Adios y gracias al médico, periodista y militante histórico Abel Bohoslavsky
Este domingo se conoció la muerte del gran luchador Abel Bohoslavsky a manos del coronavirus. Honramos su memoria publicando una entrevista realizada por este medio hace algunos años atrás. «La humanidad no puede permanecer en la explotación y la humillación indefinidamente. Pero ese cambio no puede ser cronológico ni sobrevendrá por mera evolución. De ahí la necesidad de la militancia», sostenía.
Por Lucía Maina para La tinta
El médico infectólogo Abel Bohoslavsky perdió la vida este domingo, en Buenos Aires, tras contraer coronavirus estando al pie del cañón en la atención de enfermos. Según llegó a difundir antes de su muerte, Bohoslavsky presentó rápidamente un cuadro de neumonía y a pesar que solicitó que le suministraran plasma, en el Hospital Muñiz le habrían negado el tratamiento. Desgraciadamente, su estado de salud empeoró hasta que finalmente murió el fin de semana pasado.
Abel se desempeñaba en la actualidad como Jefe de la Delegación de Sanidad del Departamento Judicial de Lomas de Zamora. El fuerte compromiso militante social y político que evidenció toda su vida, lo ubicó en la década del ’70 como médico del combativo Sindicato de Trabajadores de Perkins, en Córdoba; como militante del PRT-ERP; y como internacionalista en diferentes países del mundo.
Desde La tinta queremos honrar la memoria de este reconocido proletario y socialista, quien en diferentes oportunidades publicó en este medio. Por eso, compartimos con ustedes una entrevista realizada hace algunos años atrás que retrata un poco el pensamiento de Abel.
“Nos guiaba la certeza de que la humanidad no puede permanecer en la explotación y la humillación indefinidamente”
“La conciencia es como un campo donde todos siembran. La burguesía ha sembrado malezas. Nosotros, los proletarios, debemos cortar las malezas, sembrar las semillas y cosechar el fruto”, decía el gringo Tosco durante una pequeña reunión en una casilla ferroviaria de Cruz del Eje poco antes de su muerte. Allí estaba presente Abel Bohoslavsky, miembro histórico del Partido Revolucionario de los Trabajadores y el Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP), quien guardó en su memoria aquellas palabras de un luchador único para compartirlas casi cuatro décadas después.
Como militante, médico, periodista y escritor, Abel protagonizó momentos cruciales de la vida política de Córdoba en las décadas del ´60 y ´70. En esta entrevista relata las implicancias de luchar por un proyecto político transformador en la Argentina de aquellos años y reflexiona también sobre las características de la militancia en el presente.
– ¿Qué características consideras que son distintivas de la militancia de los ´60 y ´70 respecto de las luchas de otras épocas?
En lo personal, significaba asumir un compromiso que demostrara una actitud de vida congruente con los ideales colectivistas y solidarios del socialismo. El stalinismo y todas las formas del reformismo y el populismo habían logrado implantar ante la sociedad, y sobre todo frente a la clase trabajadora, que el “izquierdista” era una suerte de parásito acomodaticio, carente de compromiso personal. Esta lucha ideológica necesitaba demostraciones prácticas que intentaban emular al Che, el paradigma del hombre desprendido de toda prebenda. El Che encarnó como pocos la condición humana del marxista.
Lógicamente que, debido a la inexperiencia y las urgencias del momento, más de una vez, esta lucha ideológica llevó a extremos y límites erróneos que permitían nuevos flancos de ataque del populismo y el reformismo contra el marxismo. Se llegó, creo, a generalizaciones que revelaron confusiones, no comprendiendo que ni todos los militantes pueden ser iguales ni es necesario que cada uno sea una réplica del Che.
Por otra parte, a partir del escrito del Che El socialismo y el hombre nuevo en Cuba, el ideal revolucionario se asumió como una concepción humana que iba más allá de la propuesta estratégica. Esta revitalización del marxismo que introdujo el Che, posibilitó la adhesión al ideal revolucionario de corrientes no provenientes del socialismo. Pero hay que resaltar frente a tergiversaciones de entonces y de hoy, que el Che planteaba el nuevo hombre a partir de nuevas relaciones sociales de producción fundadas en el colectivismo. Su moral no era abstracta.
– ¿Qué particularidades del contexto histórico creés que influyeron especialmente en el surgimiento de esas formas de militancia?
