La tenencia de la tierra sin mitos: una demanda que quiere ser ley
Por InterNos
La tenencia de la tierra ha sido, históricamente, un tema de conflicto en nuestro país. ¿Cómo debe repartirse este recurso finito y central para el desarrollo productivo? ¿Es la inversión privada la que debe decidir cuándo y dónde producir alimentos? ¿Debe el Estado intervenir y planificar?
En los 3694 kilómetros de extensión que tiene Argentina de norte a sur, hay recursos para producir casi cualquier cosa (suelo fértil, agua de calidad, diversidad climática) y también para alojar a productores de todo tipo: agricultores familiares, quinteros hortícolas, empresarios capitalizados, pooles de siembra o fincas frutícolas. Mercado interno y exportación.
Si bien hay algo de mito en el concepto de la «Argentina de los terratenientes», es cierto que desde 1970 a esta parte se activó paulatinamente un proceso de concentración de la tierra que, junto con el avance de la frontera urbana, afectó la diversidad de la actividad agrícola. En la región pampeana, entre 1850 y 1940, se produjo una expansión y creación de colonias agrícolas que efectivamente dieron lugar a la formación de una clase media agropecuaria propietaria de la tierra, que aún persiste -sobre todo en la zona núcleo-. De hecho, el Censo Nacional Agropecuario 2018 marca que de las 250.881 explotaciones agropecuarias (EAP) con 480.191 parcelas censadas, la mayor cantidad está en la franja de las 100 a 500 hectáreas. Pero al comparar con las cifras de 2002 se observa una reducción de un 25,7% en la cantidad de explotaciones agropecuarias en solo 16 años.
Otro dato: el tamaño promedio pasó de 520 hectáreas a 627 hectáreas. Apenas el 1% de las 250.000 explotaciones registradas manejan casi el 40% de las tierras productivas del país. Del relevamiento también surge que hay un gran universo de productores que trabaja o realiza actividades en menos de 100 hectáreas. En total, se trata de unas 124.000 explotaciones que representan el 54% del total, pero que manejan apenas 3,5 millones de hectáreas, es decir, el 2% de la superficie productiva. (Ver cuadro 2.2 del censo). Respecto al régimen de tenencia de la tierra, los resultados preliminares del CNA 2018 explicitaron que efectivamente el 69% de la superficie de las parcelas corresponde a propiedad y le sigue la modalidad de arrendamiento con el 19%.
Sin embargo, bajo el modelo actual -aún en las mejores zonas productivas del país- estas hectáreas ya no le representan a una familia lo que significaban a principios del siglo XX en términos de rentabilidad, pero tampoco de posibilidades de trabajo. ¿Qué cambió?
Con la instalación de la «Revolución Verde» y fundamentalmente desde la década del noventa en adelante, la fuerte tecnificación del agro exportador, con paquetes que incluían maquinaria agrícola e insumos de última generación (sumado a un contexto económico favorable para el sector agropecuario en época del uno a uno) propició un crecimiento de la productividad que trajo consigo cambios estructurales en el uso y la tenencia de la tierra. Se consolidaron los productores medianos y grandes, capitalizados, con fuerte inversión tecnológica, deslocalizados; mientras que el sector de los productores familiares tendió a disminuir y desarrollarse como una actividad de subsistencia.
“Es el mecanismo que permitió la transformación y el pasaje de un modelo de agricultura familiar (con fuertes diferencias en el conjunto del país) a un modelo de agricultura empresarial, de escala, de alta productividad, con un esquema de gestión que utiliza el espacio rural como plataforma productiva y no como un territorio rural vivo y dinámico”, explican en el estudio La problemática de la tierra en Argentina los investigadores Marcelo Sili y Luciana Soumoulou.
Esto generó la expansión de la frontera agrícola para la implantación de cultivos commodities (como soja, maíz o trigo) promovidos por los Estados provinciales, dada su gran rentabilidad. En este contexto se producen, según Sili y Soumoulou, “ventas de tierras fiscales a precios irrisorios” que a su vez consolidan la modalidad de pooles de siembra como metodología de trabajo.
Los autores señalan que durante estos años surgen problemáticas estructurales en la regulación de la tenencia de la tierra: competencia desleal frente a inversores extranjeros, desalojos violentos, usos no sostenibles de los recursos y, por supuesto, cambios drásticos en el uso del suelo -el surgimiento del monocultivo como práctica a gran escala- que dañaron la biodiversidad. Estas prácticas desnudaron la deficiencia -o la connivencia- del Estado para la fiscalización en el reparto y explotación de la tierra. Procesos irregulares y falta de políticas para la gestión del territorio marcaron el clima de época.
