Berta Thachek: «El cannabis me devolvió a mi hija»
Por Guido Lautaro Padin para InterNos
Diecisiete años tuvo que esperar Berta Thachek para escuchar a Salomé decir “mamá” por primera vez. Diecisiete años entre los que cuenta cientos de noches sin dormir, decenas de consultas médicas y un largo historial de batallas con obras sociales, además del silencioso, pero constante miedo a la muerte de lo más querido: un hijo.
Salomé Gabriela Carrasco Thachek nació en 1998 en Madryn, Chubut, y fue diagnosticada con encefalopatía crónica no evolutiva (ECNE): una enfermedad que daña las funciones motrices del bebé, afectando su tono muscular, postura y movimientos. En los casos más agudos, aparecen trastornos cognitivos, de la comunicación, sensoriales y conductuales. También ataques de epilepsia o convulsiones.
Y este era uno de esos casos. Salomé crecía, pero no se independizaba en sus más esenciales. Berta la cambiaba, la alimentaba, la higienizaba, la cuidaba durante el día y por la noche la acostaba. Pero ninguna de las dos dormía. Salomé tenía dificultades para cerrar los ojos, lo que le provocaba un descanso intermitente y problemas en la vista por falta de lubricación. Su madre necesitaba mantenerse alerta ante cualquier emergencia. Y así fue durante años.
Pero lo peor eran las crisis. En un día malo, Salomé podía convulsionar hasta diez veces, lo que implicaba no solo un desgaste físico y emocional enorme, sino también un riesgo latente de secuelas neuronales e incluso de muerte. Berta y toda su familia convivían con esa posibilidad.
—Muchas veces sus hermanos me decían: mamá, yo no quiero que se me muera en los brazos.
A corta edad, Salomé empezó a tomar medicación para reducir al mínimo las convulsiones; medicación “agresiva”, según Berta, que le demandaba a su vez otras pastillas: para el estómago, para el hígado o para suplir una alimentación deficiente, ya que las drogas la mantenían dormida gran parte del día.
—No tenía vida. La levantaba para que coma y, si estaba muy dormida, no quería comer. Empezaba a bajar de peso. Si le sacaba la medicación, estaba despierta, pero tenía más crisis. Era angustiante, cansador. Los médicos me decían: la nena ya viene así, ¿qué pretende, mamá?
Lo que ella pretendía era curarla, claro. Pero como no podía, por lo menos quería darle calidad de vida. No fue fácil. Como un recién nacido, la única manera que tenía Salomé de vincularse con el exterior era llorando. Pero el llanto podía significar muchas cosas: hambre, sed, frío, calor, aburrimiento, dolor, malestar. Salomé vivía para adentro. Su vinculación con el mundo exterior era nula. Descifrar sus necesidades y emociones era una ardua tarea que involucraba a todo su entorno. Y era, quizás, la forma más dolorosa de incomunicación entre madre e hija.
Una tarde de 2017, Berta recibió en su teléfono un video que mostraba los efectos del cannabis en un niño epiléptico: lo calmaba, lo estabilizaba. Pensó que era un engaño, que detrás de aquella pieza había algún malintencionado -no sería la primera vez- que disfrutaba generando falsas expectativas con un tema tan sensible como ese. Pero la intriga pudo más y, googleando, encontró experiencias similares en Argentina y el mundo. Encontró, además, que el cuerpo humano tiene algo llamado sistema endocannabinoide (formado por un grupo de receptores cannabinoides endógenos, localizados en el cerebro) y hasta dio con la dirección de una clínica, en Mendoza, que estaba tratando a una niña con la misma patología que Salomé. Y con buenos resultados.
Berta no lo dudó. O, mejor dicho, lo dudó durante todo el trayecto, pero con un convencimiento secreto, profundo, que la impulsaba a seguir. Pidió los días en el trabajo, hizo las valijas y salió hacia Mendoza acompañada de Mauro, su otro hijo. En el camino, le contó los planes por primera vez y le explicó que, aunque durante años le había insistido en mantenerse alejado de las drogas, esto era diferente.
Para Salomé eran las primeras vacaciones fuera de casa.
Una vez allí, Berta fue recibida por su hermano y su cuñada; esta última la acompañó a la clínica donde los especialistas le dijeron que, dado el diagnóstico de la niña, iban a suministrarle unas gotas diarias de aceite de cannabis que contenía exclusivamente la cepa de cannabidiol o CBD. “Es para la parte neurológica”, le explicaron. El tratamiento estaba funcionando muy bien en otra paciente con la misma patología, que ahora comía mejor y se comunicaba como no lo había hecho antes.
—Yo repetía: «Pero, ¿y las convulsiones? ¿No convulsiona más?». Y me dicen que la nena no tenía crisis hace dos meses. Y además se conectaba, hablaba, miraba a las personas. Yo no podía creerlo. No podía entenderlo.
