Isn’t it rich?
Are we a pair?
Me here at last on the ground,
You in mid-air,
Where are the clowns?
Stephen Sondheim, Send In The Clowns
La película que más me movilizó últimamente es una que, a pesar de ser nueva, fue filmada hace cincuenta y dos años. Una mezcla de melodrama y comedia en proporciones dickensianas, que en realidad no es una ficción. Es un documental, pero construído sobre una trama sonora y unos juegos verbales tan ricos que merecería ser un musical de Stephen Sondheim.
Paul McCartney —uno de los protagonistas del documental— es fan de Sondheim, el prócer del género musical que murió días atrás: el viernes 26 de noviembre, a los 91 años. McCartney sostiene que Send In The Clowns es una de sus canciones favoritas. Una de las composiciones más interesantes de los primeros tiempos de Los Beatles, There’s A Place, fue inspirada por Somewhere, una de las letras que Sondheim escribió para Amor sin barreras. (There’s a place for us / Somewhere, dice la canción del musical: Hay un lugar para nosotros / En alguna parte.) Mientras apreciaba el documental, con su puesta de teatro de cámara, música deslumbrante y ácida esgrima verbal, pensé que Sondheim se lo había perdido por un día.
Lo primero que salta a la vista en The Beatles: Get Back —el documental de casi ocho horas divididas en tres partes, que dirigió Peter Jackson y estrenó la plataforma Disney el jueves 25— es su carácter de proeza técnica. Jackson partió de un tesoro en bruto: cerca de 60 horas de imágenes que en su mayor parte habían sido descartadas del documental que Michael Lindsay-Hogg filmó en el ’69, mientras Los Beatles ensayaban los temas que dieron a conocer en sus dos últimos discos, Let It Be y Abbey Road. (El film de Lindsay-Hogg se estrenó en mayo del ’70, cuando Los Beatles ya no existían como banda, y se llamó como el disco póstumo: Let It Be.)
Pero esas horas de metraje habían sido filmadas por dos cámaras de 16 mm, que registran sin sonido. Y por el otro lado existían 150 horas de audio registrado por múltiples grabadores Nagra. (Y hasta por un micrófono oculto, que revela una conversación esencial al drama que vertebra el film: más detalles sobre este particular, en breve.) Jackson y su editor Jabez Olssen, el héroe oculto de todo este lío, armaron la narrativa del documental a partir de esos audios. Y después se mandaron el laburo chino de empatar imágenes y sonido. Cuando prestás atención, se percibe que las palabras no siempre se corresponden con las imágenes. Pero aún así, la ilusión de verosimilitud está lograda.
La otra proeza es el tratamiento de las imágenes. Jackson, célebre por haber dirigido El señor de los anillos, ya había experimentado con material histórico en el documental They Shall Not Grow Old (2018), donde trató imágenes de la Primera Guerra Mundial de modo que, coloreadas y digitalmente procesadas, parecen filmadas ayer. Con Get Back hizo lo mismo. La imagen rescatada del celuloide original se ve como imagen digital de hoy, lo cual dispara un efecto deslumbrante: la sensación de que estamos ahí, a pasitos de Los Beatles, viendo todo lo que ocurre y lo que se dicen —y hasta lo que no deberían decirse— los miembros de la banda más descomunal de la historia de la música popular.
La narrativa de Get Back está articulada como una cuenta regresiva. Después de un lapso de desencuentros (el doble The Beatles, que conocemos como Álbum blanco, era el destilado de cuatro solistas antes que el fruto de una tarea grupal), la banda decidió exponerse a una situación parecida a la de sus comienzos, cuando no había gran presupuesto para grabar y debían someterse a un deadline. Por eso se impusieron un margen de tres semanas para crear y ensayar 14 canciones.
La idea era conjurar la clase de magia y trabajo de equipo que habían perdido cuando dejaron de hacer giras. Querían alejarse del uso experimental, casi de laboratorio, del estudio de grabación, al que tanto jugo le habían sacado en discos como Sgt. Pepper, y producir temas nuevos que pudiesen ser interpretados —y registrados— en vivo. La cuenta regresiva debía concluir con su primer show ante público en mucho tiempo, a ser filmado para un especial de TV, para el cual todavía se barajaban escenarios potenciales. La ambición de Lindsay-Hogg, que debía registrar los ensayos de la banda y el concierto final, era un disparate: llevarlos a tocar a Siria, en un anfiteatro próximo al mar, llamado Sabratha.
En consecuencia, Jackson decidió estructurar el relato («Un documental sobre otro documental», lo definió) como un diario, contando lo que sucedía jornada tras jornada. Esa naturaleza episódica conllevaba la necesidad de incluir, además de los momentos altos o gloriosos, las marchas y contramarchas, los minutos muertos, el cansancio y la frustración que también jalonaban cada día. Por eso habrá muchos que consideren que casi ocho horas de narración son excesivas. (It’s all too much, diría Harrison.) Sin embargo, hasta los momentos en apariencia erráticos o irrelevantes han sido dispuestos por Jackson y Olssen de modo que contribuye con una narrativa sutil, sí, pero no por eso menos apasionante.
