Recordando a Walter Bulacio, treinta años después
Por Santiago Somonte para La tinta
Hay ahora muchas certezas que echan luz sobre aquello que, alguna vez, con más torpezas que argumentos, pretendió ocultarse. Aunque circunstancialmente, treinta años después, los recuerdos de un hecho pueden volverse difusos, distantes o incluso apagarse lentamente en la vorágine actual que absorbe y disuelve, de par en par, cada día en micromomentos efímeros. Aquel sábado 19 de abril de 1991, la presentación de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota reunía unas cinco mil personas en los alrededores de Obras Sanitarias. Adentro, la banda de las bandas esperaba la hora señalada para salir a escena. Si bien se rehusaban a tocar allí, la creciente convocatoria, a fuerza de un camino autogestionado, lento, pero seguro, los había llevado, a falta de espacios similares, al microestadio más cotizado, dos años antes. Afuera, tras los vallados y rondando las dos manos de avenida Libertador, se ubicaba, desde temprano, la policía federal.
Se cumplían, en aquel abril, los primeros quince meses del gobierno de Carlos Menem. Atrás habían quedado las promesas de campaña: salariazo y revolución productiva; y comenzaban raudos los procesos de privatización de los principales servicios, en tanto se avanzaba con la ´modernización del Estado´, eufemismo que bajaba de discursos y medios estratégicamente cooperadores de la causa de desguace de todo aquello que no generara dividendos para los grupos económicos aliados. Una reversión neoliberal de la dictadura, con indultos generalizados, y la mano represiva, otra vez, apuntando a la juventud. Edictos de toda índole justificaban, en el alba del menemato, razzias en boliches y recitales, o palazos y represiones a jubiladxs y laburantes en manifestaciones públicas.
No es extraño que esta noche comulguemos
Los Redondos, tras el rebrote de música y esperanza post avenimiento democrático, representaban al acotado espectro de la contracultura del rock criollo, tocando esporádicamente, inaugurando reductos inéditos, generalmente, gimnasios de clubes transformados en pequeños templos para la misa: liturgia ricotera de los primeros noventa, que las tribus de los barrios, remera y trapo, pintados a mano, poblaban de a quinientos, mil, tres mil… hasta Obras. El término misa sonaba irónico, para las huestes descreídas de todo dogma religioso, pero daba cuenta de la experiencia vital en la que, por unas horas, se sacudían cuerpos y mentes, arriba y abajo. Extrapolar ese vínculo, esas noches de rock, resultaría complejo de expresar treinta años después. Lo cierto, plausible o no, es que aquellxs que comenzaban a curtir su música y masificar un fenómeno único volvían. Cerca o lejos, con o sin dinero, volvían. Las bandas de la banda, nutridas por adolescentes, jóvenes y algunxs veteranxs que los seguían en los pubs de los años 80, sufrían el desempleo y una marginación deliberada, acentuando las márgenes de una sociedad que sufriría una fragmentación cultural adobada por la exacerbación del consumo, el liderazgo de un excéntrico caudillo capaz de rifar los bienes públicos y la generalización de un Estado en clara retirada.
En tanto, en esas horas de encuentros, al lugar donde la banda convocara primaba la pugna por entrar, nuevos-viejos códigos que generaban vínculos de una generación desahuciada, y también, robos de pungas habitués del hurto entre multitudes e hinchadas que asomaban en los shows dando pie a crecientes tensiones con la policía, que atávicas y renovadas, recrudecían en cada recital. Desde el escenario, el Indio Solari repetía en cada recital la necesidad de tomar ciertas precauciones a la salida, de no entrar en provocaciones, de “cuidarse el culo…”. A su costado, Skay Beillinson solía arrancar bestial, un solo filoso de guitarra, dando comienzo La Parabellum del buen psicópata, tema de Bang, bang, estás liquidado!, de 1989. Parabellum es una palabra de origen latín, que significa ´para la guerra´. También es el nombre de una pistola calibre nueve milímetros, usada en distintas guerras.
