Reconozco que he visto Akelarre condicionada por las críticas negativas, incluido un jocoso spoiler que me hizo una profesional del cine parafraseando a Audre Lorde: “Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo”. Tampoco ayudó verla a cachitos en una tablet, con mi bebé aporreando la puerta. Tal vez mi opinión sería distinta si me hubiera sumergido en una gran pantalla, sin prejuicios ni interrupciones. En cambio, no daba un duro por la película y mi principal motivación era disfrutar de la banda sonora de Aránzazu Calleja y Maite Arrotajauregi, dos creadoras potentísimas que han celebrado el Goya a la mejor banda sonora derrochando complicidad y sororidad.
Akelarre parte de una buena intención: contar que la caza de brujas fue un feminicidio ordenado por el poder misógino y legitimado por el fundamentalismo religioso. La historia se sitúa en el siglo XVII, en un pueblo costero de Euskal Herria en el que los hombres son marineros, y esa ausencia permite a las mujeres una libertad inaceptable. Las protagonistas son un grupo de adolescentes acusadas de organizar la ceremonia del sabbat para invocar a Satanás. Esa premisa funciona para atraer el interés y la empatía de la gente joven normativa, como leo en una entrevista a una de las actrices, Yune Nogueiras:
“Akelarre me ha abierto mucho los ojos y me ha hecho ver el mundo de las brujas de otra forma. Hasta entonces lo que me habían enseñado de las brujas era, para empezar, que tenían otra edad. (…) Y también que eran malas y que hacían determinadas cosas. Vamos, que no eran unas chicas como las de hoy en día, pero si ser bruja es decir lo que pensamos, actualmente todos deberíamos ser brujas y brujos. Aquellas brujas eran gente joven, como lo soy yo ahora, que querían divertirse, y por divertirse les cortaban las alas”.
Muy bien, salvo porque las investigadoras feministas aportan un perfil muy distinto de las mujeres condenadas a la hoguera por brujería. En un reportaje sobre la campaña catalana ‘No eran brujas, eran mujeres’, Meritxell Guàrdia y Serentill las describe así: “Eran viudas, curanderas, mujeres independientes, mujeres migradas, comadronas, mujeres pobres, marginadas… mujeres que no cumplían con su rol normativo de género y que sirvieron de chivo expiatorio para justificar desastres naturales, epidemias, enfermedades y toda clase de desgracias. En total, fueron 300 años de tortura y represión, uno de los mayores episodios de feminicidio de nuestra historia que sirvió, además, para controlar y usurpar la práctica reproductiva y el conocimiento medicinal ancestral de las mujeres”.
Vaya, que habría casos de chavalas bajo sospecha por beber vino, comer hongos, hablar de sexo y echarse unas risas en el bosque de su pueblo, pero las mujeres que estaban en el punto de mira eran otras. Más allá de las protagonistas, en Akelarre no hay rastro alguno de esas viudas, curanderas, parteras, migradas y marginadas. De hecho, el único personaje femenino mayor es una cocinera que no aporta mucho más que dar a la protagonista el consejo que sostiene una trama funcional al deseo heteropatriarcal: que utilice su juventud y su belleza como arma para camelarse al inquisidor. Tal vez el final sería distinto si esa vieja supiera preparar un brebaje para intoxicar a los femicidas, por ejemplo.
La mirada masculina
El director de Akelarre es Pablo Agüero, un cineasta argentino que también firma el guion junto a la guionista belga Katell Guillou. Por más que parte de la crítica haya presentado Akelarre como un alegato feminista, creo que no puede salir un producto feminista de un imaginario heteropatriarcal. La mirada del director me recuerda a la de Abdellatif Kechiche en La vida de Adèle, la adaptación del cómic El azul es el color más cálido, de Julie Maroh. La propia Maroh criticó duramente la adaptación por su “exhibición quirúrgica, fría, pornográfica y de mal gusto” del sexo entre mujeres. En Akelarre no hay escenas de sexo, pero media película se recrea en la tensión sexual entre la protagonista y el juez.
Mientras veo cómo la cámara se deleita recorriendo la espalda y el trasero desnudo de Ana Ibarguren, la protagonista interpretada por Amaia Aberasturi, recuerdo este artículo de Alicia Macías: “El concepto de ‘male gaze’ [mirada masculina] fue acuñado en 1975 por la teórica del cine y feminista Laura Mulvey y hace referencia a la construcción de obras de carácter visual entorno a la mirada masculina, ‘relegando a la mujer a un estatus de objeto para ser admirado por su apariencia física y para satisfacer los deseos y fantasías sexuales del hombre’. Esta idea señala tres tipos diferentes de miradas: la de la persona detrás de la cámara, la del personaje y la del espectador”.
Esas tres miradas se funden cuando Ana finge un orgasmo a lo Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally. Una intuye que no solo el personaje del juez se excita sino también el hombre que dirige la secuencia y el hombre hetero como espectador de referencia.
De las seis jóvenes, ¡sorpresa!, la protagonista es la guapa, la que puede encarnar las fantasías sexuales del villano, pero también de su creador. Es además la única que se libra de la humillación del corte de pelo (le dejan un look a lo Irantzu Varela). Qué distinto sería si hubieran sumado un nuevo rostro a la genealogía de heroína de ficción rapadas como la teniente Ripley de Alien, la Imperator Furiosa de Mad Max o Evey Hammond en V de Vendetta, que se han convertido en algunos casos en íconos bollo.