Por supuesto, cada región tuvo sus particularidades en este proceso histórico. La intención de este artículo es dar cuenta de una tendencia histórica general del agro argentino, atravesado por una política nacional de liberación de las barreras comerciales, dólar barato y fuerte estímulo a los modelos de producción empresarial, inserto además en un contexto internacional como el desarrollo pleno del capitalismo luego de la caída del muro de Berlín.
Desde comienzos de los 2000 esta tendencia no hizo más que acelerarse y crecer, traccionada principalmente por el precio internacional de la soja, el famoso “viento de cola” que permitió a Néstor Kirchner, en parte, sacar a la Argentina de una fuerte depresión económica, primero a través de políticas sociales y luego mediante un proceso paulatino de re-industrialización post menemismo. Para entonces, y mucho antes de que la Ley 125 marcara un quiebre en la relación del gobierno kirchnerista con el campo, el modelo agrario era un resurgir de la Argentina como “granero del mundo”.
En este contexto, la agricultura familiar y las actividades de las Economías Regionales -como la fruticultura y la horticultura- quedaron relegadas de la centralidad de la agenda productiva, destinadas a un rol secundario. Los gobiernos mostraron escaso o nulo interés en planificar la distribución de tierras y las políticas productivas asociadas a éstas, guiados estrictamente por el desarrollo privado.
Pero, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de falta de planificación? A la ausencia de instrumentos y normativas que definan qué sí y qué no se puede realizar en las distintas regiones del territorio, bajo qué condiciones y en función del ambiente, del perfil productivo de la zona y de las condiciones sociales. “Promoviendo de esta manera un uso diversificado, sostenible y equilibrado de las tierras y, por extensión, del territorio”, según expresan los autores citados anteriormente.
Los procesos de concentración de la tierra se dieron en detrimento de los productores más pequeños; muchos de ellos agricultores campesinos y familiares. Antes vimos que desde el 2002 al 2018 disminuyeron las EAP un 25%. Pero si miramos más atrás, la caída en las últimas tres décadas es aún peor: en ese período desapareció el 41% de las explotaciones agropecuarias, un total de 156.000 establecimientos respecto al CNA de 1988.
“En los últimos 30 años, la superficie implantada se mantuvo en unas 33 millones de hectáreas, pero la proporción de esa superficie dedicada a cultivos anuales como la soja, el trigo y el maíz aumentó de 7,67 a casi 23 millones de hectáreas, en detrimento de otras producciones como las pasturas y las producciones regionales”, dijo Javier Moreira, docente e investigador de la cátedra de Extensión y Sociología Rurales de la Facultad de Agronomía de la UBA (FAUBA), en esta nota del Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (IADE) que analiza los resultados del CNA.
Y agregó: “Quiere decir que es un proceso de concentración, con explotaciones más chicas que se anexan a otras más grandes. El problema es que tenemos más hectáreas en producción y explotaciones de mayor escala, pero menos establecimientos. La tierra no salió de la producción, sino que hay menos gente produciendo”.
En los últimos años nos acostumbramos a leer titulares que vaticinan la debacle en el negocio de los pequeños y medianos productores. Sucede con la banana en Formosa, con la pera y la manzana en el Valle, con la horticultura en casi todos los cinturones verdes del país. El fenómeno es multicausal y no se explica únicamente por el crecimiento de la soja o la existencia de los pooles de siembra. Por el contrario, para discutir qué sucede con las Economías Regionales argentinas es necesario comprender la dinámica de cada provincia, cada actividad, cada mercado. Factores como la sucesión y el cambio intergeneracional han afectado también al uso de la tierra y las nuevas formas de producir.
Sin embargo, la falta de atención de los gobiernos a estas actividades es representativa del lugar que ocupan en el agro argentino. Cuando hablan del “campo”, los funcionarios refieren a las dos o tres entidades más representativas de la Mesa de Enlace. Con ellas discuten sobre retenciones, el abastecimiento interno, el dólar más apropiado para la rentabilidad de las empresas. En segundo plano esperan el resto de las actividades que, sin embargo, también generan (incluso más) trabajo, producen alimentos frescos y exportan valor agregado.
Queda claro que en Argentina falta una política que discuta el reparto y el uso de la tierra. Sobre todo, es indispensable mirar y revisar quienes efectivamente producen los alimentos que abastecen a las grandes ciudades en un país que expulsó de la ruralidad a cientos de miles de personas, las cuales buscaron en las grandes urbes un futuro. El resultado está a la vista: altos niveles de pobreza y precariedad, nulas posibilidades de crecimiento y una oferta laboral limitada, con salarios o changas de subsistencia.