Hay puntos donde el relato adquiere una tensión innegable. Por ejemplo al final del primer capítulo, cuando en pleno ensayo Harrison anuncia de sopetón que se va de la banda. O el suspenso que rodea el show que corona el tercer capítulo, aquel concierto en la terraza de las oficinas de Apple que tuvo lugar el 30 de enero del ’69 y al que la policía estuvo a punto de abortar. (Cámara y micrófonos ocultos en la recepción grabaron la irrupción de dos bobbies, los típicos canas londinenses de sombreros de copa alta, que quisieron interrumpir la cosa en nombre de las quejas por ruido y recostándose sobre la naturaleza «innecesaria» del evento. ¿Conclusión? Los policías son iguales en todas partes.) Pero más allá de estos momentos de excitación, también encontré fascinantes las cosas que Jackson cuenta aun cuando parece que no está contando nada.
Por ejemplo, el trabajo compositivo. A pesar de que no dejan de quejarse de los estudios cinematográficos de Twickenham donde arrancan a trabajar mientras se los filma (un espacio demasiado alto y amplio, y por ende helado, inhospitalario y con pésima acústica), tardan poco en reconectar con los mecanismos aceitados durante años, cuando improvisaban y escribían en buses, trenes y habitaciones de hotel. Una de esas mañanas, mientras espera a Lennon y Harrison no disimula sus bostezos, un McCartney de sweater patito se pone a boludear con el bajo y a sanatear encima, concibiendo el galope que identifica a uno de sus temas más conocidos. Es como estar en una sala de parto musical, viendo en vivo el nacimiento de una canción: aquella que poco después bautizaron Get Back.
Otra cosa que me sorprendió fue la forma en que cincelaban sus letras. Por deformación profesional, imaginaba que era lo último que hacían, escribiendo a solas. Pero el documental muestra que las armaban en paralelo con la melodía y los arreglos, tirando ráfagas de palabras y versos que anotaba Mal Evans, su asistente para casi todo servicio. (Incluyendo la interpretación musical de yunque que terminó sonando en El martillo de plata de Maxwell.) Como en el sanateo original McCartney largó get back, o sea volvé, su cabeza conectó al toque con la fobia antiinmigratoria del parlamentario Enoch Powell. Y por eso durante un trecho Get Back fue una parodia del racismo británico, llena de paquistaníes y portorriqueños, en lugar de la canción que hablaba de Jojo el fumón y de la travesti Loretta.
En otro momento, Harrison se queja de que le falta letra para la canción que terminaría siendo Something, y Lennon le da este consejo: «Decí cualquier cosa que te venga a la mente hasta que aparezca la palabra indicada». Y tira como ejemplo el verso Attracts me like a cauliflower —o sea, me atrae como un coliflor— que eventualmente Harrison reescribió para que dijese Attracts me like no other lover, me atrae como ninguna otra amante.
Para los que veneramos la música de estas bestias sagradas, la sensación de participar de un taller mediante el que comparten sus métodos de trabajo es invaluable. El placer que embarga al verlos no es nunca voyeurista, porque estamos allí no como espías, sino como invitados. Y por eso absorbemos los detalles con agradecimiento, como quien se delecta en las manías de la persona amada. El modo en que Lennon inserta el filtro del cigarrillo en la punta de la cuerda que sale de su clavijero. La forma en que completan las frases del otro, cuando discuten —en código casi ininteligible— lo que harán en tal o cual parte de una canción nueva. La frecuencia con la cual Paul se echa a silbar, una remisión inconsciente a Mary, su madre, que silbaba todo el tiempo en la cocina.
El documental ofrece un banquete interminable de bocadillos para beatlemaníacos. Por ejemplo, la forma original de canciones que se volverían clásicas. (Jealous Guy, del Lennon solista, comenzó como una efusión hippie en honor de la naturaleza a la que le decía Camino a Marruecos. Let It Be era Mother Mary, en directa alusión a Mary McCartney, la madre que Paul perdió a los 14 a causa de un cáncer.) O la ligereza con que descartaban melodías que devendrían himnos, como Gimme Some Truth de Lennon o All Things Must Pass de Harrison. O su habilidad para conjurar clásicos como Shake, Rattle & Roll y Blue Suede Shoes, mediante los cuales liberaban tensiones y volvían a ser los pendejos deslumbrados por el rock and roll. O la naturalidad con que citaban standards de la música popular, como Irving Berlin y Cole Porter. (Nunca imaginé que vería a Lennon tocando el tema de El tercer hombre que compuso Anton Karas.)
Si hubiese que agregarle un subtítulo al documental, no dudaría un segundo.
Silencio, genios trabajando.
Y sin embargo, lo más irresistible de Get Back es el drama humano. El relato arranca in medias res, así que hay que entender quién es quién y con qué carga llega, bagaje que no está anunciado ni subrayado —se trata de cuatro señores ingleses, que no levantan el volumen de la voz ni cuando te ponen a parir— pero que está allí de todos modos, registrado por las cámaras y los Nagra y contado por Jackson.