Esa misma noche de abril, Salomé recibió su primera dosis de aceite de cannabis. Su mamá, al igual que tantas otras madrugadas, no pudo pegar un ojo. Pero esta vez por un motivo diferente: su hija descansaba plácidamente, de corrido. Roncaba. Dormía como si, de su espalda, hubiera descargado el peso de una mochila de piedra minutos antes de echarse en la cama.
Berta no podía creerlo. La miró toda la noche y lloró. Lloró como no muchas veces se llora en esta vida: con una alegría rebalsada de genuina incredulidad.
—Al principio sentía miedo, culpa. Se trataba de la salud de mi hija. Pero al otro día se levantó, me miró a los ojos y me dijo “mamá”. Estaba naciendo otra vez.
Hoy, Salomé tiene 23 años, ya no toma pastillas y -creer o reventar- no tiene convulsiones desde hace cinco. Pero cerrar la historia acá sería saltarse lo más importante.
Tenemos las plantas
Estábamos, entonces, en 2017: durante cuatro meses, Berta recibió desde Mendoza el aceite de cannabis para su hija. Las preparaciones comenzaron a incorporar un fragmento de THC, principal psicoactivo del cannabis, utilizado para mejorar problemas de visión (también de rigidez muscular, calambres, espasmos y vómitos).
La ley 27.350, reglamentada en marzo de aquel año, permitía el uso medicinal de la planta, pero a través de la importación del aceite y sus derivados, lo que resultaba económicamente excluyente por sus altos costos, además de estar habilitado únicamente para la epilepsia refractaria, dejando de lado otras patologías. El autocultivo y el cultivo solidario quedaban, claro está, excluidos como práctica.
Berta, en todo caso, estaba fuera de la ley. Y tuvo que conseguir dos abogadas (Sol Cuggini y Mariana Guzmán) para solucionar su situación judicial.
—Yo les pedía a las abogadas que me saquen la causa. Pero ellas querían que nos devolvieran también los goteros. “Berta, Salomé tiene que tener su medicación, ese es su derecho”. Les dije que si estaban seguras, fuéramos por todo.
La causa cayó en un juzgado de Viedma, al cual se solicitó el sobreseimiento de Berta y la restitución de los goteros. Diez días después, fue llamada a declarar: gracias a las gestiones de la Defensoría Federal de Viedma, estaba libre de cargos y podía volver con sus aceites. Mirta Filipuzzi, jueza responsable del fallo, la felicitó por el progreso de su hija y le comentó el caso de María Eugenia Sar, una abuela rionegrina que luchaba por la aprobación del autocultivo para tratar a su nieto, Joaquín. Filipuzzi, además, la incitó a presentar un amparo en su provincia para que ella pudiera hacer lo mismo.
—“Tenés que saber qué le estás dando a tu hija”, me decía la jueza. Y para mí fue un apoyo muy importante.
Así fue que, en 2018, Berta impuso un recurso de amparo contra el Estado nacional para ser habilitada en el cultivo de cannabis con fines medicinales “sin riesgo de ser pasible de persecución penal”. Eso requirió la declaración de inconstitucionalidad de los artículos 14 y 5 de la Ley de Estupefacientes (23.737), los cuales se explayan sobre las penas por el uso de sustancias ilegales.
En febrero de 2019, el titular del Juzgado Federal de Rawson, Hugo Ricardo Sastre, dio lugar al amparo y Berta sentó un precedente histórico en Chubut: era la primera mamá que conseguía una habilitación para sembrar, cultivar y procesar sus propias plantas con fines medicinales. La resolución le permitía -le permite- tener hasta 25 ejemplares en su domicilio. Se trata, no obstante, de una habilitación cautelar hasta que el Estado esté en condiciones de “proveer aceites, cremas y material vaporizable, de cepas con balances variados de CBD y THC, en cantidad suficiente para su rotación”.
Sastre tomó su decisión luego de analizar el informe del Equipo Médico Interdisciplinario de la Circunscripción Judicial Puerto Madryn, quien evaluó a Salomé y certificó su mejora psicofísica integral, aconsejando que continúe el tratamiento. Fue igual de importante el aporte de la médica pediatra Marisa Sánchez, quien atendía a la niña desde los 10 años. Sánchez declaró que, luego del tratamiento con aceite de cannabis, Salomé “por primera vez pudo expresarse y hablar con su madre”, y tuvo “una notoria reducción en las convulsiones”, además de volverse más independiente.
—Marisa vio todo el proceso. Antes Salomé estaba en su mundo y después, cuando íbamos a consulta, la abrazaba. Un día hasta le llevó un chocolate. Registró cómo mi hija empezó a comunicar sus emociones.
