Casas vacías, la pérdida y el encuentro

Casas vacías, la pérdida y el encuentro
20 mayo, 2022 por Redacción La tinta

Por Manuel Allasino para La tinta

Casas vacías es la primera novela de la socióloga y economista feminista mexicana, Brenda Navarro, publicada en el 2020. Con destreza literaria, la autora reflexiona sobre la maternidad, que muchas veces o casi siempre asociamos con la felicidad, pero que también puede ser una pesadilla. 

La historia se centra en dos mujeres, una cuyo hijo desaparece en el parque donde estaba jugando; y otra que se lo lleva para criarlo como propio. El niño se llama Daniel y será rebautizado como Leonel. 

Brenda Navarro deconstruye las ideas preconcebidas que tenemos de la soledad, el amor, la culpa, el cuidado, la intimidad y las violencias familiares, para entregarnos una novela que camina sobre la delgada línea que separa el olvido y la memoria, la esperanza y la depresión, la pérdida y el encuentro, los cuerpos de las mujeres y el acto político. 

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“Vi poco. ¿Qué vi? Busco entre la urdimbre de recuerdos visuales cada detalle de los hilos conductores que me lleven, al menos un segundo, a saber en qué momento. ¿En qué momento, cuál, no volví a ver a Daniel? ¿En qué momento, en qué instante, entre qué gritito de un cuerpo de tres años contenido, él se fue? ¿Qué fue lo que pasó? Vi poco. Y aunque caminé entre la gente gritando su nombre repetidas veces, el oído se me volvió sordo. ¿Pasaron carros?, ¿había más gente?, ¿cuál?, ¿quién? No volví a ver a mi hijo de tres años. Nagore salía a las dos de la tarde, pero no la recogí. Nunca le pregunté cómo es que ese día volvió a casa. De hecho, nunca hablamos de si alguien ese día volvió o es que acaso en los catorce kilos de mi hijo nos fuimos todos y nunca más volvimos. No hay fotografía mental que, a la fecha, me dé respuesta. Después, la espera: yo recostada en una sucia silla del ministerio público de la que Fran me recogió después. Ambos esperamos, aún seguimos esperando en esa silla, aunque estemos físicamente en otro lado. No pocas veces deseé que estuvieran muertos. Me miraba en el espejo del baño e imaginaba que me veían llorándoles. Pero no lloraba, me contenía las lágrimas y volvía a ponerme ecuánime por si no lo había hecho bien la primera vez. Así que me acomodaba de nuevo frente al espejo y preguntaba: ¿Que se ha muerto? Pero, ¿cómo se ha muerto? ¿Quién se ha muerto? ¿Los dos al mismo tiempo? ¿Estaban juntos? ¿Se han muerto, muerto, o es esto una fantasía para llorar? ¿Quién eres tú que me avisa que se han muerto? ¿Quién, cuál de los dos? Y era yo la única respuesta frente al espejo repitiendo: ¿Quién murió? ¡Que alguien haya muerto por favor para no sentir este vacío! Y ante el eco silente, me contestaba que los dos: Daniel y Vladimir. Los perdí al mismo tiempo y los dos, en algún lugar del mundo, sin mí, seguían vivos. Te imaginas todo menos que un día vas a despertar con la pesadez de un desaparecido. ¿Qué es un desaparecido? Es un fantasma que te persigue como si fuera parte de una esquizofrenia. Aunque no pretendía ser una de esas mujeres que la gente mira por la calle con lástima, muchas veces regresé al parque, casi todos los días de todos los días para ser exacta. Me sentaba en la misma banca y rememoraba mis movimientos: teléfono en la mano, cabellos sobre la cara, dos o tres mosquitos persiguiéndome para picarme. Daniel con uno, dos, tres pasos y su risa boba. Dos, tres, cuatro pasos. Bajé la vista. Dos, tres, cuatro, cinco pasos. Ahí. Alcé la vista hacia él. Lo veo y vuelvo al teléfono. Dos, tres, cinco, siete. Ninguno. Se cae. Se levanta. Yo con Vladimir en el estómago. Dos, tres, cinco, siete, ocho, nueve pasos. Y yo detrás de cada pisada todos los días: dos, tres, cuatro… Y sólo cuando Nagore me clavaba su vista avergonzada porque ya estaba yo, entre el subibaja y la resbaladilla, entorpeciendo el paso de los niños, es que yo entendía todo: era de esas mujeres que la gente mira por la calle con lástima y miedo. Otras veces, lo buscaba en silencio sentada desde la banca y Nagore, a mi lado, cruzaba sus piernitas y se quedaba muda, como si su voz fuera culpable de algo, como si supiera de antemano que la odiaba. Nagore era el espejo de mi fealdad. ¿Por qué no desapareciste tú?, le dije aquella vez a Nagore, cuando me llamó desde la regadera para pedirme que le alcanzara la toalla que no bajó del estante del baño. Ella me miró con sus ojos azules, muy sorprendida de que se lo hubiera dicho a la cara. La abracé casi inmediatamente y la besé repetidas veces. Le toqué el cabello mojado que me mojaba la cara y los brazos y la tapé con la toalla y la estrujé contra mi cuerpo y nos pusimos a llorar. ¿Por qué no desapareció ella? ¿Por qué es que sacrificada y no dio recompensa a cambio? Debí ser yo, me dijo tiempo después cuando fui a dejarla a la escuela, y la vi alejarse entre sus compañeritos de clase y no quise volver a verla. Sí, debió ser ella, pero no lo fue. Todos los días de su niñez, regresó a mi casa”.