Afuera, varios celulares de la Federal se apostaban en las inmediaciones de Obras, con las puertas abiertas…
Te encarnará un Robocop sin Ley
Aldo Bonzi es un barrio matancero de casas bajas, rodeado de otros más amplios, atravesados por el auge y la decadencia fabril del siglo pasado, la inmensidad del Mercado Central, gigante productivo que marca el ritmo de su periferia, villas, monoblocks y algunas zonas residenciales. Desde Bonzi, en un micro escolar junto a sus amigos, Walter Bulacio, de 17 años, salió rumbo a Obras. La antesala del show pautado para las 22 horas discurría entre canciones alusivas a la banda, contra la policía, brebajes varios que iban de mano en mano y la ansiedad por entrar. Walter, como tantos otros en cada recital o cancha, no tenía entrada. Por entonces, y hasta unos años después, la dinámica general era la misma: manguear unas monedas para comprar en las boleterías o esperar a que abran las puertas, quince minutos de empezado el show o el partido. Las fuerzas policiales merodeaban en busca de llenar planillas y celulares. Las razzias eran el modus operandi que imperaba en el turbio mundillo represivo, en base a la necesidad de rendir resultados concretos a comisarios y a la ´opinión pública´ que, envalentonada por la justificación o el silencio oficial, pedía abiertamente nuevos métodos aleccionadores; resabios propios de la dictadura y los intentos de golpes de Estado apenas unos años atrás de aquella noche. ´Portación de rostro´, averiguación de antecedentes o simples merodeos en lugares neurálgicos eran excusas válidas para detener a jóvenes por unas horas. Un buen rato antes que Los Redondos comenzaran a tocar, Walter fue detenido, sin mediar resistencia ni argumentos en su contra, por agentes de la comisaría 35, al mando de Miguel Ángel Espósito, junto a otros 73 muchachos, muchos menores de edad, como él.
Esa noche, la banda no tocó La Parabellum…. pero, en sintonía, fortuita o no, con lo que sucedía afuera, comenzó el recital con ´Nuestro amo juega al esclavo´. Apenas terminó el último acorde, Solari saludó: “Tanto tiempo que no nos veíamos, ¡eh!… Che, un cariño para un chico de la banda de Aldo Bonzi que no está pasando por un buen momento. Demosle un cariño…”.
Caímos por estar parados
Walter fue golpeado dentro del celular y, ya en la dependencia, sufrió una paliza que derivó en graves complicaciones en pocas horas. Otro de los detenidos avisó rápidamente que Bulacio estaba muy dolorido. Horas después, el propio Walter alcanzó a decirle al médico que había sido agredido por la policía. Un severo traumatismo de cráneo obligó a su traslado inmediato al Hospital Pirovano, a unas quince o veinte cuadras de la comisaría 35. En la pared del calabozo, Nazareno, uno de los amigos detenidos junto a Walter, escribió: “Caímos por estar parados”, simplificando en pocas palabras la situación: sin mediar problemas ni explicaciones, un puñado de policías cazaban al vuelo a un grupo de jóvenes. La saña posterior daría muerte a un menor de edad, en un contexto de época marcada por la impunidad generalizada.