McCartney es el entertainer por antonomasia, profesional consumado: consciente de su encanto personal, de su atractivo físico («La barba te sienta bien», le dice George, regalándole un piropo) y ante todo de su rol en la banda. Desde la muerte del manager Brian Epstein, año y pico atrás, McCartney se había convertido en el hombre con quien se discuten los proyectos. Al principio lo vemos evaluar los pasos a seguir con el director Lindsay-Hogg, el productor George Martin y el productor cinematográfico de Apple, Denis O’Dell, mientras los otros tres tocan en el fondo. Cuando Dick James, que se encargaba de los derechos de las canciones, visita Twickenham, su atención se concentra en Paul, a quien quiere mantener contento. El material producido por los cameramen bajo indicaciones de Lindsay-Hogg es indicativo del estado de las cosas: Paul es el protagonista de la mayoría de los planos, el epicentro de la acción. Esas imágenes revelan que la queja de los otros tres no era infundada: lo que se ve allí, lo que las cámaras sugieren, es que Los Beatles se han convertido en la banda de McCartney y sus acompañantes.
Paul había asumido, en efecto, el rol del director musical. Lo cual por un lado era inevitable, dado que siempre tuvo cerebro de orquestador y supo cómo quería que sonasen sus canciones. Pero ese talento, que sus compañeros le reconocían, lo llevaba a presionar para que los demás tocasen lo que él quería, y como él quería. (Hay pasajes en los que le dice hasta a Ringo lo que debe tocar en la batería, golpe a golpe: se pone denso, sí.) Y el documental aborda a los tres restantes en el momento en que ya no tienen más ganas de complacer a Paul, al precio de terminar interpretando un arreglo que no los convence.
Ringo se la banca porque es pura sensatez: la forma en la cual el flaco de la clase laburadora de Liverpool derrumba cada delirio del concheto de Lindsay-Hogg, y sin que se agite un pelo del bigote, es antológica. (Se me hace que Ringo imaginaba que si este paparulo los llevaba a Siria iba a terminar secuestrado, como en la ficción de Help!, la película de Richard Lester.)
Pero Lennon y Harrison llegaron a Twickenham con otro tipo de protecciones contra el huracán McCartney, con salidas de escape ya preparadas. Lennon no se despega de Yoko, y viceversa. Ella es omnipresente. La única que se sienta junto a ellos mientras tocan, la que participa de las negociaciones más delicadas y opina como si fuese el quinto Beatle. (Esto ocurre fuera de cámara, pero queda claro que Yoko formó parte activa de un cónclave durante el cual trataron de convencer a George de que no se fuese.) Y Harrison ya ha abierto la puerta de su alma a una dimensión de la existencia extra-Beatle. Cuando el documental comienza, hay un Hare-Krishna en el estudio por invitación de George, aunque él todavía no ha llegado. Y al otro día de su renuncia, llega a Twickenham un ramo de flores que le han enviado los Hare-Krishna, lo cual tienta a Lindsay-Hogg y a Ringo hasta las carcajadas a causa de su timing inapropiado. Harrison ya no estaba interesado tan sólo en ser un Beatle: lo que perseguía, ante todo, era una forma más elevada de ser en el mundo.
El caldo levanta temperatura de a poco. Cuando George se atreve a cuestionar el arreglo que Paul propone para Don’t Let Me Down, McCartney se mosquea. I give up, dice: Me rindo. A continuación le insiste a Lennon de mala manera, a lo maestro de Siruela, para que se aprenda las palabras de Two of Us. Y enseguida demuestra que no es cierto que se ha rendido, porque se la sigue a George:
«Sólo estoy tratando de ayudar», le dice. «Pero siempre parece que te estoy molestando, cuando sólo trato de…».
«No, no me molestás», replica George.
McCartney empuja con su argumentación pero Harrison lo frena en seco, para que no queden dudas: «Ya no me molestás más».
La escena de la renuncia está planteada de modo magistral. Si estás distraído, te la perdés. Todo parece normal, la banda ensaya como lo venía haciendo. Pero, aunque sutiles, los signos que apuntan a la detonación están allí. Lennon, que la mayor parte del tiempo toca y canta sentado, se ha puesto de pie e intercambia ideas con McCartney frente a frente, a un palmo de distancia. Harrison deja de tocar para procurarse un cigarrillo, pero nadie parece advertirlo. Los primeros planos de George que Jackson y su editor intercalan, cortando la interacción entre Lennon y McCartney, revelan la tensión que lo habita.
A continuación, McCartney le dice a Lennon que pare de boludear, porque lo perturba mientras está discutiendo un arreglo. Lennon le responde con ironía, fingiéndose el mejor alumno: «Pero sí, cómo no, Paul».
Y entonces George dice, como quien informa que llueve: «Creo que me voy a ir de la banda, ahora».
Ahora, cuándo, le pregunta Lennon, que todavía no entendió. Y Harrison replica: «Ahora».
Ni Sondheim lo hubiese escrito mejor.
La sensación del final inminente pesa sobre la narrativa desde el primer minuto, aunque nadie la nombre. En buena medida, es lo que explica por qué decidieron hacer lo que están haciendo, casi contra natura: revertir el curso del reloj, jugárselo todo al restablecimiento de una conexión que llevaba demasiado tiempo sin transmitir. Para colmo han llegado al estudio casi sin temas nuevos, a diferencia de lo que siempre hacían, lo cual huele a autoboicot. La inseguridad que sienten es tan grande, que se ponen a rebuscar en el arcón de lo que compusieron de adolescentes, a ver si pueden rescatar algo útil. (Lo único que se salva es One After 909, un perfecto rock and roll que Lennon escribió a los 15.) Entonces tiene lugar el siguiente diálogo:
Paul: Parecemos jubilados, recordando viejas épocas… Me gustaría ver un poco de entusiasmo.