De políticas y medidas
Durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner hubo un primer esfuerzo para abordar la propiedad de la tierra. Se trató de la Ley de Protección al Dominio Nacional sobre las Tierras Rurales, sancionada en 2011, con la que se buscó evitar la “extranjerización” del territorio. El texto fijó como límite de tenencia un 15% para la titularidad de tierras rurales de extranjeros, entre otras restricciones que la normativa imponía para el acceso de ciudadanos no-argentinos a territorio nacional, provincial, y municipal.
El por aquel entonces ministro de Agricultura, Julián Domínguez, había expresado que uno de los objetivos de su sanción era “garantizar la producción de alimentos argentinos”. Pero lejos estaba de mejorar algo en este aspecto: la ley no regulaba el uso de la tierra (es decir la actividad de explotación) ni tampoco lo que se hacía con los alimentos que se producían en ella. Solo fiscalizaba la cuestión de la propiedad y restringía el acceso ilimitado a los recursos argentinos.
De cualquier manera, en 2016 Mauricio Macri dio marcha atrás con estas medidas y amplió del 15% al 51% la participación de extranjeros en las sociedades autorizadas a comprar tierras en el país. Lo hizo a través de un decreto, el cual también quitó restricciones para aquellas tierras que se encontraran en «Zona Industrial», «Área Industrial» o «Parque Industrial», con el objetivo de que dicha superficie no sea computada a en los límites fijados por la Ley de Tierras Rurales. El argumento para estos cambios era facilitar la llegada de inversiones productivas de capital extranjero.
Si la famosa lluvia de inversiones llegó o no al país será materia a juzgar por el lector o lectora de esta nota. Lo que nos interesa destacar es que, durante la gestión de Cambiemos, la discusión por una mejor distribución de la tierra no encontró suelo fértil. Pero no solo eso, sino que Macri construyó en “el campo” (léase: el agro exportador) un fuerte aliado de su gestión política y, mientras que durante sus primeros meses bajaba las retenciones a cultivos como la soja o el maíz, por otro lado reducía presupuestariamente a instituciones claves para la agricultura familiar y campesina (como el caso de INTA, de fuerte trabajo territorial). Incluso, como explicamos en esta nota, eliminó algunos beneficios elementales para los pequeños productores, como el Monotributo Social Agropecuario.
En aquellos años la fuerte devaluación de la moneda local puso a muchos horticultores y fruticultores en la cuerda floja. Los costos por encima del precio de la mercadería -con insumos en dólares, comercializada en pesos- y un fuerte conflicto con el paradigma político que representaba la gestión de Cambiemos fueron el caldo de cultivo para que muchas organizaciones de territorio, como la Unión de los Trabajadores de la Tierra (UTT), tomaran visibilidad en la agenda mediática.
La organización realizó Verdurazos frente a Casa Rosada y en Plaza de Mayo para visibilizar “al campo que alimenta”. En un contexto de crisis económica y un acelerado proceso inflacionario, la gente llegaba de a montones a estas entregas o ventas a precios populares en espacios públicos. Luego aparecieron las cámaras de televisión y las notas en portales digitales. Lo que comenzó como una manifestación de “los inadaptados de siempre” terminó con representantes de este sector sentados, años después, en la mesa del presidente Alberto Fernández, exigiendo mejoras en las condiciones de vida de los trabajadores rurales. El reclamo por un mejor acceso a la tierra ganaba peso en el debate público.
Luego aparecieron proyectos de Ley para que los pequeños agricultores, arrendatarios, puedan acceder a créditos blandos otorgados por el Estado para comprar su porción de campo y producir allí alimentos de cercanía. Este aspecto es clave, porque cuando hablamos de las dificultades de acceso a la tierra también nos referimos a los productores que cultivan verduras desde hace años pero que, sin embargo, no pueden ser dueños de sus hectáreas por la especulación de las inmobiliarias en el avance de la frontera urbana o los precios restrictivos de los terrenos.
Se estima que en Argentina sólo el 13% de la tierra está en manos de pequeños productores, mientras que el 1% de las empresas agrarias controlan el 36% de la tierra cultivada
La UTT presentó, el pasado 22 de octubre, un proyecto de ley que busca crear un Fondo Fiduciario Público para facilitar la compra de inmuebles rurales y la construcción de viviendas para la Agricultura Familiar. Se solicitarían los recursos al Tesoro nacional y a la Agencia de Administración de Bienes del Estado (AABE) los inmuebles necesarios -terrenos ociosos- para el arraigo de las familias. Una especie de Procrear Rural.
