Poeta chileno, la fuerza reparadora de la poesía

Poeta chileno, la fuerza reparadora de la poesía
17 febrero, 2022 por Redacción La tinta

Por Manuel Allasino para La tinta

Poeta chileno es una novela del escritor Alejandro Zambra, publicada en el 2020. Es un libro de largo aliento (supera las 400 páginas) en donde el autor invoca su gran amor y pasión: la poesía. Más precisamente, la de su país, Chile. 

Con una gran destreza literaria, Zambra narra la historia de Gonzalo, profesor de literatura y aspirante a poeta, y de su hijastro Vicente, que con el paso del tiempo también se interesará por la poesía. La relación entre ambos surge del reencuentro de Gonzalo con Carla, diez años después de haber sido novios en la adolescencia. Ella tiene un hijo, Vicente; y él es soltero. Así inician una nueva vida familiar de a tres. 

Poeta chileno de Alejandro Zambra ahonda en el amor, el lenguaje y la fuerza de la poesía como un puente conciliador entre los vínculos personales. Pero, también, bucea en el mundo de la poesía chilena, con sus constelaciones, su influencia y su tiempo.

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“Tras considerar los profusos consejos de ambos bandos, y acogiendo especialmente las opiniones de las izquierdistas, Carla decidió que lo más sensato era borrar cuanto antes su primera experiencia sexual, para lo cual lógicamente necesitaba, con urgencia, una segunda experiencia sexual. Un viernes después de clases llamó a Gonzalo para pedirle que se juntaran en el centro. Él no podía más de felicidad: salió corriendo al paradero, cosa bien rara, porque pensaba que la gente se veía ridícula corriendo por la calle, sobre todo con pantalones largos. Le tocó viajar en un micro sin asientos disponibles, pero igual se las ingenió para releer de pie buena parte de los cuarenta y dos poemas que llevaba en su mochila. Carla lo recibió con un elocuente calugazo y le dijo, de entrada, que volvieran y que fueran a un motel, que era algo a lo que ella misma se había negado casi un año entero, alegando decencia, falta de dinero, ilegalidad, bacterofobia o todas las anteriores, pero ahora le aseguró, en un tono libidinoso medio exagerado, que sí quería, que se moría de ganas. –Me dijeron que hay uno cerca de la feria artesanal y me conseguí unos condones y tengo la plata –dijo Carla en una sola frase acelarada. ¡Vamos! El lugar era un sucucho sórdido que olía a incienso y a aceite recalentado, porque era posible pedir empanadas fritas de queso o de pino a la habitación, además de cervezas, pichunchos y piscolas, opciones todas que desestimaron. Una mujer con el pelo pintado de rojo y los labios de azul recibió el dinero y por supuesto no les pidió identificación. Apenas cerraron la puerta de la minúscula pieza, Carla y Gonzalo se quitaron la ropa y se miraron con asombro, como si acabaran de descubrir la desnudez, lo que de algún modo era cierto. Durante unos cinco minutos se limitaron a los besos, lamidas y mordiscones, y luego la propia Carla le puso a Gonzalo el condón –había ensayado con una coronta de choclo esa misma mañana- y él la penetró de a poco, con la mesura y la emoción propias de quien desea atesorar el momento, de manera que todo iba de maravilla, pero la mejoría no fue significativa, porque el dolor persistió (a Carla le dolió incluso más que la primera vez), y la penetración duró, finalmente, lo que un especialista en cien metros planos tardaría en recorrer los primeros cincuenta. Gonzalo entreabrió las persianas para mirar a la gente que salía del trabajo y regresaba a casa con una lentitud que a la distancia le parecía fabulosa. Luego se arrodilló frente a la cama y miró con suma atención los pies de Carla. Nunca había reparado en las líneas de los pies, en la existencia de líneas en las plantas de los pies: durante un minuto entero, como si intentara solucionar un laberinto, siguió esas huellas caóticas ramificadas hacia lo invisible y pensó en escribir un poema largo sobre alguien que avanza descalzo por un sendero interminable hasta borrar completamente las líneas de sus pies. Después se tendió junto a Carla y le preguntó si podía leerle sus sonetos. –Sí –respondió Carla, abstraída. –Pero son cuarenta y dos. –Léeme el que más te guste. –Es difícil elegir. Te leo veinte. –Tres –negoció Carla, urgida. –Cinco. –Bueno. Gonzalo empezó a leer sus sonetos con un fraseo solemne y aunque Carla quería encontrarlos buenos, la verdad es que no le decían nada. Mientras los escuchaba pensaba en el cuello de Gonzalo, en su pecho liso como el hielo y sin embargo tan cálido, en su gracioso esqueleto casi visible, en sus ojos a veces pardos, otras veces verdes y siempre medio extraños; creía que era hermoso y habría sido genial que también le gustaran los poemas que escribía, que de todos modos escuchaba con respeto y una sonrisa que pretendía ser serena y relajada, pero más bien parecía un ejercicio de melancolía”. 

Los protagonistas de la novela son poetas y se mueven en un mundo de poetas y no se les ocurre leer nada que no esté escrito en versos. Gonzalo y Vicente, padrastro e hijastro, aunque reniegan de esas palabras, viven sus días rodeados de poesía. 