George: Desde que Mr. Epstein murió, nunca volvió a ser lo mismo.
Paul: Nos falta disciplina.
George: Quizás deberíamos divorciarnos.
Paul: Yo dije eso mismo durante la última reunión.
John: ¿Y quién se queda con los chicos?
A pesar de que todos son conscientes de la espada de Damocles del fin que parece irreversible, cuando George se las toma, la primera reacción es de incredulidad. Piensan que simplemente se ha ido a almorzar a otro lado y que volverá. Pero con el correr de las horas, la realidad empieza a calar. Lennon sugiere que hagan de cuenta que no pasó nada. Después se ponen a zapar como desaforados, mientras Yoko, que se ha sentado delante de un micrófono, grita como si se la estuviese devorando un oso. Otra de las propuestas de Lennon es de una frialdad escalofriante: «Si (George) no vuelve para el martes», dice, «conseguimos a Clapton».
Al rato, algunos —Ringo y su compañera Maureen, Paul, George Martin— se encuentran sentados en círculo, en pleno estudio. Lindsay-Hogg insiste en que hay que decidir una locación para que toquen en vivo.
«La locación no es el problema en este momento», dice George Martin, otro paradigma de la sensatez.
«No», replica Paul. «El problema, ahora, es respirar».
El día, como mínimo, está perdido. Ringo se acerca a Paul para despedirse. Lennon se acerca a los primeros dos, los toma de los brazos y pega su cabeza a la de ellos. (Yoko está ahí nomás, y se suma al abrazo sin que nadie la convoque. No hay cómo negarlo, ella también se pone densa). De allí surge la decisión de ir a buscar a George para convencerlo de volver. Reunión que fracasa, dando lugar a la escena más inesperada, ¡digna de Hitchcock!, cuyo protagonista es… un florero.
A sabiendas de que, cuando Lennon llegase al otro día, Paul pretendía llevarlo a la cafetería de Twickenham a conversar a solas, Lindsay-Hogg metió un micrófono dentro de un florero del lugar. El nuevo documental incluye fragmentos de esa charla, reconstruídos por la tecnología como un mapa viejo, que más allá de la sucia jugarreta del director son reveladores de la actitud con que Lennon & McCartney enfrentaron al dilema.
«Es una herida infectada», dice Lennon, refiriéndose a la situación de Harrison. Quien siempre había sido, como McCartney lo confesó en otra oportunidad, «el bebé», en tanto menor de edad de la banda. De algún modo, nunca había sido tratado de otra forma. A esa altura del documental ya hemos visto a George enfrentarse a Paul, oscilando entre la rebeldía y la resignación. («Voy a tocar lo que quieras, o no voy a tocar si no querés. Lo que te complazca, lo hago», le ha dicho.) También hemos visto a Lennon ningunear una canción nueva que Harrison acababa de presentar, a pesar de que su mensaje no podía ser más trasparente: I Me Mine —que podríamos traducir como Yo, mi, mío— expresa exactamente lo que siente:
Todo el día
Yo, mi, mío
Y toda la noche
Yo, mi, mío.
Ahora están asustados ante la idea de dejarlo
Todo el mundo urde a lo loco
E insiste e insiste al respecto.
Todo lo que puedo oír es
Yo, mi, mío.
Lennon admite que tanto él como McCartney la han cagado en esa instancia. «Esta vez se lo hicimos los dos a George», dice, y le recuerda que hasta no hace tanto «no podíamos decir nada respecto de tus arreglos». Paul se justifica, y no de buena manera: «Vos siempre fuiste el jefe. Ahora yo vengo a ser una suerte de segundo jefe (secondary boss)», lo cual suena casi a reclamo de que le correspondía el turno. Pero John explica por qué le ha cedido el trono: «Mi objetivo fue siempre el mismo: autopreservarme (self preservation). Por eso te dejé hacer lo que querías y George también».
McCartney cierra esa conversación con una frase que, a la vista de lo que terminó ocurriendo (el asesinato de Lennon, el ataque de otro demente que apuñaló a Harrison en su casa —un hecho que tendemos a olvidar— y la eventual muerte de George a los 58, hace 20 años, también de cáncer), suena como un puñal.
«Probablemente —dice Paul— estemos de acuerdo cuando seamos viejos y entonces cantaremos todos juntos».
Tenía razón, qué duda cabe. Pero no pudo ser.
Esa conversación robada y recauchutada recoge, sin embargo, dos ingredientes que iluminan el estado del alma de sus protagonistas.
