Por María Pía López para PLAZA
Chile tembló por la rebelión en octubre de 2019 y esa ruptura arrastraba capas de peleas anteriores: las luchas por la gratuidad de la educación, la organización mapuche y las tomas feministas de universidades el año anterior. Una juventud rebelde se había templado en las calles y, con el salto de los molinetes del metro, dio origen a una formidable desestabilización de la gobernabilidad neoliberal más consolidada de la región. Hubo triunfo de esa movilización en el llamado a una asamblea constituyente para que Chile se dé una carta magna diferente a la escrita bajo la dictadura de Pinochet. Preside la Asamblea una lingüista mapuche, Elisa Loncón. En la primera vuelta electoral, quedaron posicionados para el ballotage un militante de izquierdas, que viene de las luchas estudiantiles; y un dirigente de derechas, declaradamente fascista, que cultiva el llamado a un disciplinamiento excluyente.
Apretujón de acontecimientos solo para señalar algo obvio: las sociedades democráticas no suponen unanimidad, sino pacto entre muy heterogéneas posiciones y estas posiciones no son meras diferencias de opinión, sino que expresan antagonismos profundos. Y advertir algo que lo es un poco menos: en América Latina crece una ofensiva reaccionaria que construye como enemigo al movimiento feminista, al indigenismo y al antirracismo. Una derecha que no tiene pudor en declarar su combate en favor de las jerarquías tradicionales y solicita volver a estabilizar un orden en el que la desigualdad sea legitimada. Una derecha que afirma que la ampliación de derechos debe ser revertida y sostiene una visión de la sociedad monolítica, uniforme, disciplinada. Los feminismos populares son lo otro, el enemigo dilecto, porque construyeron una apuesta igualitarista capaz de conmover vida pública y existencias subjetivas, de producir una afectación en cuerpos y almas, y vincular la lengua del derecho -la solicitud de leyes- con la lógica del deseo.
Derechas por doquier: triunfantes en el caso de Brasil, peleando el ballotage en Chile, en Argentina mostrando un preocupante crecimiento. Federico Galende analiza el voto a Katz, el declarado fascista, como la expresión de una poderosa corriente social: “Los otros son una molestia de la que se puede prescindir, que no necesitan a nadie y que para qué se van a enredar en dramas colectivos cuando pueden liberarse de estos y ser totalmente libres. Esta libertad se podría quizá traducir así: no te metas con mi goce, no hurgues en mis inmundicias, no sos nadie para imponerme nada”.
Si no hay drama colectivo, si no hay responsabilidad común por la persistencia de la vida de todxs, entonces lo que aparece es la otredad como mera amenaza o violencia, que debe ser aniquilada. El posicionamiento triunfal de esos candidatos muestra que es posible convertir la hostilidad social en alternativa política, pero si las izquierdas trataron históricamente de construir el resentimiento por la explotación y la desigualdad en combustible para la transformación social, las derechas toman ese afecto para afirmar el orden desigual. El daño vivido -por la pandemia, por la pobreza, por la amenaza a los bienes y a la vida- se individualiza: alguien debe pagar por ellos, la elite política -aún votando a quienes son los más elitistas-, los que enuncian discursos de igualdad -sin poder materializarlos, con lo cual son señalados como meros agentes discursivos, agitadoras de superficies, acopiadoras de actos superestructurales- o el más pobretón de los responsables, el que te roba el celular o la migrante que cobra un subsidio, o la trava que mercadea en la clandestinidad.
El derecho de los leones
Una subjetividad linchadora surge de esos fondos de negación de lo heterogéneo y de la conversión de lo diferente en amenaza. Esa subjetividad es organizada como programa electoral, pero también es alimentada por una serie de discursos públicos que habilitan su paso a la acción. Diego Sztulwark usó la idea de desinhibición para pensar estas derechas: reclaman la libertad de demostrar su hostilidad respecto de toda diferencia y especialmente aquellas que se construyen desde la subalternidad. Desde esa perspectiva, los grupos subalternos construirían una serie de coerciones para evitar ser menospreciados, humillados, violentados. Leopoldo Lugones, lector reaccionario de Nietzsche, cosechaba en la obra del alemán la idea de que la sociedad de ovejas pretendía limitar a los leones en su innegable derecho a comerlas y que, por lo tanto, enaltecía la debilidad por sobre la fuerza. Las derechas actuales heredan eso y quieren convertirse en apólogos de los fuertes y reponer las lógicas de mando tradicional que estarían amenazadas.
Es un programa político, pero también un umbral para desatar conductas sociales. Para seguir siendo machos, hay que confrontar contra lxs que postulan otros modos de vida y no trepidar en ejercer su borramiento. En breves días, un muchachón golpeó y dejó en mal estado a un playero de un estacionamiento por un rayón en el auto; un par de patoteros investidos por las fuerzas vivas y tradicionalistas de Río Negro atacaron un lof mapuche y asesinaron a Elías Garay; la policía metropolitana atacó a un grupito de jóvenes que salían de entrenar y mataron a uno de ellos. Se podrían hacer dos observaciones sobre esta lista: una, que la serie incluye hechos muy diferentes, en particular respecto de los sujetos que atacan; la otra, que estos hechos parecen ser solo la punta del iceberg de un estado de violencia social. Porque el asesinato de Lucas se hace visible por la distinción realizada entre buenas y malas víctimas, que deja al joven futbolista de este lado y bajo la oscuridad del pago de un crimen contra la sociedad a muchas víctimas del gatillo fácil, pero al hacerlo permite atisbar, una vez más, la lógica mafiosa de recaudación y control barrial de la policía. Como el crimen contra Elías se pone en la serie de los ataques de las fuerzas de seguridad contra Rafael Nahuel y Santiago en los años anteriores. Y el del joven actuando su ira de clase contra un laburante se nos superpone a los enfáticamente clasistas rugbiers que declinaron en patota asesina.
Cada hecho, entonces, nos remite a su propia serie y, en su conjunto, muestran un pliegue en el cual la violencia institucional y la violencia social se refuerzan, porque el vecindario que grita muerte al chorro o basta de indios le frota la mano al agresor o le soba el lomo para incentivarlo, tenga o no uniforme. Que es más grave cuando, además, porta la legitimidad de pertenecer a la fuerza de seguridad es claro, porque violenta la obligación de garantizar la ley.
¿Qué hay de nuevo? Poco, porque la patota de clase fue del titeo -como analizaba David Viñas- al pogrom y la persecución contra laburantes judíos en la Semana trágica, y no pocas veces agitó el racismo como fundamento de su acción. Clasismo racista que si, por un lado, se horrorizaba con el poder político de los cabecitas negras, por otro lado, creía que las sirvientas eran botín sexual para los señoritos. Cada momento de expansión de derechos y de reconstrucción del sujeto político plebeyo es respondido con el intento violento de reponer el orden atacado: que indios y mujeres y pobres sean puestos en el lugar que les corresponde. Frente a eso, dos operaciones son necesarias: la discusión crítica de los enunciados que fundan ese orden -y que condenan a ciertas existencias como desechables- y la construcción de alianzas entre grupos subalternos.
*Por María Pía López para PLAZA. Ilustración: Juan Pablo Dellacha.