El lado B de Güemes
En el límite de la frontera imaginaria que evidencia la brecha que todos conocemos y con frecuencia desatendemos, un árbol de moras blancas es nicho y -cada primavera- alimento de alguna bandada pasajera de loras. El árbol y la plaza han abrigado decenas de perros abandonados por la miseria humana, y personas abandonadas de igual modo.
Hay visitas golondrinas que se arrastran a paso lento y canto quebrado, como el abuelo a quién las moneditas se le cuelan entre los dedos por el Parkinson. Él solo espera un gesto afable que le demuestre que el mundo no lo olvidó, aunque casi siempre ignoran al rostro de las mil arrugas, levantándole un muro a la clemencia cada vez que le cierran la ventanilla a ese pedazo agónico de vida. En las esquinas se arremolinan cada vez más limpia-vidrios que como pirañas abaten los autos, porque cada luz roja presenta la oportunidad de ganarse el pan del día, y en los juegos de la plaza risas infantes que aún ignoran la voracidad de lo circundante.
Y la Chuli. Cómo le explicas cuando viene rota en llanto, si esa pila de chapas, escombros y cartones pesan menos que las ilusiones destruidas. Nadie le explicó cuando entraron a derrumbarle el nido y a pintarle los dedos, nadie le explicó nunca nada y la ayuda siempre llega tarde ¿Hemos llegado tarde? Cada temporal y cada invierno, los días son escaramuzas constantes y maltrechas que le siguen el paso, las noches se vuelven trincheras de guerra con la vida y la precariedad. Aunque no precisa dividir entre la oscuridad y lo diurno porque ni siquiera el tiempo no le pertenece.
La Chuli tiene un amor abollado de golpes y vida, tiene un amor en el que apenas cree pero en el cuál se abriga. Se solía percibir desde acá una lucecita intermitente y tenue que no hacía otra cosa que exaltar las penumbras y sombras que habitaban esa madriguera. Esa choza, incandescente, era abrigo y guarida: apenas acobijada bajo un techo de parches que se asimilaba a su piel curtida, lo he visto a él convertirse en pichón bajo su ala nodriza que repara todo lo que toca, menos a ella misma porque ya no se percibe, ni se ve, ni se siente.
La Chuli tiene los ojos vidriosos como dos canicas y los vestigios de su risa esconden una ansiedad constante, ella quisiera gritarle al mundo pero le avergüenza su voz. La conciencia como un campanario le retumba en la cabeza, a veces atormentándola por las consecuencias de las decisiones que no pudo elegir ni domar: porque la violencia de género engendra hijos sin estima, porque la adicción genera abstinencia al punto tal del auto flagelo. Pero también esos ecos sonoros le recuerdan el ritmo de los bailes donde fue feliz, le acompañan en los cánticos diarios que avivan el vecindario y le sirven de sustento para regalar pedacitos de música a otras almas en pena -como a la Juli, a quién la vida le entregó un cuerpo no deseado y como si fuese poco juega con ella a contra reloj, entonces se escuda en el alcohol para espantar a la muerte-.
Estar al pie del calicanto, es reivindicar y derrumbar con acciones pequeñas los estigmas heredados, bañados de exclusión y marginalidad. El lado B de Güemes, sigue siendo el museo de una historia reciente, la casa de los inmigrantes, epicentro cultural. El lado B de Güemes, me ha puesto ojos adultos en la mirada, y la Chuli nos regala la ternura endurecida pero latente de la ilusión infante.
Por Ailín Toso / Imagen: Eloísa Molina para La tinta