En el caso de McCartney, su tendencia a pensar con perspectiva, a considerar la cuestión de la posteridad. Además de su hipótesis sobre un futuro en el cual Los Beatles viejos, ya reconciliados, volverían a cantar armonías, hay una conversación al comienzo del segundo capítulo donde Paul insiste en ese tipo de mirada a largo plazo. Por un lado revela allí que comprende perfectamente lo que está en juego. «Esos dos —dice, por John y Yoko— quieren estar juntos. Y si se trata de Yoko o los Beatles, será Yoko… Sería estúpido de mi parte sugerir que no pueden estar juntos… No puedo decirle que no es sensato que la traiga a nuestras reuniones. Es su decisión». Después de tantos años en los cuales las decisiones grossas de verdad se tomaban entre el jefe principal y el jefe secundario, el primary boss ha introducido un elemento terciario que considera innegociable.
Y a Paul eso le revienta. En ciertas escenas deja en claro, aunque con elegancia british, cuánto lo perturba que ella esté metida donde nadie más, ¡ni siquiera George!, ha logrado meterse. Pero entiende que para conservar a John, el precio a pagar es Yoko. Por eso negocia con la realidad, trata de ver el vaso medio lleno, habla bien de Yoko. Paul es consciente de su tendencia innata a complacer: dice que se ha tentado de componer canciones sobre paredes en blanco, desde que imaginaba que a John y a Yoko —la musa del arte de vanguardia— les gustaría algo así. (En ese contexto, la versión original de Get Back, con su ataque a aquellos que rechazaban a los inmigrantes, ¿habrá tenido que ver también con el deseo de complacer a John y su enamorada japonesa?) Pero para convencerse a sí mismo de la conveniencia de ceder un tranco, McCartney apela nuevamente a la noción de posteridad: «Dentro de 50 años —dice, errándole apenas por dos—, sería ridículo que se diga que nos separamos porque Yoko se sentó sobre un amplificador».
En el caso de Lennon, su conciencia respecto de aquello que lo mantenía a flote resulta estremecedora. Su único objetivo por entonces (me goal, dice, en inglés vernáculo) era la supervivencia, la autopreservación. Que en aquel momento intentaba a tres bandas: evitando confrontar con Paul, abrazándose a Yoko como a un salvavidas y consumiendo heroína. Nos consta, porque conocemos la historia entera, que al final se quedó sólo con uno de esos elementos y a través de Yoko alcanzó la plenitud que venía eludiéndolo. Pero tampoco olvidamos el componente trágico, el hecho de que justo cuando se consideraba salvado lo asesinase un hijo de puta que encima quiso echarle la culpa a la influencia de una novela — casi se carga a Lennon y a J. D. Salinger de un solo tiro, ese cretino innombrable.
En ese punto del relato uno siente que el documental viene de bajón: la acrimonia, la inminencia del desencuentro y la violencia que, fuera de cuadro, despojó a los cuatro músicos —y a todos nosotros— de un final feliz. Pero entonces cambia todo. Una segunda reunión persuade a George de volver. La banda raja de Twickenham y se instala en los sótanos del edificio de Apple, sobre Savile Row, en pleno centro de Londres. Y en ese sucucho infecto (porque es un cajón de cemento, y gracias) Los Beatles reconectan al fin. «Este lugar es como estar en casa», se exalta Lennon.
Allí los visita como caído del cielo el morocho Billy Preston, tecladista a quien conocían de Hamburgo, cuando él tocaba con Little Richard. Ese lazo humano con lo que ellos llaman «the old days» (aunque entre Hamburgo y Savile Row no han pasado ni diez años), lo anuda todo de la mejor manera. El Fender Rhodes que toca Preston produce la amalgama sonora que le faltaba a la banda. Y de repente todo cierra, cobra sentido. Hasta George Martin, que es la discreción encarnada, mete las narices para expresar su alivio: «Están trabajando tan bien, ahora… Se están mirando los unos a los otros, se están viendo los unos a los otros». McCartney reflexiona sobre el subtexto que ha ido apareciendo solito en las letras: «Get back (o sea, volvé), we’re going back home (estamos volviendo a casa, que es lo que cantan Paul y John a dúo en Two of Us)… ¡Hay una historia!»
Por supuesto, el pelotudo de Lindsay-Hogg no la ve. «Todavía no hay una historia», se queja, aunque la tiene montada en la nariz, mientras presiona para que toquen en vivo en algún lugar. Por suerte apareció Jackson décadas más tarde, que sí la vio.
A poco de arrancado el segundo capítulo, y desde allí hasta el final, el documental Get Back es lo más parecido a un Cielo Beatle que veremos jamás.
No es que todo se pone rosa. Las rispideces de fondo siguen estando, porque los problemas de fondo no han desaparecido. Paul continúa presionando a su estilo. Le pregunta a John si escribió algo más, Lennon dice que no, Paul dice que eso detonará una crisis y John replica: «Cuando me encuentro contra una pared, verás que doy lo mejor de mí». Como respuesta a otra embestida de Paul, John le dice, en un tono jocoso que no disimula la seriedad del mensaje: «Algún día esa lengua tuya te va a matar». En otro momento Lennon desliza que anoche se drogó. McCartney mira la cámara, nervioso, y pregunta si hay necesidad de decir eso públicamente. Pero John sigue boludeando, hasta que Paul no puede resistir más y se echa a reír, particularmente cuando Lennon desarrolla una teoría sobre la relación entre los pantalones demasiado cortos de los boy-scouts y su compulsión a hacerse la paja, «que no te ciega, pero te deja muy miope».