Desde aquel viaje a Mendoza, nacido entre la incredulidad y la esperanza, había pasado mucha agua bajo el puente. Las cosas para Berta tomaban forma: empezó a conectarse con cultivadores solidarios de todo el país para aprender sobre variedades, genética, producción de aceites y cremas. Y aunque nunca pensó en volverse una militante de la marihuana (sic), el destino le tenía preparados algunos desafíos más.
A finales de 2019, la ciudad de Puerto Madryn creó el Consejo Consultivo de Cannabis Medicinal, Terapéutico y de Investigación, con el objetivo de avanzar en la investigación de la planta y sus derivados para crear políticas públicas que la acerquen, de manera segura, a los usuarios. El equipo se conformó por médicos, legisladores, miembros del CONICET, abogados, concejales y representantes de las organizaciones de usuarios de cannabis medicinal. Entre estos últimos, estaba Berta Thachek, responsable de la Asociación Civil Cannabis Terapéutico, que había sido creada unos meses antes.
Es que después del amparo favorable, Berta empezó a recibir visitas en su casa -a toda hora, en cualquier momento de la semana- de interesados en acceder al aceite de cannabis para paliar dolencias de todo tipo. En algunos casos, cuenta Berta, eran patologías mucho más complejas que la de Salomé. Ella no estaba autorizada a entregar el aceite a terceros, pero vio en esas caras de desesperación una necesidad que tenía que ser saldada.
Desde el Consejo Consultivo nació el texto legal para dar respuesta a esa demanda creciente. Hacia fines del 2020, se aprobó la Ordenanza Salomé, por la cual se habilitaba el autocultivo, el cultivo solidario y la producción de aceites con fines medicinales. Además, se creaba un Registro de Usuarios y Cultivadores para lograr trazabilidad en la producción local. El hecho tuvo gran trascendencia en la ciudad y fue muy festejado por otros padres que, en la clandestinidad, producían o conseguían el aceite que les garantizaba a sus hijos -e incluso a ellos mismos- una mejor vida.
No obstante el peso simbólico que tuvo este avance, en marzo de 2021 -y en el marco de las modificaciones que hizo el Gobierno nacional a la ley 27.350-, se aprobó el Registro del Programa de Cannabis (Reprocann), a partir del cual se autoriza el autocultivo individual o en red para fines médicos. Es decir: personas en sus hogares, organizaciones cannábicas o instituciones educativas pueden cultivar para tratar patologías de terceros, previa incorporación al sistema. Como el alcance del programa es nacional, la Ordenanza Salomé nunca entró en vigencia; hoy Madryn se rige con el Reprocann. De esta manera, la Asociación Civil Cannabis Terapéutico está habilitada a entregar su producción a todos aquellos que la soliciten bajo prescripción médica, ya que por lo general varían los porcentajes de CBD y TCH según la patología del usuario.
Para certificar calidad, la Asociación envía su producción al laboratorio local BioMadryn, que a su vez lo manda a analizar a Bahía Blanca. Luego se informa a los médicos con qué material se dispone, para que ellos puedan recetar adecuadamente. Más de 400 familias se abastecen actualmente con estos productos.
—Nosotras no cobramos nada, pero tiene que haber prescripción de un médico. Si un chico toma diez pastillas por día, cuando el cannabis actúa, hay pastillas que hay que empezar a sacar. Entonces el aceite no sale de acá si no hay un médico que pide un aceite específico y controla la evolución.
Como bien reza el poema de Antonio Machado, Berta hizo camino al andar. Y vaya si caminó: a fines de 2021, la Asociación cerró un acuerdo con el ministro de Seguridad de la provincia para producir cannabis a escala en el predio de la Policía Montada local. Actualmente, la organización está a la espera de los contenedores (hay problemas de disponibilidad) donde se sembrarán las plantaciones. Un hecho nada despreciable si tenemos en cuenta que, para la legislación argentina, en no pocos casos la planta sigue siendo sinónimo de delito.
En los diarios locales del día 3 de diciembre de 2020, Salomé y Berta salen abrazadas, celebrando la aprobación de la ordenanza que les iba a dar tranquilidad para producir aquello que, lisa y llanamente, les cambió la vida. Hoy Salo, como la nombra una y otra vez su madre, es una joven independiente: se levanta, desayuna, se higieniza y cambia sola. Tiene celular, usa WhatsApp y Facebook. Y, sobre todas las cosas, tiene gusto propio.
—Vamos al supermercado y elige qué comer. Se viste con la ropa que quiere. Parece algo insignificante, pero cuando se “despertó”, empezó a registrar sabores, colores, temperaturas. Y para nosotros fue muy fuerte explicarle cómo se comía y qué sabor tenía, por ejemplo, un durazno. Y después entender sus gustos. Fue conocerla de nuevo.
Por las noches, ambas duermen sin sobresaltos.
—El cannabis me devolvió a mi hija.
Dos vidas transformadas.
*Por Guido Lautaro Padin para InterNos / Imagen de portada: Revista InterNos.