –Bueno –concluyó Hodkann-, entonces ya me espabilaré yo. Transcurrió un momento. Luego ordenó a la concurrencia: -Ahora, a dormir. Oyeron moverse su corpachón en la cama, hasta que dio con una postura cómoda, y todo el mundo comprendió que se había acabado la charla”.

Una semana en la nieve de Emmanuel Carrère ​es una novela transparente y sólida sobre las heridas profundas de un niño. La nieve, omnipresente, ofrece un contrapunto imaginario que hace que todo se deslice hacia otra dimensión. 

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(Imagen: Antonio Moreno)

Sobre el autor

Emmanuel Carrère (París, 1957), después de cinco celebradas novelas de no ficción, se ha impuesto internacionalmente como un extraordinario escritor. Ha publicado: El adversario, Una novela rusa, De vidas ajenas, Limónov (Prix des Prix, Premio Renaudot y Premio de la lengua Francesa), El reino (Premio Le Monde), Bravura, El bigote y Una semana en la nieve. El reportaje Calais y el volumen de artículos y ensayos Conviene tener un sitio adónde ir, y su biografía de Philip K. Dick Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos

*Por Manuel Allasino para La tinta / Imagen de portada: 

Palabras claves: Emmanuel Carrère, Novelas para leer

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