Lo que sí ocurre es que, por primera vez, todos parecen decididos a tirar para el mismo lado. Y aparece el disfrute, en cantidades industriales. Brotan las canciones nuevas, más de las que pueden procesar en esos días. (Ese excedente redundará en lo que después llamaron Abbey Road, su último disco cronológico aunque Let It Be terminó saliendo después.) Cunde el buen humor, demostrando lo impagables que eran como comediantes. En una escena, Lennon abruma al visitante Peter Sellers con sus improvisaciones, y el actor decide retirarse pero equivoca la salida, al mejor estilo De la Rúa. La llegada de Heather, hija de Linda Eastman (quien será siempre en mi alma «la señora que preparó y me sirvió té cuando entrevisté a Paul en Tokio»), convierte el estudio de Abbey Road en un jardín de infantes. (Su conversación con Lennon, que insiste en que los gatitos recién nacidos son comestibles, es desopilante).
McCartney exagera su voz de crooner y genera parodias de sus temas más serios, bajándose los humos a sí mismo. Así como en otro momento John y Yoko bailaron el vals en Twickenham, ahora John & Paul bailan rock and roll en el atestado sótano de Apple. Lennon improvisa versiones absurdas de los temas nuevos: «Dulce Loreta Pedo, pensó que era una empleada de limpieza, pero ella era tan sólo un sartén» (Sweet Loretta Fart, she thought she was a cleaner / but she was a frying pan), canta, deformando Get Back. Y a consecuencia de un pedido de Lindsay-Hogg, que lo conchabó para que hiciese de maestro de ceremonias en el especial de TV llamado Rolling Stones Rock and Roll Circus, a cada rato dice a cámara cosas como: «Y ahora les presento a… ¡The Bootles!» Definitivamente era el Groucho Marx de ese combo de hermanos del alma.
Y así el relato fluye, porque los protagonistas son gente real pero se comportan con la precisión de los buenos personajes de ficción. A los que hay que sumar a los miembros de su entourage, que también actúan como personajes redonditos. Mal Evans, grandote y bueno como un Obelix con corte de pelo a lo paje. Glyn Johns, el ingeniero de sonido que siempre va vestido al último grito de la moda psicodélica. George Martin, alto, buen mozo y estoico a lo Gary Cooper. Linda, la chica posh que es pura propiedad y por eso resiente que Yoko se meta en las discusiones que sólo deberían involucrar a los cuatro Beatles. (De todos modos se las ve conversando animadamente, mientras Paul toca Let It Be.) Y por supuesto Yoko, cuya inseguridad hace que abuse de su rol de lapa.
En un momento se pone a tocar el piano y a cantar tan sólo: «¡John, John, John!», hasta que el reclamo se vuelve insoportable y Lennon le responde: «Lo que vos digas, cariño». En otra escena, John y Paul están en el control, concentrados en la escucha de una toma de Get Back. Yoko le ofrece un chicle a John, pero como él no se da cuenta, termina imponiéndoselo: se lo mete en la mano, cortándole el mambo del que estaba disfrutando. Son detalles, nomás, a los que recurre Peter Jackson para establecer la complejidad de la dinámica humana que estaba en juego.
Si algo hace Get Back —el documental— es retomar la oscuridad que estaba en el documental del ’70 pero sumándole lo que Lindsay-Hogg se había perdido: el costado luminoso, el gozo que sentían —y transmitían— estos cuatro cuando se reencontraban y producían música sublime. Como le dijo Ringo a David Remnick, el editor del New Yorker, días atrás: «Nos cagábamos de risa, y además estábamos enojados». Es lo mismo que ocurre durante la canción I’ve Got A Feeling, donde Paul y John cantan dos partes distintas entre sí, para finalmente cantar ambas partes al mismo tiempo y demostrar que encajan a la perfección la una en la otra: parecen dos canciones, pero es la misma.
El tramo final del relato se concentra en el show que dieron en la terraza de Apple el día que yo cumplí 7 años. (En lo que a mí respecta, todo lo que concierne a Los Beatles es personal.) Jackson muestra por primera vez en su totalidad los cuarenta y pico de minutos que duró esa experiencia, alternando entre lo que sonaba allá arriba, lo que ocurría en la calle y la irrupción policial en el edificio de Apple. (La cantidad de veces que el cana repite «recibimos 30 quejas por el ruido en el lapso de minutos» termina enterneciendo, porque el personal de Apple juega al boludo con arte y dilata la cosa todo lo que puede).
Lo que pasa a ras del suelo es divertido —particularmente la vieja pelirroja que está indignada porque la despertaron— pero lo que tiene lugar arriba genera suspenso. Primero, por las dificultades que entrañaba tocar al aire libre en enero, o sea en pleno invierno: Lennon se queja de forma reiterada de que tiene las manos congeladas, por eso su digitación en Get Back es defectuosa y deben interpretarla por segunda vez. Pero también por la intervención policial, que inevitablemente llega a la terraza y fuerza a Mal Evans a apagar el retorno de John y George. En el fondo, era lo que Los Beatles buscaban provocar. Al principio del documental hemos oído que Paul sugirió tocar en un lugar prohibido, hasta que los sacasen de allí y ese final se convirtiese en parte del show. Una vez que la cosa se volvió realidad, cada uno reaccionó a su manera. George de modo desafiante, al encender su amplificador otra vez en la jeta de los canas. Paul, improvisando parte de la letra de Get Back de modo de incluir lo que podía ser un inminente arresto. Y John, cerrando la experiencia al mejor estilo Groucho: «Me gustaría decir gracias, en nombre de la banda y de todos. Espero que la audición que dimos haya sido aprobada».