Cuando el niño Vicente crece y se convierte en joven, conoce a una periodista norteamericana llamada Pru, que está en Santiago de Chile un poco perdida y decide hacer una crónica sobre la escena poética chilena. Es así que aparecen con el correr de las páginas poetas como Enrique Lihn, Gonzlo Millán, Raúl Zurita, Gabriela Mistral o hasta el mismísimo Nicanor Parra haciendo de las suyas. Pero también un montón de personajes marginales del mundo poético consagrado con sus sueños, penurias y delirios. 

Alejandro Zambra en Poeta chileno aborda con sutileza las grietas históricas entre poetas tradicionalistas y vanguardistas, que no son ajenas en absoluto en la relación sensible y conmovedora entre un padre y un hijo más allá del lazo biológico. 

“Había entre Carla y Gonzalo diferencias evidentes, a las que ninguno de los dos era ciego: colegio particular de monjas en Ñuñoa versus colegio fiscal de hombres en Santiago Centro, casa grande con tres baños versus casa chica con uno, hija de un abogado y de una laboratorista dental versus hijo de un taxista y de una profesora de inglés, clase media tradicional de La Reina versus clase media de Maipú (clase media-baja, diría el padre de Gonzalo; clase media emergente, diría la madre). Ni Gonzalo ni Carla consideraban, sin embargo, que la brecha social los separara significativamente y las diferencias más bien alimentaban el interés mutuo: la idea del amor como un encuentro afortunado y azaroso, avalada por la imperecedera teoría de la media naranja. Las venenosas palabras de Marquitos reaparecían con la insistencia de un zancudo a medianoche y lograban colarse en la zona más frágil de la relación, que era el notorio desinterés de Carla por la poesía. Amaba la música, desde chica era aficionada a la fotografía y siempre estaba leyendo alguna novela, pero pensaba que la poesía era una cosa infantil y alharaca. Gonzalo, sin embargo, como casi todo el mundo, asociaba la poesía con el amor. No había conquistado a Carla con poemas, pero enamorarme de ella y enamorarse de la poesía habían sido asuntos casi simultáneos y le costaba separarlos. La cosa se puso más grave cuando Gonzalo decidió que estudiaría literatura. Llevaba un tiempo seguro de que quería ser poeta y, aunque sabía que para ello no era necesario realizar estudios formales, pensaba que una licenciatura en letras lo desviaría menos del objetivo. Era un decisión valiente, radical e incluso escandalosa, a la que los padres de Gonzalo se oponían con tenacidad, les parecía un desperdicio: con mucho esfuerzo y un talento francamente inexplicable, su hijo se había convertido en un alumno destacado de uno de los supuestamente mejores colegios de Chile y por lo tanto podía y tal vez debía aspirar a un futuro menos aventurero. Cuando, esperando un apoyo ciego y solidario, Gonzalo le comentó sus planes a Carla, ella reaccionó con indiferencia. A esas alturas, la poesía chilena era para Gonzalo la historia de unos hombres geniales y excéntricos, buenos para el vino y expertos en los vaivenes del amor. Infectado por esa mitología, a veces pensaba que en el futuro Carla solamente calificaría como esa lejana novia de juventud que no había sabido valorar al poeta en ciernes (la mujer que, a pesar de los numerosos indicios, no había dimensionado la magnitud de hombre que tenía enfrente, si hasta le había puesto gorro). Definitivamente, Carla no parecía la compañera adecuada para la difícil travesía que él quería emprender; tarde o temprano, conjeturaba Gonzalo, la relación terminaría y ella se haría novia de algún ingeniero comercial o de algún dentista o de algún novelista. Gonzalo proyectaba la ruptura en el mediano plazo, aunque a veces se sorprendía pensando, de antemano, en las palabras que entonces le diría: imaginaba un sofisticado discurso que avanzaría paulatinamente hacia la necesidad de –le gustaba esta expresión- separar caminos y en principio culparía al destino o a la fatalidad, pero si ella se ponía brava, se echaría toda la culpa él mismo y listo”.

Poeta chileno de Alejandro Zambra es una novela que retrata una relación padrastro-hijastro con una ternura y una cercanía conmovedoras. Están presentes los vaivenes del amor, las familias fugaces, la desconfianza en las instituciones y el deseo obstinado de pertenecer a una comunidad en parte imaginaria, que escribe y lee poesía en un mundo hostil que se desmorona a toda velocidad. 

Sobre el autor 

Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) ha publicado los libros de poesía Bahía Inútil (1998) y Mudanza (2003), el inclasificable volumen Facsímil (2015) y las novelas Bonsái (2006), La vida privada de los árboles (2007), Formas de volver a casa (2011), el libro de relatos Mis documentos (2013) y las recopilaciones de crónicas y ensayos No leer (2018) y Tema libre (2019). Ha recibido, entre otras distinciones, el English Pen Award, por la edición inglesa de Formas de volver a casa, y el Premio Príncipe Claus, en Holanda, por el conjunto de su obra. Actualmente, vive en la Ciudad de México.

*Por Manuel Allasino para La tinta / Imagen de portada: Ventana de Tinta.

Palabras claves: Alejandro Zambra

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