Esencialmente la época revolucionaria en el mundo y en Nuestra América. En el mundo, es la época de la guerra de Vietnam, en que un pueblo humilde es capaz de alzarse frente a la mayor maquinaria de guerra que haya conocido la historia. Era entusiasmante aún antes de triunfar sobre la agresión imperialista. En nuestro continente, sin duda el triunfo de la Revolución Cubana que demostró que la revolución social era posible. Los militantes de los ’60 y los ’70 éramos posibilistas…revolucionarios. Al revés que los posibilistas de los ’80 hasta la actualidad, que creen y predican solo “lo posible” por carencia de convicciones, los de las dós décadas anteriores, teníamos convicciones de transformación radical de la humanidad. Algunos, no se cuántos, todavía tenemos las mismas convicciones y en condiciones distintas, bregamos por lo mismo.
– ¿Qué implicancias tuvo la centralidad de la clase obrera en las luchas políticas y económicas de aquellos años?
En Argentina muchísima. Pero la centralidad de la clase obrera no fue un fenómeno nuevo de los ’60. Nuestra tradición histórica desde principios del siglo XX tiene esa centralidad. En los ’60, a partir de la fuerte expansión industrial previa (períodos del primer peronismo y del desarrollismo), la clase obrera ocupó el principal rol en la economía. Y eso se tradujo en la política y en las formas que adquirieron las luchas de clases. Quienes tenemos el ideal socialista que emerge precisamente de la clase trabajadora, encontramos el terreno social adecuado. Pero, alerta. La desindustrialización de los ‘80 en adelante, no hizo desaparecer a la clase trabajadora. La fragmentó, la redujo, la desorganizó, la desmoralizó. Pero la sociedad capitalista sigue viviendo de lo que los trabajadores producen. En los ’60 y ’70, además de los sindicatos masivos, las organizaciones políticas revolucionarias se hicieron a imagen y semejanza de la clase trabajadora.
– Teniendo en cuenta las condiciones que primaban en un contexto de creciente represión, ¿cuáles eran las principales certezas y valores que guiaban a los militantes setentistas a arriesgar la vida por sus ideales?
Muchos valores y certezas. Tomamos el ejemplo emblemático del Che, sobre todo su énfasis en el papel de lo subjetivo y lo consciente. En todos sus escritos el Che resalta la trascendencia que él le daba a la subjetividad y la importancia que le atribuía en el desarrollo de una lucha revolucionaria. El Che reintrodujo esta temática que estaba virtualmente abandonada desde Lenin, ya que el dogmatismo stalinista había llevado al marxismo hacia concepciones deterministas, donde lo “objetivo” anulaba todo intento transformador a partir de la conciencia. No por casualidad, los reformistas y los economicistas nos endilgaban a los guevaristas el ser “subjetivistas”, como forma de descalificar nuestra postura revolucionaria. Y desde ese punto de partida, todas las propuestas guevaristas eran condenadas por “voluntaristas”. Es cierto, que igual que en el tema de la conducta militante, los revolucionarios caíamos muchas veces en formulaciones voluntaristas. Esos eran valores y las certezas que partían de que la humanidad no puede permanecer en la explotación y la humillación indefinidamente. Pero ese cambio no puede ser cronológico ni sobrevendrá por mera evolución. De ahí la necesidad de la militancia.
– ¿Qué lugar ocupaba la militancia en la vida de sus protagonistas? ¿Cómo se vinculaban lo individual y lo colectivo en el ámbito de la militancia revolucionaria?
Simplemente, la militancia – definida genéricamente como lo hice antes – ocupaba la centralidad de nuestras vidas.
Una o uno podía ser carpintero, mecánico, médico o maestro. Pero nuestras vidas giraban alrededor del ideal político. El vínculo entre lo personal y lo colectivo a veces era simple y otras veces muy complicado. Y los matices fueron tantos como militantes hubo. Así hubo militantes como el escritor Haroldo Conti, la dramaturga María Escudero, obreros automotrices como Eduardo Castelo, Juan Eliseo Ledesma, médicos como Alberto Falicoff y Oscar Guidot, carteros como El perro Correa y así hasta el infinito en materia de características individuales muy diversas que se mantenían dentro de un colectivismo totalizador.
Era difícil, siempre había conflictos. Muchas veces las circunstancias imponían el abandono, momentáneo o definitivo, de las vocaciones o preferencias. Esos conflictos a veces se resolvían bien y otras mal. Había una convicción mayoritaria de que solo se puede trascender personalmente en la trascendencia colectiva. Y en ese mundo contradictorio vivíamos.