Pero ese corolario a pura adrenalina no impide que Jackson incluya además, como buen narrador que es, los signos de la debacle que ocurriría después, ya fuera de cuadro. Durante uno de los ensayos, George plantea su deseo de editar un álbum solista y dice que sería bueno que todos lo hiciesen, para descomprimir y a la vez preservar la entidad Beatles. John y Yoko le expresan su aprobación, pero es ostensible que George eligió socializar su plan en ausencia de Paul. En otra escena, Lennon le cuenta al resto de su encuentro con Allen Klein, el manager de los Stones que también quería ser manager de Los Beatles. Habla maravillas del tipo, pero otra vez: en ausencia de Paul.
Aquella solución mágica a la que apostaron la sobrevida de la banda terminó disgregándola. «Necesitamos una figura parental (a daddy figure), que nos diga: Son las nueve, dejen a sus chicas en casa, muchachos«, razonaba Paul durante una de sus discusiones. No porque quisiera abdicar su rol de secondary boss, que le encantaba pero lo volvía odioso ante los otros mientras que él quería mandar y además ser querido, valorado por ello. (Cosa que los otros tres hacían, aunque no lo confesaran. Ringo le dijo a Remnick que de no haber sido por McCartney, quien siempre insistía para que se juntasen a grabar, «probablemente no hubiésemos hecho más de tres álbums, porque todos estábamos abusando de las drogas y no queríamos más que relax»). Para aceptar ese compromiso, Paul deseaba por lo menos elegir al nuevo daddy de la banda. Pero le salió mal. Propuso que los nuevos managers fuesen Lee y John Eastman, padre y hermano de Linda. Error de cálculo, porque aceptar como daddies a su suegro y a su cuñado —Paul y Linda se casaron un mes y pico después, en marzo del 69— hubiese significado precisamente lo que los otros tres querían evitar: convertirse en subsidiaria de una empresa todopoderosa a la que podríamos llamar McCartney Enterprises. Razón por la cual eligieron a Allen Klein, dejando a Paul en irremontable minoría.
Y chau Beatles.
En un pasaje del documental, Lennon canta un verso fundamental de la que terminaría por ser una de sus más bellas canciones, A través del universo. Aquel que dice: Nada cambiará mi mundo. Que en el contexto del tema no remite a un deseo conservador, anti-evolución, sino al deseo de que nada lo aparte de las opciones fundamentales que ha tomado en su alma. Pero a continuación, Lennon comenta: I wish it fucking would. Es decir, algo así como: Pero, puta madre, cómo me gustaría que cambiase.
Como decía W. W. Jacobs en el cuento La pata de mono: tené cuidado con lo que deseas. Porque podrías obtenerlo.
¿Por qué me importa tanto esto que vi, y re-vi, y recontra vi durante esta semana? ¿Por qué me metí hasta el cuello en este comentario, casi tan largo como el documental? Tengo claro que no es consecuencia tan sólo de mis preferencias en el terreno musical. Los Beatles me siguen pareciendo geniales como autores e intérpretes, pero su influencia permeó mi mundo, y el mundo de millones, mucho más allá de los dominios del sentido del oído. A esa altura del siglo XX, fueron el vehículo más vistoso —el mascarón de proa, cuanto menos— de un cambio cultural y social y político que lo revolucionó todo. Algo parecido a lo que había representado la tapa de Sgt. Pepper: detrás de Los Beatles se agrupaba una montaña de influencias —de Tom Mix a Fellini, de Karl Marx a Gandhi, de Carl Jung a William Burroughs— que ellos sintetizaron de manera nueva, inesperada, ayudando a que el mundo entero saltase a otra pantalla, infinitamente más abierta y tolerante. Después de Los Beatles la música no volvió a ser igual — pero tampoco el cine, ni el arte, ni la literatura, ni la política sobre la que opinaron con total franqueza, a veces hasta el punto de ser perseguidos. Amar lo que Los Beatles representaban tornaba difícil ser conservador, o racista, o violento.
Pero en el fondo, creo que lo definitorio va más allá de esta defensa académica para ingresar en territorio emocional. Amé la experiencia de ver y rever Get Back, sí; disfruté como lo habría hecho en caso de descubrir una ponchada de films Super 8 y videos caseros protagonizados por los miembros más queridos de mi familia, o los amigos entrañables que se llevó el tiempo, retratados cuando eran jóvenes, gloriosos y se llevaban el mundo puesto. (Ya sé que no estamos ligados a Los Beatles por sangre ni por experiencia face to face. [La media hora que pasé con Paul en Japón no altera esta cuenta.] Pero a la vez, el tiempo que al menos yo viví en la compañía virtual de estos muñecos fue tanto o más, y a la vez más trascendente, que el invertido en relacionarme con la mayoría de la familia de la cual provengo. El viernes vinieron mis hijas a casa, y ellas sacaron el tema del documental y se charló largo sobre si tal había estado bien o mal o si cual había revelado una arista que antes estaba oculta y entonces entendí todo. Sólo conversamos así —tomando partido, poniéndonos intensos, sobreinterpretando— cuando hablamos sobre la propia familia. De la cual Los Beatles forman parte extendida, para millones y millones de nosotros.