Pero la mirada patriarcal también define la relación entre las jóvenes condenadas a la hoguera. Ana monopoliza toda la atención y los personajes secundarios quedan desdibujados. Los guionistas la entregan un liderazgo vertical. No hay asambleas en la celda para pensar juntas la mejor estrategia. No hay intentos de las mujeres del pueblo de organizar su rescate. Ana propone y el resto acata, aunque expresen dudas y resistencias. Su estrategia no se basa en organizar a las mujeres para una revuelta, sino en ganar tiempo para que los marineros puedan salvarlas. En la escena final, también es Ana la que decide cómo escapar del callejón sin salida y una se imagina a las madres de las otras recriminándoles: “Si tus amigas se tiran por la ventana, ¿tú también?”.
Por todo ello, las consignas feministas de las que tira la película, como «No hay nada más peligroso que una mujer que baila», resultan vacías en un planteamiento general lastrado por esa mirada heteropatriarcal, que remite a un imaginario manido. A falta de viudas, de viejas sabias, de curanderas y de parteras, a falta de saberes comunitarios, organizaciones comunales e insurrecciones políticas, en Akelarre se reproduce un arquetipo manido, el de la Sherezade occidentalizada.
¿Os imagináis que hubieran incluido al menos alguna referencia a los dildos psicotrópicos de los que nos habla Aixa de la Cruz en su Diccionario en guerra? “El beleño, el estramonio, la mandrágora y la belladona, cuyo alcaloide es muy parecido al de las tres anteriores, se utilizaban para aliviar los dolores de parto y, según sostienen algunos antropólogos, también para elaborar el ungüento con el que las brujas volaban en los aquelarres y a cuya administración por vía vaginal y con el palo de una escoba se atribuye la representación más icónica de estas”.
Revisión en clave feminista
En Calibán y la bruja, Silvia Federici presenta la caza de brujas como una estrategia que sirvió para reprimir experiencias de vida comunal y de reparto de la riqueza que suponían una amenaza para los poderes fácticos que fundaron el capitalismo y el Estado moderno, basados en negocios como el comercio de esclavos y esclavas, y la conquista y expolio de América. “La Iglesia usaba la acusación de herejía para atacar toda forma de insubordinación social y política”, así como comportamientos sexuales que atentaban contra su moral, como el uso de anticonceptivos o el sexo en grupo, destaca Federici.
En Brujas, parteras y enfermeras. Una historia de sanadoras, de Barbara Ehrenreich y Deridre English parten de la siguiente premisa: “La mayor parte de esas mujeres condenadas como brujas eran simplemente sanadoras no profesionales al servicio de la población campesina y su represión marca una de las primeras etapas en la lucha de los hombres para eliminar a las mujeres de la práctica de la medicina. La eliminación de las brujas como curanderas tuvo como contrapartida la creación de una nueva profesión medica masculina, bajo la protección y patrocinio de las clases dominantes. El nacimiento de esta nueva profesión médica en Europa tuvo como influencia decisiva sobre la caza de brujas, pues ofreció argumentos a los inquisidores”.
Nada de esto aparece en Akelarre, cuyo guion se centra en los interrogatorios machistas y no se atreve a imaginar las transgresiones y desobediencias que encarnaban las mujeres denunciadas por herejía, más allá de alimentar vagamente el mito del matriarcado vasco. Leo en alguna crítica que Akelarre hace una “revisión certera en clave feminista de la caza de brujas” y me parece que ni los creadores de la película ni la crítica conocen la revisión certera que sí que han hecho las investigadoras feministas.
Una de ellas, Amaia Nausia Pimoulier, que fue ponente en el Primer encuentro feminista sobre la Historia de la caza de brujas celebrado en Iruña en 2019, me contesta en Twitter que no ha visto Akelarre porque le da miedo. “Soilik aktoreak ikusita (gazte, ederrak), sorginkeriarengatik salatuak izan ziren perfilen emakumeekin bat ez datozela ziurtatu ahal dizut (alargunak, adinekoak). Historia oso bestelakoa izan zen: XVI-XVII Patriarkatuaren errotzea, Kapitalismoaren eta Estatu Modernoen sorrera = Diziplinamendu soziala”. [Solo viendo a las actrices (jóvenes, bellas), te puedo asegurar que no coinciden con el perfil de las mujeres denunciadas por brujería (viudas, mayores). La historia fue muy distinta: XVI-XVII, consolidación del Patriarcado, fundación del capitalismo y de los Estados modernos = Disciplinamiento social].
Ojalá la película sirva para crear interés y quienes sientan ese interés lleguen a ese conocimiento colectivo feminista. Ahora bien, el subidón feminista que no logra el guion lo inocula el trabajo de Maite Arrotajauregi. No sé vosotras, pero yo me pasé días cantando “Ez dugu nahi beste berorik zure musuen sua baino” y con muchas ganas de akelarre feminista del bueno.
*Por June Fernández para Pikara Magazine.