“Por favor, tratemos de no entrar en este mercado de miseria. Ustedes son jóvenes… no entremos en el mercado de la miseria”, decía Solari desde el escenario, tras el ´Blues de la Libertad´. Cerca del templo del rock y las cinco mil personas agolpadas en Obras, la salud de Walter empeoraba. Un nuevo traslado y las luces de otro día llevaron la noticia a las actualmente diezmadas redacciones de los diarios. Pronto, corresponsales de la sección policiales, opinólogos empedernidos y carroñeros ávidos de toda calaña tomaron posición cual testigos directos de los hechos. Algunos periodistas del entorno redondo, otrora elogiosos de la banda, se enfrentaron desde sus columnas matutinas, responsabilizando a la banda por la seguridad externa de Obras. El poder político relamiéndose en las mieles que presagiaban el hipnótico y absurdo proceso entreguista de la convertibilidad, vieron en Walter, en los jóvenes, en la banda, destinatarios simples de toda culpa y cerraron filas con los causantes de su muerte. El Centro de Estudiantes del Nacional Buenos Aires, junto a otros colegios secundarios y partidos de izquierda marcharon en reclamo del rápido esclarecimiento de lo sucedido. Skay, Poli –pareja del guitarrista y manager de la banda- y Walter Sidotti, baterista redondo, acompañaron al final de la columna. Solari, molesto por el pedido de autógrafos en una de las movilizaciones, argumentó su ausencia con el pedido de no “televisar el dolor”. La presencia de algunos indeseables de la política vernácula reforzaron su postura. Un texto titulado “De los Redondos para los Redondos”, leído por Rafa Hernández, periodista amigo de la banda en su programa de Rock & Pop, fue el descargo de la banda, en la que se condenaba a edictos policiales y, obviamente, las razzias injustificadas, eximiéndose de toda culpa en los hechos. En tanto, la vida de Walter Bulacio languidecía en el Sanatorio Mitre, en el barrio porteño de Once.
Lo que vino después, carátulas y tecnicismos al margen, fue el proceso de impunidad generalizada. Los reclamos fueron menos masivos y la familia de Walter sufrió, casi en soledad, los avatares de una justicia que hizo todo lo posible por no avanzar con la causa iniciada contra Espósito y otros agentes de la comisaría 35. No es intención en estas líneas repasar pormenorizadamente aquellos expedientes, tan oxidados como todo el aparato productivo de aquel país en decadencia, sino, más bien, retratar cómo, en paralelo, el caso fue un disparador alcanzando el plano internacional de la -in- justicia, asemejado con otros, con la impunidad que ostenta y da el poder como garante. A la dilación de la causa, en la que Espósito fue juzgado por privación ilegítima de la libertad –cabe recordar que esta circunstancia se agrava por tratarse de un menor de edad, cuya detención, en esos términos, está prohibida por resoluciones internacionales- y no por la grave golpiza seguida de muerte. En 2003, recién doce años después, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado Argentino por la falta de avances en el cumplimiento de la sentencia a Espósito y ordenó investigar a los funcionarios judiciales. El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL) y la Coordinadora contra la Represión Institucional (CORREPI) representaron a la familia Bulacio, ungiendo a la Corte para que asegure el cumplimiento del fallo. En septiembre de 2008, la justicia argentina denegó la posibilidad de ser querellante en la causa a las y los familiares de Walter. Tras la remoción de la jueza Alicia Iermini en 2011, y nuevas dilaciones que incluyeron el archivo de expedientes durante su gestión al frente de la causa, comenzaron las audiencias del juicio contra Espósito, en 2013. La condena dictada fue sólo tres años de prisión en suspenso, por lo que nunca cumplió de manera efectiva.
Un año más tarde, en octubre de 2014, falleció María Ramona Armas, la abuela materna de Walter, siempre presente, cartel en mano con el rostro de su nieto, clamando justicia en cada marcha o audiencia. Falleció, como él, sin conocer la justicia, que hubiera sido, tras tanto tiempo, apenas un alivio…
Durante las semanas posteriores a lo sucedido aquella noche del 19 de abril de 1991, hubo festivales, canciones, documentales y manifestaciones culturales de todo tipo. Desde arriba del escenario, Los Redondos, juntos o a partir de sus carreras solistas, lo recordaron con palabras e imágenes. Cientos de episodios violentos, seguidos de muerte asolaron la vida de familias enteras, destruidas por la violencia estatal, que excede ampliamente el accionar desenfrenado de los uniformados de turno.
Walter David Bulacio, un pibe de sólo 17 años, habitante de los suburbios del Gran Buenos Aires, murió el viernes 26 de abril, menos de una semana después de esa noche, donde el poder institucional comenzó una larga y descarnada violencia contra su cuerpo, su vida y su memoria. Treinta años después, podemos echar luz sobre lo difuso y acercarlo a nuestro presente para recordarlo siempre.
*Por Santiago Somonte para La tinta / Imagen de portada: Agencia Paco Urondo.