Casas vacías está ubicada en un contexto de profunda precariedad física y emocional. Está dividida en tres partes y, entre los diferentes capítulos, se van articulando los monólogos de estas dos mujeres: la madre de Daniel y su secuestradora, que lo renombrará Leonel. A las dos voces principales, hay que sumarles los personajes secundarios: Fran y Rafael, la niña Nagore, las suegras y las abuelas. Son personajes nítidos, pero que mantienen la opacidad de las personas reales. Incluso el niño robado que tiene autismo puede leerse como una cierta metáfora o un fetiche de proyección de las dos mujeres, sigue siendo exactamente un niño.  

“Quería ser madre de los hijos de Rafael, que, en esos días, quién sabe qué le pasaba de tiempo atrás, y aunque le preguntaba ni decía nada, porque así era él, que qué chingados tenía de qué, pues algo tienes, no digas que no, le decía, pero nunca dijo pues mira, me pasa esto, o siento que no sé, algo, o mira, es que si te contara, pero nada, y yo creo que aunque no lo acepte, soy de esas mujeres que prefieren estar con un hombre aunque no las quieran y que siempre dice pues mañana será otro día, pues hay que hacer algo para estar mejor, muy optimista o muy arrebatada: por eso creí que Leonel iba a llegar y a mejorar todo, pero era nada más tapar el dedo con el sol, lo que está podrido, está podrido, ni modo. Y es que lo que pasa es que siempre quise tener una hija, peinarla con moños de tela, vestirla con esos vestidos vaporosos que les ponen a las niñas en días de fiesta; verla usar mis zapatos, pintarse la cara, peinarse, no sé, una niña siempre es más divertida, pero luego pensé que Leonel pondría más contento a Rafa, que jugarían al fútbol, a las luchitas, cosas de hombres. ¿Te lo robaste, estás pendeja?, me gritó un rato después de que vio que entré a la casa y lo fui a sentar a la mesa y Leonel no se callaba de sus berridos. Entonces Rafa se paró y fue a darme un madrazo en la cabeza. Estás enferma ¿qué tienes en esa puta cabeza, hija de la chingada? Pero yo hacía como que todo estaba muy normal. Pensé que tenía que darle tiempo a que nos conociéramos todos, una familia no se hace de la noche a la mañana. El autismo lo arruinó todo, o eso, o es que no sé escoger a los hombres de mi vida. Porque escoger a los hombres de mi vida implicaba muchas cosas, entre ellas no faltarnos el respeto y, sin embargo, nosotros nos madreamos la primera noche que durmió Leonel en casa porque nos desesperó su comportamiento. No sabíamos qué le pasaba porque se tiraba al piso, se pegaba en la cabeza y si queríamos detenerlo soltaba de patadas y manotazos. Uno sí me dolió; me salió solito jalarle el cabello, pero fue peor porque se puso a gritar más, como si lo estuviéramos matando. Rafa se desesperó un chingo, azotó la puerta del cuarto y se encerró. Yo me quedé con Leonel en la sala. Y le dije Leonel, Leonel, ¿qué tienes? Pero Leonel nomás se metía la mano a la boca y se le escurrían los mocos y las lágrimas por su carita hasta que después de un ratote se quedó dormido. Yo, que para ese momento tenía la boca seca y la panza inflamada, prefería ni moverlo del suelo y fui por una cobija y lo tapé, luego fui a buscar a Rafael”. 

Casas vacías de Brenda Navarro es una novela que navega sobre el trauma que deja la desaparición de un hijo y el vacío que no logra llenar como raptado en otra familia. Desde ese hilo conductor, el libro se permite hablar de violencias machistas, de femicidios, de desigualdad social, de culpa y de amor. 

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Sobre la autora

Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982) es socióloga y economista feminista por la Universidad Nacional Autónoma de México. Realizó un máster en Estudios de Género, Mujeres y Ciudadanía por la Universidad de Barcelona. Ha sido redactora, guionista, reportera y editora. Ha trabajado en diversas ONG relacionadas con derechos humanos. Es fundadora de #EnjambreLiterario, un proyecto editorial enfocado en publicar obras escritas por mujeres. Casas vacías es su primera novela. 

*Por Manuel Allasino para La tinta / Imagen de portada: A/D.

Palabras claves: Brenda Navarro, Novelas para leer

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