– La presencia de estructuras partidarias, la apuesta por la lucha armada y la adscripción a la teoría marxista en muchas de las organizaciones de los ´70, sugieren muchas veces la existencia de ciertas fórmulas prestablecidas tanto en las formas de funcionamiento de cada grupo como en los modos de accionar en la sociedad. Ante esta interpretación, ¿cómo caracterizás los modos de organizarse, la toma de decisiones y las relaciones entre los miembros de las agrupaciones de aquella época?
Los modos de organizarse fueron diferentes de acuerdo a cada organización, pero casi todas mantenían características comunes. Lo común era el colectivismo. Había quienes nos organizábamos en partido político, otros en movimientos políticos no partidistas, unos más en destacamentos de acción directa. La clandestinidad de lo organizativo era forzada por la violencia de la represión, pero eso no suponía el secretismo de la acción política. El secreto era una norma organizativa. Este condicionamiento tan difícil de afrontar sin duda obstaculizó una mejor calidad política. Pero contradictoriamente fue superado por una muy buena calidad ideológica y política, aunque en este aspecto, las líneas de acción diferían de unas a otras organizaciones. Quienes optamos por estrategias políticas de lucha por el poder, debimos necesariamente combinar todas las formas de organización y de lucha. La lucha armada trazó de hecho una división entre quienes la practicaban y quienes no. Y eso era parte de los conflictos dentro de toda la vertiente revolucionaria, los debates políticos de la época.
Al interior de las organizaciones, generalmente la estructura era piramidal. Los militantes elegíamos diversas formas de dirección. Uno de los obstáculos que se presentaron fue que, dada la clandestinidad forzosa, las organizaciones que crecían sumaban más y más militantes que no tenían posibilidad de acceso y contacto cotidiano con esa dirección. El debate era en grupos tipo equipos o células, de número variable de integrantes. Pero esos grupos en la base eran permanentemente variables, por cambio de tareas, cambios de frentes o necesidad de eludir la represión, incluso cambios de ciudad y lugar de vida. Eso conspiraba a un buen desarrollo. Casi diría que la inestabilidad era la norma. En estas condiciones, la toma de decisiones estuvo determinada por la capacidad o incapacidad de quienes estaban al frente de cada equipo o regional. Una cosa es elaborar una línea política, un plan, una campaña y otra aplicarla a cada realidad tan diferente, según sea el frente de trabajo, el pueblo o la localidad.
En toda esta cuestión se planteaba la contradicción entre el necesario centralismo y la necesaria democracia interna, entre la iniciativa local y el contexto regional o nacional. Esto se resolvía de acuerdo a cada línea política y a la capacidad, o no, de quienes la llevaban adelante. Como se ve, esto daba lugar a las arbitrariedades, los choques. A veces, las discusiones eran muy fuertes. En este marco, se desarrollaban como un cáncer los personalismos y esto era fuente de errores. Esos errores podían ser políticos, pero también organizativos. Se pagaban muy caros los errores. Hay numerosos ejemplos.
Vamos a poner algunos a ver si se entiende mejor. ¿Cómo elabora una dirección política una línea de acción política y militar? En base al análisis de la situación. ¿Pero cómo analizar la situación? Están los datos objetivos. La realidad económica inmediata, los acontecimientos políticos nacionales o locales, la realidad social. ¿Y los factores subjetivos, el estado de ánimo del pueblo, la visión que tienen las masas de tal o cual situación? El tema estado de ánimo era un punto inicial instituido en el debate de cada equipo en el PRT. En una época revolucionaria como la que vivimos a partir de 1969, el entusiasmo, el empuje, era lo dominante. Entonces, cuando un militante cualquiera planteaba una visión contraria en su sector o frente, solía ser mirado con desconfianza por otros, o criticado por supuesta falta de convicciones o supuestas debilidades. Así, se iba formando – o deformando – una visión de la realidad. El colectivo de dirección recibía un cúmulo de informaciones sobre cuya base elaboraba propuestas. Si esta base estaba deformada, la formulación se hacía errónea y devenía en errores políticos.
– Después de haber militado en momentos cruciales de la lucha política de los ´60 y ´70 desde la ciudad de Córdoba, ¿observás diferencias importantes entre las formas de militancia en el interior y en Buenos Aires?