“¿Qué pedimos? En vez de pagar alquileres abusivos, pagar un crédito que nos lleve a la tierra propia y nos de seguridad para producir alimentos”, explicaron desde la organización. “Alquilamos el lote donde producimos y vivimos (o sobrevivimos) junto a nuestra familia. Los dueños de las tierras no nos permiten construir viviendas dignas, vivimos en casillas de nylon y madera”.
El proyecto ya había sido presentado en 2016, pero no se trató y perdió estado parlamentario. En 2018 tampoco fue discutido. Pero en esta oportunidad, el clima político parece ofrecer vientos favorables para el sector. Cabe recordar que en noviembre del 2020 el presidente Alberto Fernández declaró que su voluntad era avanzar en políticas de distribución de la tierra. «Este es un debate postergado históricamente y cada vez que lo hablamos siempre aparece alguien que dice ‘está hablando de reforma agraria’. Yo no le quiero sacar el campo a nadie, quiero que las tierras improductivas del Estado vayan a manos que las produzcan. Eso es todo lo que quiero”, expresó.
Pero la UTT no es la única organización que trabaja en este aspecto. La rama rural del Movimiento de los Trabajadores Excluidos (MTE) hizo lo suyo el año pasado a través de un proyecto de ley presentado por el diputado Federico Fagioli (Frente de Todos) junto con la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP). La propuesta incluye un sistema de Presupuestos Mínimos que busca proteger los espacios donde se producen alimentos frescos. Además, propone la gestión sostenible del ambiente, la preservación de la diversidad biológica y el cuidado de la salud de los trabajadores de la tierra.
Entre sus líneas de trabajo se incluye el ordenamiento territorial (la definición de espacios de producción intensiva y la prohibición de cambio del uso del suelo) así como también la protección en los contratos de arrendamiento y las líneas de apoyo técnico-financieras. Según pudo averiguar InterNos, dicho proyecto está siendo abordado en comisiones de la cámara de Diputados, donde se trabaja para aunarlo con iniciativas similares, como la de UTT.
«Los cinturones verdes son muy importantes pero están abandonados. Los productores sobreviven como pueden, se las arreglan con el mercado inmobiliario rural mano a mano. No hay una política pública en relación al alquiler, no hay crédito para el acceso a la tierra rural, no se regula la precariedad de los contratos. Si la sociedad reconoce que necesita que estos productores sigan alimentando al país, tiene que preocuparse por lo que sucede con ellos», señaló sobre este punto Beatriz Giobellina, técnica del INTA Córdoba que participó en la elaboración del proyecto presentado por el MTE Rural/UTEP.
Mientras tanto, el gobierno mostró algunos signos positivos para con el sector en lo que va de su gestión: la creación de un Gabinete de Tierras para analizar el estado de las tierras rurales argentinas y fomentar el desarrollo; algunas líneas de crédito otorgadas por el Banco Nación y la creación del Programa de Asistencia Crítica y Directa para la Agricultura Familiar, Campesina e Indígena, que asistió a productores del sector afectados por eventos climáticos, sociales o particulares extremos durante la pandemia. El anuncio más significativo y concreto quizás haya sido la creación de un Plan de Inversiones, con un presupuesto inicial de 12.780 millones de pesos para el fortalecimiento de la Agricultura Familiar.
Pero la pregunta está lejos de despejarse. ¿Cuál es el proyecto productivo de este país? ¿Cuál es el plan para la fruticultura, cuál para la producción hortícola? La agroecología, que no fue nombrada en el transcurso de esta nota, ¿será parte del nuevo paradigma? Pero lo más importante, en función de todos estos interrogantes: ¿Cómo se diagramará el uso de las tierras rurales? ¿Es posible pensar en un Estado que intervenga para recuperar una ruralidad perdida, sin que eso signifique perjudicar a un sector productivo igualmente importante para el desarrollo nacional, como lo es el agroexportador?
Al respecto reflexionábamos en una nota publicada tiempo atrás, en relación a la “grieta” productiva que estanca el debate e impide pensar la convivencia de ambas actividades de manera armoniosa:
“Es necesario abrir el juego para abandonar la lógica mediante la cual todo productor de soja es un ‘empresario sojero’ con rentas extraordinarias y donde cada pequeño agricultor es ‘alguien que hace política mantenido por el Estado’. (…) Eso implica reconocer la complejidad de cada cadena para enriquecer el debate y profundizar políticas públicas que favorezcan a quienes arriesgan e invierten en la actividad productiva, sea cual sea la misma”.
*Por InterNos / Imagen de portada: InterNos.