Por eso fuimos tantos los que durante la última semana nos pegamos a la pantalla, fascinados. Porque ver Get Back era como haber descubierto un tesoro; un material insospechado, con el cual no contábamos, a través del cual reconectamos con gente a la que le debemos algunos de nuestros mejores recuerdos e iluminaciones y por eso es responsable, en parte no venal, de quiénes somos y por qué somos así. De paso, el documental ayudó a que entendiésemos con alivio que Los Beatles eran mucho más que la macchieta que dominaba nuestra memoria y también más que la amargura y el resentimiento con que identificábamos sus últimos tiempos.
The Beatles: Get Back prueba que John, Paul, George & Ringo eran cuatro tipos que, a pesar de los contratiempos, los malentendidos y las presiones enormes, luchaban a brazo partido para no perder la gracia ni su humanidad. Por eso Lindsay-Hogg no la entendió nunca. Porque él pretendía ponerlos en un escenario majestuoso, en sintonía con la importancia que el mundo confería a la banda. Pero todo lo que ellos querían era asegurarse de que podrían juntarse en un sótano y tocar como al principio —mientras bebían litros de té, vino blanco y cerveza, fumaban como murciélagos y se cagaban de risa—, para contar con un lindo recuerdo que asociar al final; algo que sobreviviese a la tristeza del divorcio.
En el New Yorker, Remnick cita lo que habló con Sean Lennon, el hijo de John y Yoko. “El tiempo —le dijo— hizo que todos aflojásemos un poco y nos apreciásemos más. Paul es un héroe para mí, en el mismo estante que mi padre. Mi madre también ama a Paul, realmente lo valora. Hubo tensión entre ellos en el pasado, y nadie lo niega. Pero esa tensión está vinculada a una historia real, protagonizada por gente real».
Después del asesinato de Lennon, Yoko le dio a los tres sobrevivientes algunos bocetos, que John había grabado en su casa. De esas ideas surgieron Free As A Bird y Real Love, que Los Beatles completaron. Pero quedaba una maqueta más, llamada Now And Then: Ahora y entonces. Harrison dijo en aquel tiempo que era «una puta mierda», pero McCartney tiene toda la intención de terminarla — o la ha terminado ya y la tiene guardada, a sabiendas de que está por cumplir 80 y no dejará pasar la oportunidad de determinar cuál será su epitafio musical. Yo juraría que no se despedirá con una canción individual, sino con algo que pueda ser considerado la última canción de Los Beatles.
Si se me permite el sacrilegio de apartarme de estos muñecos, musicalmente al menos, para cerrar esto, volveré a esa canción de Sondheim que Paul reconoce como una de sus favoritas. Send In The Clowns significa Que vengan los payasos, y es una joyita que tiene ese carácter tristealegre que tanto me gusta, porque se las arregla para sintetizar en minutos la felicidad y los porrazos que suelen alternarse durante la vida. La letra dice algo así:
¿No es genial?
¿No somos una cosa de locos, nosotros dos?
Yo acá, finalmente en tierra firme
Y ahora vos estás volando a media altura.
¿Dónde están los payasos?
…………………….
Justo cuando dejé de abrir puertas
Entendiendo, al fin, que la única que me importaba era la tuya
Volviendo a hacer mi entrada, con mi estilo habitual
Seguro de recordar todas mis líneas
No había nadie allí.
¿No te gusta la farsa?
Mi error, me temo
Pensé que querrías lo que yo quería
Lo lamento, my dear
¿Pero dónde están los payasos?
No te preocupes, ya están acá.
La canción es del 73, o sea poco después de la separación de Los Beatles, e imagino que por aquel entonces McCartney sintió que hablaba de situaciones que le eran familiares. Porque se refiere a los desencuentros con la gente más querida, a esta vida a la que le divierten tanto los destiempos — como el ramo de flores que llega para George, cuando George ya no está. Y el final de Los Beatles fue un poco eso: el desencuentro entre el tipo para quien la banda todavía era el proyecto central de su vida y el hermano del alma que había encontrado otro amor. Pero la canción se lo toma con humor, lo cual equivale a decir con sabiduría, consciente de que cuando esas cosas ocurren no hacen falta más payasos porque para eso estamos nosotros, lo que metemos la gamba cada tantos pasos y por eso terminamos empapados por una flor de utilería o con la trucha llena de crema. Pero precisamente porque contempla esos desencuentros con filosofía, la canción ayuda a que valoremos más los reencuentros, por fugaces que sean.
Yo, al menos, viví Get Back de ese modo: como un reencuentro que fue pura felicidad, ahora que —a esta altura tan tardía de mi carrera, diría Sondheim— estoy en condiciones de valorarlo como se merece.
Vinieron, volvieron, los payasos. Y desde entonces no paro de reír, hasta las lágrimas.
*Por Marcelo Figueras para Cohete a la Luna.