Sí. Esa experiencia la tuve en forma impactante cuando tuve que trasladarme de Córdoba a la Ciudad de Buenos Aires. El desarrollo desigual y combinado de nuestro país se reflejó mucho, por lo menos en la organización que yo milité, el PRT. En el mal llamado “interior”, el vínculo del militante con su lugar de trabajo era más fácil y por lo tanto, más fuerte. Para nosotros, el partido era casi una prolongación dentro de un ámbito de trabajo y todo era más familiar. Casi diría que en esos lugares se cumplía aquel dicho acerca de que “el militante debe moverse como pez en el agua”. En Buenos Aires, aunque milité poco tiempo, observé que todo esto era mucho más difícil, más lejano. En ciudades como Córdoba, a pesar de su magnitud, la militancia se vinculaba no solo a la política, sino a las peñas, los festivales, los asados y las empanadas en el barrio o el sindicato. Mirá, para mi las diferencias eran tan notables que llegué a decir que “había dos PRTs” ¡y los compas de Buenos Aires y Gran Buenos Aires se enculaban mucho! Hace poco vi un documental-testimonial de un albañil de Bahía Blanca que escapó de un campo de concentración en Neuquén en plena dictadura, militante del PRT, que me hizo recordar muchísimo a los perretistas tucumanos o cordobeses. Escapó y pudo sobrevivir gracias a sus vínculos pueblerinos, unidos, claro está, a una voluntad inquebrantable de lucha.
– Desde tu perspectiva, ¿existen rasgos de las militancias de los ´70 que aún perduren en los militantes actuales? ¿Cuáles se han transformado radicalmente o han desaparecido?
Son épocas muy lejanas una de la otra, entre la que media el triunfo trágico de la contrarrevolución armada y la actualidad. Las secuelas de la contrarrevolución se empiezan a superar parcialmente a partir de las movilizaciones de agosto a diciembre de 2001 y hasta junio de 2002. Este período movilizatorio inédito fue una curiosa y contradictoria rebelión democrática contra la institucionalidad democrática. Fue el breve período del “¡Que se vayan todos!”.
La mayoría del pueblo se hartó y hastió con razón de esta democracia, pero no maduró ninguna opción revolucionaria, ni siquiera una institucionalidad política democrática diferente. Hasta tenía un fuerte contenido anti-política de apariencia positiva pero de fondo muy negativo, cuestionando toda forma de acción política organizada.
En un ensayo que escribí en abril del 2002, El nuevo auge, lo caractericé como una época revolucionadora. Entiéndase bien, no revolucionaria –porque eso no estaba planteado- sino revolucionadora de ideas, perspectivas, estados de ánimos, sacudimiento del letargo post-dictatorial. En esta nueva situación emerge una nueva militancia juvenil que empieza a interesarse y conocer las experiencias de los ’60 y ’70. Ahí se establece un vínculo entre ambas épocas tan distantes. Pero ese vínculo es muy disímil y limitado aún. Y la heterogeneidad es lo dominante y hasta se hace un culto de esa diversidad, culto que es sutilmente promovido por la ideología dominante, ya que es funcional a sus intereses: que no aparezca una crítica al sistema, sino a sus manifestaciones más insoportables.
Esos ímpetus militantes se han canalizado de formas muy diferentes y hasta contrapuestas entre sí. Una parte, encontró en el peronismo kirchnerista una forma de participar en política, muchos lo hacen genuinamente y muchos como una forma de encontrar “su lugar” en el mundo y, además, su puestito, en esta época donde tener empleo es difícil. Y al mismo tiempo, emerge un nuevo activismo militante, sobre todo sindical, que rema contra la corriente de las consolidadas burocracias. Los menos, también le suman una perspectiva política, algunos integrándose a las corrientes tradicionales de las izquierdas y otros creando nuevas agrupaciones, partidos o movimientos. Estos últimos, junto con los gérmenes de un nuevo sindicalismo clasista, constituyen el contigente que más se esmera en abrevar en la experiencia revolucionaria sesentista.
La huella está abierta, pero todavía no han florecido las semillas. Es un desafío inconcluso. Para este desafío, les dejo una reflexión que escuché de viva voz del gringo Tosco, en una sencilla reunión en una casilla ferroviaria en Cruz del Eje, a mediados de 1974, antes que fuera forzado a la clandestinidad que lo llevó a la muerte por el gobierno de la Triple A. Ante la pregunta de un ferroviario sobre cómo cultivar la conciencia de clase entre sus propio compañeros, Tosco le respondió: “La conciencia es como un campo donde todos siembran. La burguesía ha sembrado malezas. Nosotros, los proletarios, debemos cortar las malezas, sembrar las semillas y cosechar el fruto”.
* Por Lucía Maina para La tinta